Socompa publica, como anticipo exclusivo, la presentación y el primer capítulo de “Pensami e amami”, el nuevo libro de la abogada y escritora Claudia Cesaroni, una saga familiar entre Italia y la Argentina.

Cuándo comienza a escribirse un libro? ¿Cuándo, el deseo, se hace escritura? Tengo una respuesta para estas preguntas, y se la robé al enorme periodista e investigador Rogelio García Lupo. Alguna vez le leí decir que cuando los papeles, anotaciones, copias de expedientes, fotos, legajos y libros sobre un tema se amontonan en cajas, escritorios y estantes, es hora de sentarse a escribir. Así lo hice cada vez que eso me sucedió. Así escribí libros sobre cárceles, sobre hechos brutales del pasado reciente, sobre una experiencia militante, personal y colectiva, sobre niños con sus padres presos.

Claudia Cesaroni.

El punto es que, en este caso, además de documentos e imágenes, se amontonan olores, sabores, risas, palabras, secretos, viajes al origen, acentos, recetas guardadas como tesoros, la sangre que me corre por las venas. Soy yo, de niña, escuchando hablar un idioma que no termino de entender. Es mi padre, las mañanas de domingo, haciendo fuentes de frappe que descubro al despertar pero huelo antes, semidormida.

Son unos días, quizá solo un día al año, el último de los días de cada año, en que somos aquello que más nos gusta ser: una familia ítaloargentina, reunida en una casa grande, en una localidad pegada a las vías del tren de un partido del sur del conurbano. Comemos, bebemos, corremos y gritamos los más chicos, que a los pocos años ya dejamos de serlo y cuidamos a los nuevos, a los hijos de los hijos de los hijos, a las hijas de las hijas de las hijas. Nace ahí, quizá, esos 31 de diciembre en la calle 25 de mayo 25 de Bernal, el deseo de contar.

O tal vez en junio de 1990, unos meses después de la muerte de mi padre, cuando llego a Roma y escribo en mi agenda: Llegué, viejito. O muchos años después, cuando ya soy abuela, vuelvo a Roma y visito la casa donde vivieron ellos, y llevo a Franco y a Silvano chiquitos en una foto, para que vuelvan a su hogar.

O en esa reunión familiar en la que los primos mayores traen cartas y notas del nonno, y descubro una en la que le dice palabras bellas a la nonna, y se despide pidiéndole que lo piense y que lo ame.

O cuando me entero de que debió dejar su país por ejercer la solidaridad sin medir las consecuencias, y me encuentro orgullosa entre quienes nos reconocemos en esa herencia.

Quizá el deseo nazca, otra vez, de la necesidad de reunir piezas de un rompecabezas. Somos herederas y herederos de un hombre y de una mujer valientes, de dos personas locamente enamoradas. Hemos aprendido que preparar el alimento es un modo de amar. Coraje, pasión y cocina ¿cómo no intentar contarlo?

Eso es Pensami e amami.

Un intento de ofrenda, especialmente para Orietta, Liliana, Franco, Silvano, Jorge y Luana. Y para cada uno y cada una de quienes andamos por el mundo llevando un poquito de Ada y de Umberto y de Olga. De esa tríada elijo tomarme para contar.

Al final, como hacía Orietta cada vez que comíamos sus delicias, voy a preguntarles: “¿Y? ¿Cómo está?”

Esperando, claro, siempre, una sola y misma repuesta.

Ojalá les guste también, ojalá esté rico para ustedes.

 

Ada y Umberto, el encuentro I

Roma, octubre de 1909

Vederti, udirti, e non amarti… umana cosa non é. 1

Pellico, Francesca da Rimini

 

 

Biografía

 ella pasa como un equilibrista

por el largo escenario de la tarde

ella deja que la moje la lluvia

que le toque su corpiño lleno de calor

ella sale al encuentro de la esquina del sueño

a cumplir la cita con los viejos fantasmas

ella tiene coraje cuando espía al traidor

al que se pone el guante

ella bebe despacio su pasado

en el bar de ventanas

por las que a veces entra la locura

ella se pone suave

y me ayuda con su pecho mullido

a vivir el amor muy tiernamente

ella escribe conmigo

y se desnuda en silencio

ella

la vida

se ha puesto

la capelina roja

y anda suelta en el clima

Roberto Jorge Santoro 2

 

Umberto corría bajo la lluvia cargado de papeles y de libros que a duras penas lograba proteger del agua, después de dejar una carpeta con sus antecedentes en el Ministerio de Economía y Finanzas, en busca de trabajo. Había salido temprano de su casa y llevaba un paraguas porque sabía que antes de ir al Ministerio, pasaría por la librería a buscar alguna novedad: un libro sobre política, o quizá algún clásico recién llegado. Finalmente, se había comprado una obra de teatro de Pirandello y reservado una edición de La Guerra y la Paz de Tolstoi que le habían recomendado. Después pensaba encontrarse con sus amigos. Corría, pero se detuvo, como si una fuerza superior lo hubiera frenado. Se trataba más bien de una muchacha que hacía malabares para cruzar la calle Volturno, totalmente inundada, con su paraguas irremediablemente arruinado por el viento. Lo que detuvo a Umberto fue la sonrisa de Ada, que le iluminaba el rostro y le impedía, porque era casi carcajada, resolver el cruce sin empaparse más de lo que ya lo estaba. Entonces, él se olvidó de cuidar su libro y sus papeles, mucho menos su traje, y se acercó, la protegió con su paraguas todavía entero, y le ofreció el brazo para que ella se tomara de él y cruzara segura.

