Fue el Maradona de la vela. A fuerza de hazañas, con el apoyo de un floreciente sistema mediático, se constituyó como héroe popular. Ligado al peronismo, sufrió tras su derrocamiento calumnias y olvido. Este inteligente y conmovedor film reinstala su figura y propicia la discusión acerca de las difíciles relaciones que mantiene la Argentina con sus espacios acuáticos.

El francés Bernard Moitessier las estaba pasando muy feas en altamar. Había adoptado una serie de medidas supuestamente probadas ante un temporal: orientar su barco de popa al viento y la marejada, largar un ancla de capa con largos cabos para que lo frenara un poco y entonces las altísimas olas, en lugar de impulsarlo hacia el abismo a una velocidad vertiginosa, le pasaran por debajo. Algunas de esas montañas de agua cumplían con lo previsto en la teoría, pero buena parte de ellas le rompían encima. A cada golpe de mar, el Joshua embarcaba toneladas de agua que ponían a prueba el sistema de achique y desafiaban su resistencia estructural. Sabía que no hay acero al cual no pueda vulnerar el océano. Las crestas de espuma rugiente se sucedían separadas entre sí por extensiones de calma relativa aun más aterradoras. Cada una podía ser la última. En ese trance, el joven pero veterano navegante recordó algo que había leído en su adolescencia. Y fue como si el espíritu de un viejo antecesor acercara su consejo a través de la tempestad. Moitessier obró en consecuencia: cortó los cabos que unían el ancla de capa al Joshua y empezó a navegar libremente con el viento por la aleta. Cuando la velocidad crecía en exceso y lo ponía en riesgo de irse por ojo (clavar la proa en el agua y hundirse), variaba el ángulo de timón y corría por la pared de la ola con el viento casi de través. Cuando la velocidad decrecía demasiado y lo exponía al castigo de una cresta, volvía a descender de manera casi perpendicular. Ni más ni menos se puso a surfear esas olas gigantes con su ketch de16 metros de eslora y 13 toneladas de desplazamiento.

Moitessier, siempre agradecido a esa enseñanza que le permitió salvar su barco y su vida, se fue convirtiendo en leyenda. Es un ocupante seguro del podio entre los navegantes solitarios del siglo XX. Aunque siempre un poco por debajo de aquel cuyo recuerdo le llegó como una luz en la noche cerrada del mar: el argentino Vito Dumas, entre otras cosas inventor de esa técnica para correr los temporales. Sus hazañas podrán ser emuladas pero nunca superadas. En 1931, Dumas –conocido hasta entonces como nadador de aguas abiertas- unió Arcachon, en Francia, con Buenos Aires. Lo hizo navegando solo a bordo de un velero de regatas al que rebautizó LEHG. Llevaba cuatro años abandonado en tierra, resecándose y pudriéndose. Tan desastroso era su estado, y tan inadecuado su diseño para la navegación oceánica, que entre los propietarios del pequeño astillero donde se lo reparó a las apuradas, quedaron como un dicho familiar las palabras escapadas al zarpar ese argentino loco: “mañana va a haber madera en la playa”. Pero el argentino loco atravesó el duro Golfo de Vizcaya, recaló en las Islas Canarias, siguió viaje, cruzó el océano, y al llegar fue recibido por una multitud que coreaba su nombre.

En plena Segunda Guerra Mundial volvió a las andadas. Entre 1942 y 1943, casi en un año y medio, circunnavegó la tierra. Lo hizo navegando al sur de los tres cabos más peligrosos del planeta: cabo Buena Esperanza en Sudáfrica, cabo Leeuwin al sur de Australia, y el Everest de la navegación: el Cabo de Hornos, extremo sur del continente americano. Una zona donde los vientos corren incesantes y salvajes sin extensiones continentales que los frenen. Un cinturón de catástrofes al que los navegantes británicos –dados al whisky pero no a la hipérbole- bautizaron como roaring forties: rugientes cuarenta.

La época no favorecía este tipo de aventuras románticas. Dumas estuvo a punto de ser hundido tanto por aliados como por nazis: ¿qué hacía un tipo solo en medio del mar? ¿Se trataría de un espía asistido por otras embarcaciones? Se salvó más a fuerza de simpatía que don de lenguas. Su barco, el LEHG II, no disponía de motor, tampoco de ningún tipo de balsa salvavidas ni de radio. Debe recordarse que por entonces el radar era una tecnología muy incipiente, reservada a buques de guerra, y faltaban décadas para que se inventara el primer navegador satelital. Las posiciones se lograban tomando alturas de estrellas o de sol –algo sumamente difícil a bordo de una embarcación pequeña- y realizando los correspondientes cálculos. Eso cuando el cielo no estaba nublado, y cuando los rolidos y cabeceos permitían empuñar el sextante con algo de precisión. El resto del tiempo se navegaba por estima. Algo que en nuestra época de GPS portátiles parece de un primitivismo abrumador.

