De los hermanos Marx a Roland Barthes, del cine de terror al terror real, el universo que recorre Eduardo Grúner en Iconografías malditas es tan fascinante como ilimitado. En ese periplo va descubriendo nuevas de formas de entender el arte y, aunque no lo diga de manera explícita, de la política.
[I]conografías malditas, imágenes desencantadas. Hacia una política“warburguiana” en la antropología del arte (2017) se llama el último libro del sociólogo Eduardo Grüner. Ensayista, docente, crítico cultural y polemista, co-fundador de las revistas Sitio, Cinégrafo y El Rodaballo, y miembro del Comité editorial de Conjetural, SyC y Confines.
Este texto viene a sumarse a una vasta producción de libros, entre los que se pueden mencionar: Un género culpable (1995), Las formas de la espada: miserias de la teoría política (1997), El sitio de la mirada. Secretos de la imagen y silencios del arte (2000), El fin de las pequeñas historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico (2002), La cosa política o el acecho de lo real (2005) y La oscuridad y las Luces (2010). La enumeración tiene sentido ya que el autor continúa y amplía en este nuevo libro una reflexión y una conversación desarrollada en algunos de los textos mencionados. Sobre todo en El sitio de la mirada, un ensayo que permite pensar una concepción estética que nos ayude a revisar una teoría sobre la Modernidad. Esta continuidad se hace presente, por un lado, a partir de las intenciones y los fines y, por el otro, a partir de los procedimientos. Comencemos por el final; y nos referimos a procedimientos en la medida de que reconocemos el collage, el montaje de textos y autores absolutamente heterogéneos y la argumentación por el ejemplo, al decir de Chaïm Perelman. De esta manera, si en El sitio de la mirada, Grüner trabaja desde una perspectiva y una decisión transdisciplinaria –esto es pensar los conceptos de un campo o una disciplina en otro, no en su aplicación–, en Iconografías malditas, imágenes desencantadas, esa lógica constructiva se presenta a partir del concepto de “trans-esteticidad de las imágenes”. Esta idea –pasolineanamente pensada– es la historia del arte en tanto “campo de batalla” y una toma de posición en esa circunstancia. La trans-esteticidad es un concepto que atraviesa todo el texto y para el cual el autor ensaya diversas definiciones o acercamientos. Propone “la política del intervalo” para afirmar que “…hay un mundo fuera de la pantalla”, “un fuera de campo” y “un fuera de texto” señalando la dimensión histórica-política del arte.
Así Iconografías… está organizado a partir de diferentes intervenciones, artículos, apuntes de clases, conferencias, etcétera. (El libro tiene nueve trabajos que se encuentran anudados a partir de frases inacabadas que dan título al capítulo siguiente). Es evidente la lógica de transversalidad en Iconografías… que lo vinculan con la política “warburguiana” propuesta desde el subtítulo y que da cuenta de la mayor preocupación y objetivo del texto: examinar las imágenes y sus múltiples (re)presentaciones en clave de una “antropología conflictiva de las imágenes”, siguiendo a Carlo Severi. De allí que, aunque cada uno de los textos está perfectamente organizado en un índice, proponga puntos de fuga. Nos referimos, por un lado, a una invitación a pensar, a discutir contra la certeza y con la certeza de una imposibilidad: la de cerrar debate alguno y, menos aún, a cristalizar una teoría estética y una antropología del arte. En el film Tokio–Ga (1985), homenaje de Win Wenders a Yasujiro Ozu, el director afirma que su par japonés nos invita a “que revisemos nuestras expectativas”. A propósito de ello, en el caso del libro de Grüner, agregaríamos una incitación a la curiosidad y, en esa dirección, es posible leer la “política warburguiana” a la que se refiere el autor y que trabaja a favor de lo incompleto, de la semiosis infinita. Precisamente en el primer texto del libro, “De íconos y contorsiones”, Grüner analiza el trabajo de Warburg (parte de su tesis doctoral) sobre el cuadro “El nacimiento de Venus”, de Sandro Botticelli. En esa imago renacentista, “La contradicción entre las dos direcciones del viento no es más (ni menos) que la expresión formal de un conflicto irresoluble entre la Belleza y el Horror que finalmente no deja de ser constitutivo de esa greco-latinidad que supuestamente ‘renace’ en la época” . Y para explicarlo –en un nuevo ensortijamiento warburguiano– Grüner vincula “La belleza serena y etérea, enmarcada por la ondulación simétrica de rizos dorados, del rostro de la Venus de Botticelli” con el ritual de la serpiente de los hopi, pueblo indígena de Nuevo México. Efectivamente, ese trabajo de campo con el propósito de estudiar un viejo ritual funciona como un giro metodológico para comprender la fuerza de las imágenes. En ese sentido, las katchinas quizás sean el objeto por antonomasia para pensar la “política warburguiana” a la que se refiere Grüner. (Así en lengua hopi, la palabra qatsina literalmente significa “portadora de vida”, y puede ser cualquier cosa existente en el mundo natural. Una katchina incluye casi todo, desde un fenómeno natural hasta una cualidad).
