En un mundo que cambiaba de rostros y de rumbos, Sergio Leone juntó a Bertolucci, Dario Argento, Jason Robards y Claudia Cardinale para filmar lo que sería el más brillante homenaje a los westerns clásicos y a la vez su clausura. Considerada la primera película posmoderna, supo cómo entrar en sintonía con una época en mutación.

París era un hervidero en aquellos días. De un lado los estudiantes, del otro los policías. Según Pier Paolo Pasolini, eran los hijos de la burguesía enfrentados a los hijos del proletariado. La Francia de la V República parecía sucumbir ante algo inesperado, totalmente fuera de libreto: La Sorbona ponía de rodillas de Charles De Gaulle. La imaginación al poder, en mayo de 1968.

Había tiempo, sin embargo, entre barricada y barricada, para que la vida siguiera su curso. Y la vida, por fuera de la protesta, pasaba por ir al cine. Justamente, en esos días, y solidaridad con los estudiantes, se había cancelado el Festival de Cannes, el más convocante del mundo. Tres meses antes, fueron los cineastas franceses los que de algún modo prendieron la mecha que explotaría en Nanterre, cuando salieron a la calle contra el putsch de André Malraux, el ministro de Cultura, que pretendía desbancar de la Cinemateca Francesa a Henri Langlois, padre protector de los cineastas de la Nouvelle Vague.

Para cuando la protesta estudiantil ganó las calles y Godard y Truffaut boicoteaban Cannes en apoyo al movimiento universitario al precio de dinamitar su legendaria amistad, terminaba el rodaje de una película que sería un éxito de taquilla descomunal en el país donde habían temblado los cimientos de la Europa de posguerra. Aun hoy figura entre las diez películas más taquilleras en Francia, con casi 15 millones de entradas vendidas. Un western que tuvo, entre sus adeptos, a muchos de los jóvenes revoltosos del mayo galo, como señaló Christopher Frayling, biógrafo del director del film. El director era un rubicundo romano llamado Sergio Leone. La película es Érase una vez en el Oeste.

Que hubiera avidez por ver una película de Leone no era una sorpresa. Apenas dos años antes había culminado su Trilogía del dólar con El bueno, el malo y el feo, y un nuevo spaghetti western del director era convocante. Más si quería darle una vuelta de tuerca a las películas que había hecho con Clint Eastwood. La trilogía había comenzado en 1964 con Por un puñado de dólares, que le valió un juicio por plagio de parte de Akira Kurosawa, ya que el primer western de Leone era muy similar a Yojimbo, de 1961. De hecho, ambas historias de un forastero misterioso que llega a un pueblo y opera contra dos bandas rivales, deben mucho a uno de los pilares de la novela negra norteamericana: Cosecha roja, de Dashiell Hammet.

Todo comenzó a fines de 1966, cuando Leone coincidió en una proyección de El bueno, el malo y el feo con un joven cineasta de 26 años, Bernardo Bertolucci, y un crítico de cine de la misma edad, con ansias de dirigir: Dario Argento. Comenzaron a charlar y Bertolucci, sin perspectivas de trabajo a futuro, alabó los encuadres de Leone en la trilogía que, según él, le recordaban a John Ford. “Muchos toman a los caballos de costado, tú los muestras de atrás”, le dijo. Leone vio algo en la perspicacia del futuro director de El conformista y le propuso elaborar un guión, tarea a la que se sumó Argento.

Por primera vez, Leone iba hacer una película con una fuerte presencia femenina. En rigor, no quería hacer otro western: ya tenía en mente la colosal Érase una vez en América, ambientada en la Nueva York de la Ley Seca. Pero la Paramount impuso una condición que luego no cumplió para financiar la historia de mafiosos judíos: un nuevo spaghetti-western como paso previo.

El director sabía que tenía que hacer algo totalmente diferente a la trilogía. De allí que convocase a los protagonistas de El bueno, el malo y el feo, esto es, Clint Eastwood, Eli Wallach y Lee Van Cleef. Los tres creyeron que habría un nuevo film con el director. Leone los desilusionó: “Tengo un guión nuevo, y al comienzo hay tres cowboys a los que mata uno de los protagonistas de la película. Pensé en ustedes para esa escena, son cinco minutos de película”. El trío más mentado del western más famoso de los 60 huyó despavorido de una idea que recién consumó Wes Craven en 1996 con Scream: la muerte de una estrella, en su caso Drew Barrymore, al comienzo mismo de la película.