Hubieran bastado su cruce del Atlántico y su vuelta al mundo para ubicar a Dumas al tope entre los navegantes solitarios. Hubo otras hazañas. Dumas las narró en cinco libros: Solo rumbo a la Cruz del Sur, Los cuarenta bramadores, El crucero de lo imprevisto, El viaje del Sirio y Mis viajes. Más allá de la probable intervención de correctores de estilo y editores, Dumas logra no sólo relatos que mantienen en vilo al lector, sino una voz identificable. Esos textos pueden ubicarse sin complejos al lado de los de otros navegantes solitarios como Joshua Slocum, Alain Gerbault o Bernard Moitessier. Y en sus mejores momentos no tienen nada que envidiarles a páginas de clásicos del mar como Herman Melville, Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson. Agotaron ediciones y fueron traducidos. Además, Vito Dumas era un permanente mimado por la prensa, fuera seria o sensacionalista. En años por los cuales ser tapa de la revista El Gráfico era para un deportista como tocar el cielo con las manos, Vito Dumas se vio retratado cuatro veces en ella. Y sin embargo, durante décadas, pese a ser valorado y premiado en todo el mundo, la Argentina lo olvidó.

Rodolfo Petriz logra narrar esta historia en El navegante solitario. Si la ruta por la que Vito Dumas rodeó el planeta fue llamada la ruta imposible, bien podría decirse que éste era el documental imposible. La mayoría de quienes podían dar testimonio –incluido el propio Dumas- ya había muerto hacía años al iniciarse el rodaje. Los lugares por los que Dumas había navegado, en general de muy difícil acceso, hubieran requerido una logística de producción muy compleja y costos altísimos. Petriz hizo de la escasez virtud y de la necesidad acicate para la invención. Su documental es sobrio, equilibrado, eficaz. Como un diseño náutico del viejo Manuel Campos, responsable del dibujo del muy marinero LEHG II. Hay, claro está, testimonios. Su balance entre quienes trataron a Dumas, como su nieto o su sobrino, y personalidades actuales de la náutica argentina –como el popular Hormiga Negra o Gustavo Agra- es un primer mérito. Algunos testimonios son además genuinos hallazgos, como el de Luis Cueto –constructor en tiempo record del Sirio, otro de los barcos de Dumas-, o el de Emilio Villafañe, alumno de la Escuela Popular de Náutica a cargo de Vito Dumas. Villafañe, proveniente de la Universidad Popular de la República de La Boca, naufragó al sur de Brasil con Vito Dumas como capitán, a bordo nada menos que de la goleta Presidente Perón.

Los testimonios de Cueto y Villafañe, además de impresionar casi como presencias fantasmales, que llegan desde un pasado remoto para contar su parte de la historia, introducen, sin bajada de línea, dimensiones sociales y políticas al relato. Si Dumas pudo desarrollarse como navegante solitario fue porque paradójicamente estuvo muy bien acompañado: en la Argentina había un gran diseñador como Manuel Campos, había excelentes constructores como José Parodi –a quien se debe la solidez del LEGH II que atravesó los peores mares del planeta- o Luis Cuento. O sea, una incipiente industria náutica deportiva. Había medios de prensa que brindaban permanentemente al público noticias acerca de Dumas. Había agencias publicitarias que lo requerían para anuncios de vinos, de cigarrillos, de ropa. Se compusieron piezas musicales en su honor, un pasodoble y un tango que en la película se escuchan parcialmente desde una victrola a cuerda. Todos materiales de los que Petriz saca excelente provecho tanto para contar a Dumas como su contexto.

Y en la Argentina, claro, estaba Perón, que practicaba o había practicado equitación, esgrima y esquí, se paseaba en motoneta y probaba prototipos de lancha a motor. Una figura tan popular como Dumas debía atraerlo más allá del rédito de su cercanía. No importaba si el navegante solitario era o no peronista. Su irrupción plebeya en el muy limitado mundo de una náutica hasta entonces oligárquica sintonizaba perfectamente con el nuevo movimiento. No debería sorprender que el General designara a Vito Dumas como teniente de navío de la reserva naval, ni que fundara una Escuela Popular de Náutica para que el dirigiera –y que entonces esa aislada irrupción plebeya deviniera sistema, masa crítica-, o que pusiera una goleta a su disposición. Por supuesto habrá quienes hablen de demagogia, pero podría pensarse que tal señalamiento tiene bastante más de proyección que de justicia. Al fin y al cabo, el abrazo con Vito Dumas resulta coherente con una serie de políticas del primer peronismo: la flota mercante argentina fue por entonces la que más creció en el mundo, y como Perón era consciente de que no siempre habría las mismas condiciones que al finalizar la guerra, con un sobrante inmenso de buques, fundó el más grande astillero de Latinoamérica para producir tanto buques de carga como de guerra: los Astilleros Río Santiago. Acciones, todas, tendientes a ejercer soberanía sobre esa enorme extensión llamada en los mapas Mar Argentino pero abandonada al saqueo y la depredación.