El arte como campo de batalla
Por todo ello y siguiendo la idea que propone en el prólogo, en el que considera el arte como un “campo de batalla”, este libro puede ser leído como una ampliación de ese campo, porque pone en crisis y desestabiliza en cada uno de los textos que lo componen –una vez más– las nociones de arte y de cultura. También podría pensarse como una novela de aventuras, pero como señala Georg Simmel como una “aventura aventurosa”, en oposición a la aventurera, sin más meta que la polémica, la discusión y el placer de asomarse al mundo y conocer al Otro. Y en ese gesto descubrimos una política warburguiana. La cual se traduce, en el caso de Aby Warburg (1866-1929), en una producción ensayística escasa que, sin embargo, basta para explicitar su experiencia con las imágenes. Establece su método a partir de la relación con objetos de lo más heterogéneos; verbi gratia: bestiarios, fotos de prensa, alfombras, santorales, dibujos metafísicos, postales, materiales astrológicos, sellos, panfletos, carteles publicitarios, recortes de periódico, etcétera.
De modo que esa política warburguiana, pone de manifiesto un método complejo y omnívoro basado en una acción curiosa e incesante actividad de investigación, en el sentido más amplio. Grüner declara esa deuda con Warburg y, al mismo tiempo lo politiza. Si bien es cierto que Warburg no tuvo una relación o actividad con lo que denominamos comúnmente política, comprobamos en su biografía un gesto político determinante cuando, siendo descendiente de banqueros judíos de Hamburgo, vendió su derecho de primogenitura por una biblioteca. Ese fue el comienzo del Instituto y la realización incompleta del Atlas Mnemosyne (1924-1929).
¿Qué leemos en los trabajos que componen Iconografías…? Una decisión y una convicción contra la sacralización del arte, contra lo canónico basado en una historia del arte estetizante, contra el esteticismo sentimental, contra un formalismo vacuo. ¿Y cómo amplía el campo de batalla? A partir de la elección de objetos diversos, de autores, de artistas, de textos y de la heterogeneidad. No hay declaración de guerra ni gestos enfáticos, su propuesta consiste en dinamitar con hospitalidad y mediante un corpus de análisis que se constituye con obras, artistas plásticos, escritores, diferentes disciplinas y la invitación cómplice a mirar. Dice Grüner, “se trata de un ensayo ‘proto-wargburguiano’ que parte de ciertas contigüidades inesperadas entre imágenes (pictóricas, cinematográficas y también ¿por qué no?, “’mágenes literarias’) para intentar producir preguntas…”.
Así, en relación con esas contigüidades inesperadas entre imágenes proponemos una enumeración incompleta que solo abarca en este caso el cine: Pier Paolo Pasolini, Sergei Einsenstein, Bernardo Bertolucci, Lucchino Visconti, Gilo Pontecorvo, Orson Welles, Hitchcock, Buster Keaton, los Hermanos Marx, Stanley Kramer, Claude Lanzmann, Harum Farocki y el enfant terrible John Cassavetes, que se convierte en una referencia en tanto creador de “Imágenes sismográficas”, que permiten volver a Warburg, y también a Benjamin y a Freud.