Como se sabe, es uno de los protagonistas de Érase una vez en el Oeste quien mata a ese trío, en una secuencia de títulos para la cual Ennio Morricone no escribió música: el sonido ambiente iba a ser el soundtrack. Hablar de Morricone y de la banda sonora del film es un capítulo aparte. El habitual compositor de Leone experimentó con leitmotivs para los cuatro personajes, un tema para cada uno, todos contrastantes, que se fusionan cuando interactúan los protagonistas. De allí que se hablara de una ópera al estilo de Puccini ambientada en el Far West (no por nada, Puccini había compuesto La fanciulla del West más de medio siglo antes). Y esa ópera se ambientó en el escenario natural de los spgahetti-western: Almería, en el sur de España.

Aunque Leone se permitió una licencia: filmar escenas en Monument Valley, en el límite entre Arizona y Utah, para que se vieran en pantalla las rocas características de las películas de John Ford. Porque Érase una vez en el Oeste resultó ser un western sobre el western como género al citar películas clásicas en su puesta en escena: desde The Searchers hasta Shane, pasando por A la hora señalada e, incluso, El bueno, el malo y el feo. Por eso, Jean Buadrillard pudo decir aquello de que se trataba de la primera película posmoderna de la historia del cine.

Recordemos la historia, ambientada varios años después del fin de la Guerra Civil, con la expansión de la red de ferrocarril como telón de fondo. Harmónica (Charles Bronson), busca a Frank, el matón personificado por el cowboy con más cara de bueno de la historia, Henry Fonda, aquí convertido en un villano. Habrá que esperar casi tres horas de película para saber la razón de la venganza. En el medio se cruzan Jill (Claudia Cardinale) y el bandolero Cheyenne que personifica Jason Robards, para completar el cuarteto protagonista.

Así como Leone parafraseó unos cuantos westerns, el mundo de su película sirvió para algo similar en Volver al futuro 3. Está la presencia del ferrocarril, sí. Pero hay más. Los antepasados pelirrojos de ia de Marty McFly remiten a los McBain; la gabardina larga del Doc Brown es idéntica a la de Cheyenne; el saloon es similar en ambas películas y, sobre todo, la panorámica del pueblo está calcada del fenomenal plano secuencia en el que Leone hace bajar del tren a la Cardinale y atravesar el pueblo bajo la majestuosa música de Morricone.

El tren no es un elemento menor en la historia. Si en El hombre que mató a Liberty Valance Ford planteó la historia de los Estados Unidos a partir de dos modelos de organización (a la fuerza, como John Wayne; o a través de la ley, como James Stewart), Leone va más allá: el modelo es a través de la expansión ferroviaria o, dicho de otro modo, del capitalismo. Ahí es donde entra el personaje de Mister Morton (no cualquier apellido), que financia al bandolero Frank para que le limpie el terreno de fincas que impiden el paso de las vías.  O sea, el capitalismo trae, en teoría, soluciones, aun al costo de pisotear algunos derechos preexistentes (la masacre de los McBain en la entrada en escena de Frank). Era un metamensaje que en la Francia post-68 no podía pasar desapercibido. El símbolo de ese Oeste que va quedando atrás es, claramente, Cheyenne. Por eso el destino final, crepuscular, que el guión le depara al personaje de Robards.

La película funcionó, pero más en Europa que en Estados Unidos. Ningún estudio se comprometió a financiar Érase una vez en América y por eso Leone debió volver al spaghetti-western en 1971, cuando filmó Giú la testa, su último opus antes de dedicarse más de una década a preparar la colosal película sobre gansgters judíos en la Ley Seca.

Cuando en 1984 llegó la hora de Érase una vez en América, quedó inmortalizado para siempre el plano final de De Niro en el fumadero de opio; a la postre, la última imagen de una película de Leone, que no volvió a dirigir más (murió en 1989, en plena preparación de una película sobre el sitio de Leningrado). Muchos años antes, en 1968, la cámara toma a Claudia Cardinale que se acuesta en la cama y la enfocan desde arriba, en un plano simétrico al de De Niro dieciséis años más tarde. Borges decía que un escritor es el que determina la grandeza de sus precursores, más que ser prefigurado por sus influencias. Leone logró algo similar consigo mismo al citar en el último plano de su última película un plano tomado de una película propia que parafrasea a todo un género.  En el medio, entre 1968 y 1984, pasaron los estertores del mayo parisino, la represión de los 70 y el cambio de paradigma económico, que mutó del estado de bienestar al modelo neoliberal. Los de entonces, incluso el que parafraseó un plano propio, ya no era los mismos. O tal vez sí, y a través de esa simetría hubiera un guiño cómplice.