Los honores tuvieron su vuelto. Tras el golpe de Estado oligárquico, la Armada –una de sus principales animadoras- y el yachting de nariz fruncida, le cobraron a Vito Dumas tanta osadía. Lo tildaron de mufa, una forma ingeniosa y cruel de prohibir su nombre, así como se habían prohibido el de Perón y el de Evita. Dejaron de circular sus libros y de revivirse sus hazañas. Dumas fue confinado a un exilio interno similar al de artistas o intelectuales vinculados con el régimen depuesto como Hugo del Carril, Nelly Omar o Leopoldo Marechal.

Un punto importante en el documental es que los testimonios no se limitan a la oralidad. También testimonian los cuerpos con sus vestimentas, con sus posturas, con sus movimientos, con los que los rodea. Algo particularmente notable en el que tal vez sea el testimonio fundamental: el que brinda su biógrafo, Ricardo Cufré, un oficial de la reserva de la Armada, egresado del Liceo Naval Almirante Brown. El director sortea un peligro latente en ese testimonio: que las palabras de Cufré se limitaran a una mera glosa de la biografía, y asumieran el cómodo, pero aburrido, rol de eje. Nada de eso sucede. Cufré cuenta muy bien algunas historias, explica el porqué de la trascendencia de Dumas, pero además oficia de guía. Un guía que se emociona y hace emocionar. Cuando entra por primera vez al LEGH II en el Museo Naval de Tigre, por ejemplo, o cuando muestra el lugar donde naufragó por los malecones del canal de entrada al puerto La Plata. Dos secuencias memorables. Cufré no habla de ese barco acerca del cual tanto ha escrito y con el cual seguramente ha soñado, sino que le habla al barco. Y él, a su manera, le contesta.

Hay también un muy adecuado uso de cartas náuticas y animaciones. Introducen otra textura y permiten a través de medios puramente visuales comprender lo que es navegar entre las olas o quedarse encalmado. Se apela también a una voz en off muy medida, que no acapara ni cierra el relato. Mayormente una voz que lee textos de Vito Dumas. Muy bien elegidos, como el que narra una encalmada en el Océano Índico. Y en algún caso, la propia voz de Vito Dumas grabada en disco. También es cauta la ficcionalización. Resulta destacable la presencia de objetos que pertenecieron al navegante y el trabajo con archivos. Con dos perlas como el noticiero que muestra al LEGH II zarpando de Nueva Zelanda, primero remolcado y luego ya a vela, o el que documenta el abrazo de Vito Dumas con Perón sobre un muelle.

El documental de Petriz viene a restañar una herida –una más de las infligidas por sucesivas dictaduras-, y contribuye a eliminar un verdadero hueco en la cultura nacional. Forma parte de un movimiento reivindicatorio que no lleva demasiados años, en el que se pueden incluir la biografía escrita por Ricardo Cufré, la vuelta a América realizada por Enrique Celesia a bordo de un pequeño velero llamado Vito (y narrada en su libro ¡Orza Vito!), o el propósito de Gerónimo Saint Martin de cumplir la única travesía que Dumas soñó y no pudo realizar: unir Buenos Aires con Nueva York sin escalas en un velero de menos de ocho metros de eslora. Saint Martin ya ha realizado una hazaña de esas imposibles que caracterizaron a Dumas: navegó de Buenos Aires al casquete polar ártico y luego unió éste con Ushuaia y regresó a Buenos Aires. Y lo hizo a bordo de uno de los más populares barcos argentinos: un H20, diseño de Jorge Heguilor ¡de menos de siete metros de eslora!

En la Argentina la náutica sigue sin ser una actividad barata, pero ya no es tan unívoca.  Y hasta la Armada ha reconocido a Vito Dumas, cuyos restos acogió en el panteón naval de la Chacarita. Proliferan los clubes náuticos y agrupaciones que llevan su nombre así como una calle en Tigre. Y la idea de una escuela popular de náutica en el que además de aprender a navegar se concientice acerca de las problemáticas del mar estuvo presente en todas las travesías del ketch La Sanmartiniana. El navegante solitario ya no está olvidado ni tan solo.

 

El navegante solitario puede verse en el cine Gaumont.

 

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