Entre peripecias y naufragios
Si mantuviéramos la posibilidad de una lectura en clave de aventura, Grüner no nos priva de peripecias y de naufragios. Por ejemplo, nos convoca a ver La lista de Schlinder o La vida es bella, para seguir discutiendo sobre Auschwitz, la Shoa y el Holocausto y las formas de representación. Como afirma Hans Blumenberg “(…) el naufragio es una suerte de ‘legítima’ consecuencia de la navegación, mientras que el puerto felizmente alcanzado o la apacible bonanza son sólo un aspecto engañoso de una tan profunda problematicidad” (1995: 17). A ello se suman las referencias a un sinnúmero de pinturas, esculturas, fotografías que proponen una concepción de la investigación sobre imágenes como una caja de resonancias que –indudablemente– ponen en tensión las diferentes disciplinas y saberes. De este modo Iconografías… se inscribe en el giro icónico para dialogar con John Berger, Rosalind Krauss, Georges Didi-Hubermann, Carlo Guinzburg, Carlo Severi, Peter Burke y Serge Gruzinski, entre otros.
Un dato insoslayable es cómo se coloca a los textos literarios o la Literatura en contigüidad con otras artes. Para ello apela a Theodore Ziolkowski y su magnífico ensayo Imágenes desencantadas (Una iconología literaria), de quien Grüner confiesa el “préstamo compulsivo” del título con “una módica reducción”. En el ensayo de Ziolkowski, las imágenes son concebidas desde la literatura y el psicoanálisis, y se pone en juego la literaturidad de la literatura, en las narraciones infantiles y no tanto. Grüner señala esas recurrencias e insistencias en la cultura occidental: el tema del doble e, incluso, retratos encantados y espejos mágicos que ayudaron a conformar lo siniestro freudiano y el horror en sus diversas manifestaciones. El autor explicita su forma de trabajar, de “hacer serie”. De allí que nos remita al terror de Drácula, de Frankenstein a los zombies, del terror-terrorismo del Leviatán de Thomas Hobbes, considerando a Francisco Goya, Franz Kafka hasta el Holocausto. E incluso el terror en la actualidad, un Terror global basado en el “ocularcentrismo” , “una nueva ‘máquina’ de totalitarismo visual/informático/comunicacional”, de belicosa actualidad. A propósito de ello, afirma: “El terror es una condición de la existencia moderna” (62), para volver a dialogar con Freud. Aquí, como en la mayoría de los ensayos la “teoría crítica” de la Escuela de Frankfurt es el bajo continuo.
En la decisión de abrir cuestionamientos, Grüner nos transmite su preocupación por la relación entre el arte y la política, ya no solo a través de la reflexión benjaminiana sino en su reactualización con ejemplos precisos como el del “velo islámico”. El Frente de Liberación Nacional argelino ordena quitarse el velo a las mujeres islámicas: “(…) ausente está más presente que nunca” (28). Se refiere a ello como una “intermitencia iconográfica” (28), que genera indistinción e invisibilidad de la mujer argelina para el invasor francés y produce una liberación del velo. O también, el arte callejero en una reflexión sobre El Siluetazo “como intento de representación de lo desaparecido”. O, el análisis de la figura de Ernesto “Che” Guevara y el Cristo copto, a partir de la foto de Freddy Alborta y la posibilidad de pensar a partir del punctum barthesiano y el trabajo de Mariano Mestman. Y no digo más, como añadiría El Quijote.
Esa relación entre la obra de arte y la cultura en sentido antropológico convierte a Iconografías… en un libro metodológico sustentado en la proliferación de textos (escritos, imágenes, música) y de ideas a partir de constelaciones, conformaciones culturales que buscan derribar fronteras entre campos específicos.
Iconografías malditas, imágenes desencantadas. Hacia una política“warburguiana” en la antropología del arte ha sido publicado por la editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (EUFyL) y está incluido en un catálogo al cuidado de Guillermo Saavedra.