A Ada le gustó ese muchacho no muy alto que la miraba como si la conociera desde siempre, pero a la vez con una seriedad de otro mundo, y no dudó: aceptó paraguas, brazo y cruce de a dos. Ella sonriendo, él grave, llegaron del otro lado de la calle, se presentaron, cambiaron señas, y quedaron en volver a verse alguna vez. Ese día de otoño, lluvioso y en medio de ese viento frío, con sus dieciocho años estrenados hacía poco, Umberto supo que esa mujer lo acompañaría hasta el fin de sus días, y que nunca querría dejar de mirarla directo a sus ojos claros y a su boca. Ada decidió que su mejor sonrisa sería siempre para él, que muchos años después, poco antes de morir, recordaría esa tarde:

 Te conocí amor a los dieciocho años

Plena de encanto y de melancolía.

Y al recordarlo vuelvo a ver la estrella

Que condujo y guió mi vida.

La perfección de tu bello cuerpo

Tu voz divina, cálida, amorosa

El paso veloz de gacela

La boca dulce de sabor a rosa.

Son muchas las alegrías de mi corazón

Y el porqué de mi gran amor.

Ahora estoy viejo y lleno de dolencias

Pero con el corazón firme y pleno de amor

Como cuando te vi la primera vez

Como cuando embrujaste mi corazón

En el que quiero tenerte fuerte, fuerte

Hasta el día en que llegue la muerte

                                                     Umberto

 

Ada era hija única. De familia genovesa, había nacido el 2 de enero de 1891 en Roma. Su madre, una hermosa pelirroja llamada Francesca, falleció de modo trágico a poco de darla a luz, con apenas dieciocho años: Una tarde, mientras cuidaba a la pequeña Ada, su cuñada llegó gritando de la calle: “¡Murió, murió!”. O se expresó mal, o Francesca entendió lo que no era: que su marido, Luigi, había sido atropellado por un carruaje. El susto le provocó un síncope, y fue ella la que murió súbitamente. El muerto no era su marido, pero la tragedia ya había sucedido.

Ada creció sin mamá, al cuidado de unas tías un poco severas, de las que se escapaba persiguiendo por la calle a los organilleros, hasta que su padre, Luigi De Leo, volvió a casarse con una mujer que la crio amorosamente.

Bernal, 1940.

Umberto había nacido en Roma. Su familia era de Bomba, una pequeña ciudad con unos tres mil cuatrocientos habitantes, ubicada en la provincia de Chieti, en los Abruzzos, en la mitad de la bota itálica. Era un poco menor que Ada, que por esa diferencia de edad le decía mio ragazzino (mi niñito, o muchachito). Hijo de Luigi y de Annita Giancaino, nació también en 1891, pero varios meses más tarde, el 24 de setiembre. Tenía tres hermanas: Antonia, Candida y Olga. Cuando Olga cumplió diez años, el 28 de diciembre de 1909, Umberto le prometió llevarla a comer castañas y a pasear por el centro de la ciudad. Aprovechó la ocasión e invitó a su novia a acompañarlos. Ada ese día conoció a la niña que, años después, sería la Zia que se ocuparía de criar a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Esa tarde helada de diciembre apenas intercambiaron palabras. Una, porque Ada y Umberto solo se ocupaban de mirarse embelesados; otra, porque Olga era tímida, y no le gustaba mucho el espectáculo de ver a su hermano adorado hecho un tonto por esa muchacha. No era la primera vez que conocía a alguna chica cerca de Umberto pero, como él, supo que esta sería la última.

Ada y Umberto formalizaron su noviazgo. Hubo comidas en casa de uno y de la otra, y sus familias aceptaron complacidas a la pareja. Umberto se había recibido con excelentes notas como ragioniere (contador), y ayudaba en el negocio de alimentación que regenteaba su padre, de cuya caja a veces se llevaba algunas liras para sostener sus otras pasiones: el periodismo y la militancia política. O, más bien, el periodismo al servicio de las ideas socialistas que abrazó desde adolescente. Garabateaba sus escritos donde fuera posible: en las libretas de las cuentas del negocio paterno, en los márgenes de los libros que leía con voracidad, en los diarios que compraba en sus recorridas por la ciudad. Escribía artículos sobre la situación nacional, analizaba los cambios que se producían en el resto del mundo y se entusiasmaba con difundir las ideas del socialismo que avanzaban a paso firme por Europa. También escribía poemas y notas a su amada, una costumbre que mantendría durante toda su vida. El tiempo de noviazgo sería muy corto, todo estaba por hacerse y había que hacerlo rápido. Ada le había dado a Umberto la foto que se había sacado en Via Volturno un rato antes de que un chaparrón los uniera. Se destacan sus ojos gris verdosos, no su sonrisa. Quizá un cierto modo de sonreír de Ada, ese que vemos en tantas otras fotos, haya nacido aquella tarde de lluvia. Umberto le había regalado a ella un retrato suyo, en el que le decía, como lo haría siempre, palabras amorosas.

1 Verte, oírte, y no amarte… no es cosa humana

2 Poeta argentino, secuestrado y desaparecido el 1 de junio de 1977 en Buenos Aires.

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