En los canales de cable, la tendencia creciente es el doblaje, una práctica no es tan inocua ni tan democrática como la quieren vender. Al punto que el pionero en eso de hacer que Laurence Olivier suene como Porcel fue Mussolini y Francisco Franco se apuró en seguirle los pasos. Las voces son parte del mundo de experiencias que transmite una película, cuando se las reemplaza hay algo que se pierde.
Federico Fellini no quería que sus películas se pasaran por la tele, diciendo que las imágenes quedaban contaminadas por la presencia de la publicidad, que el drama de un personaje quedaba interrumpido por la propaganda de una mayonesa. Ese odio a la tele quedaría en evidencia en Ginger y Fred, una especie de bacanal rencorosa de la degradación. Woody Allen se había pronunciado en el mismo sentido. Pero ninguno de ellos consideró el mundo posible de tergiversaciones que abre la práctica del doblaje.
Hasta no hace mucho, las películas transmitidas por cable habían quedado al margen de esta costumbre de reemplazar las voces en lengua extranjera por otras que hablen nuestro idioma, o al menos una lengua que se le parezca. Pero la cosa viene cambiando. Ahora a la cada vez más extensa grilla de neveras y aparcajes se ha sumado un canal, Max, que siempre presumió – a veces con razón- de pasar películas de una especial calidad, lo que hace todo más drástico. Y es posible que, para diferenciarse de plataformas como Netflix, la tendencia se vaya agudizando con el tiempo.
La emisión de películas dobladas en la televisión abierta se defendió siempre con el apenas plausible argumento de que llegaba a un público con dificultades en la lectura que, de persistirse en no traducir directamente, no podrían comprender aquello que se les mostraba. Estas razones resultan menos convincentes cuando se habla de canales de cable, que tienen, para bien o para mal, una población de espectadores más familiarizados con el subtitulado. Con lo cual la decisión no parece sostenerse en un pedido del público sino en una forma más de manipulación de lo que se emite por estos canales.
Hasta ahora, y aún en lengua original, se podía leer un cartel autoincriminatorio antes del comienzo de la película. “Este film ha sido modificado para que su contenido sea apto para todo público”. En otros tiempos, esto se llamaba censura, algo que también pasa con la costumbre del blurreo sobre las desnudeces de los protagonistas cuando se emiten los films en horario de protección al menor. El punto más culminante de este absurdo se da en las películas pornosoft que se emiten de madrugada y en las que se borronean sólo penes y vaginas, permitiendo la libre exhibición de otras zonas erógenas.
Es interesante hacer el rastreo de la práctica de sustituir las palabras extranjeras por las propias. Uno de los antecedentes más importantes es la Ley de defensa del idioma, promulgada por Benito Mussolini en 1938 y que obligaba a que todo se dijera en italiano, lo que dio como resultado, entre otros disparates, que Batman pasara a ser conocido como “L’uomo pipistrello”. Esta defensa de la pureza de la propia lengua sirvió de inspiración al franquismo, responsable de promulgar en 1941 una directiva que convertía al doblaje en obligatorio y que, pese a haber sido derogada hace muchísimo tiempo, sigue vigente en los usos y costumbres de la exhibición de películas en España. Incluso forma parte del imaginario del cine, baste recordar que el personaje de Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios es una actriz que se dedica a doblar películas.
Esto es simplemente una hipótesis, pero no es descabellado imaginar que las malas traducciones habituales en España se vinculan con los tantos años de escuchar voces extranjeras como si fueran propias. Tal vez esta cerrazón para armar una cultura abierta, en la que se tenga que tratar de entender lo que viene de afuera, sea una de las más pesadas herencias culturales del franquismo. Con todo lo que se pueda discutir al respecto, la nuestra es una cultura de traducción y sabemos cómo sonaban las shakespereanas voces de Laurence Olivier, de Sir John Gielgud o de Orson Welles, y hemos escuchado en directo la ronquera de Al Pacino y hasta ese farfulleo casi incomprensible con que trata de expresarse Michael Douglas. Para no hablar de esa profunda melancolía que se desprende de las entonaciones tristonas de Marcello Mastroianni, aún cuando hace comedia.
Hay otra cuestión vinculada al doblaje que no tiene que ver únicamente con la pérdida. No estando el texto original, es mucho más simple modificar contenidos, aplacar momentos irritantes, cambiar frases que resulten inadecuadas para algunos. ¿Cuántos fuck you, motherfuckers y vaffanculos se perderán por el camino? ¿Cuántos parlamentos complejos, como los del capitán Kurtz en Apocalipsis Now, quedarán reducidos a un par de líneas predigeridas? ¿Cuánto falta para que aparezca Marlene Dietrich entonando en perfecto (o algo así) español :”Soy tuya, mi rey, de la cabeza a los pies”, donde toda lascivia quede suplantada por el requiebro coqueto de una buena esposa.
“Quienes defienden el doblaje razonarán que lo mismo se le puede objetar a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el injerto arbitrario de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Katharine Hepburn no es intrascendente; es, para el mundo, uno de los atributos que la definen”, planteaba Borges en un artículo publicado en 1946.
Por supuesto, nada de esto le importa a Max que practica el deporte empresarial de la profecía autocumplida para sostener la posición más retrógrada. Ya en su momento, Cinecanal había emitido un comunicado al respecto:: “Creemos que esta mejora impactará positivamente en el rating y share del canal. Actualmente el cable está creciendo y hay audiencias con mayor acceso al mismo. Estos nuevos segmentos que se encuentran en aumento, son la población de más de 49 años y los segmentos emergentes, ambos, interesados en contar con contenido en español”.
Vaya uno a saber en qué se basarán estas presunciones, pero, aun si fueran ciertas, no alcanzan para sostener una decisión de esta naturaleza. Seguramente ese mismo segmento emergente debe preferir ver películas sin publicidad o que no se emitan siempre las mismas pero nada hará que les den ese gusto.
Tenía razón Fellini, en la ensalada de los idiomas intercambiables, el cine se queda sin magia.