“No se puede hacer más lento” fue el latiguillo con el presentaba sus asombrosos trucos con una sola mano que manejó como nadie los naipes mientras no cesaba de contar historias. En esta entrevista, René Lavand habla de magia, pero también de literatura y de música y de las débiles fronteras entre la realidad y la ficción.

René Lavand cuenta con una gran ventaja: sabe hablar. La lengua es quizá su principal instrumento, pero hace creer que su fuerte es otro y que es mejor prestar atención a lo que sucede entre él y los naipes. Mientras tanto, su elocuencia, su saber decir, hace el trabajo principal y envuelve al público con las historias de un trotamundos y de un poeta, unas narraciones que consiguen la necesaria hipnosis en que todo puede suceder. Tiene 82 años, se queja un poco de la cantidad de entrevistas que ha tenido que conceder durante su estancia en Gran Canaria, pero acepta encantado la propuesta de conversar antes de sus dos actuaciones en la isla, anoche en Carrizal y hoy en el Auditorio de Teror.

Carlos Herrera, columnista de ABC, decía hace unas semanas  que a usted, más que faltarle, le sobraba una mano.

—Sí, que no soy manco, sino que me sobra una mano. Fue muy elegante al decir eso y me gustó mucho, aunque no sé si será tan así. Lo cierto es que me fui adaptando y logré lo que logré.

—¿Cómo empezó con esto de las cartas?

—Yo tenía siete años y un amigo de mi padre, aficionado, me hizo un juego que me impactó y quizá esa fue la primera inyección que recibí en mi vida.

—Fue por imitación entonces. ¿No ha acudido a ningún maestro ni academia de magia?

—No hay maestro, ni libro, ni academia que le enseñe a usted a prestidigitar. Aunque no es el término exacto, ya que yo en lugar de prestidigitar lentidigito. Nadie enseña técnicas para una sola mano, así que tuve que convertirme en autodidacta.

—Tiene alguna vocación literaria, porque más que hacer trucos de magia, sus espectáculos son grandes narraciones de historias.

—Me gusta mucho la música y la literatura. Aunque no soy un gran lector, sí sé leer bueno. Es como decía Borges, con el «Quijote» y la «Divina Comedia» no se precisa más. El asunto es discernir después.

—Se nota su gusto por la poesía.

—Sí, claro que me gusta. Y todo eso ha hecho que yo creara un estilo por sinestesia: sentir involuntariamente la influencia de los grandes, como Beethoven y Mozart. La música es el equilibrio armónico de los sonidos y de los silencios. Yo hago gala de mis pausas —que son los silencios en música— y de los «in crescendos», como en Beethoven.

 

Siempre remata sus trucos.

—Siempre remato. No soy músico, soy melómano, pero involuntariamente supe añadir todo esto al asombro que caracteriza al ilusionista que ustedes llaman mago. Y luego, la poesía me ha servido para poner musicalidad al relato. A veces me salen dos octosílabos, que resultan justos, precisos, necesarios para el movimiento que estoy realizando, y así se va conformando un estilo.

—Lo suyo se parece a Bach y a lo de los barrocos, porque se crea a sí mismo una dificultad para después poder resolverla.

—Quizá por ese equilibrio armónico de Bach, que ya no hace la cosa redonda, la hace esférica, porque tiene una tercera dimensión. No es fácil, pero es muy lindo. La creatividad que muera después que yo.

—Se dice que los magos tratan de engañar al público, ¿está usted de acuerdo con eso?

—Todas las artes mienten,  decía Picasso. La única misión del artista es convencer al mundo de la verdad de sus mentiras. Una vez, un periodista taurino me dijo en Granada: «Es el Manolete de las cartas, porque hace lo mismo que él: engaña sin mentir».

—El hecho de que una su relatos y poesías con la lentidigitación es su marca registrada. ¿Conoce alguien que haga algo parecido?

—No de esta manera, siguiendo mi lema: «No se puede hacer más lento».

—¿Ha tenido algún tropezón en el escenario?, ¿alguna vez ha fallado?

—Yo creo que sí, pero he salido con oficio, nunca ha sido grave. Los públicos, además, perdonan el error —si es que lo he tenido—, pero lo que no perdonan es el aburrimiento.

—Tener cámaras registrando sus movimientos parece un riesgo.

—Bueno, la cámara no perdona. Pero el artista debe estar preparado para sobrellevar el riesgo que significa la implacable cámara.

—Así como el torero se enfrenta al toro, usted se enfrenta a los ojos de los cientos o miles de personas que están tratando de ver dónde está el truco.

—Sí, pero reconozcamos una diferencia: yo me puedo equivocar, pero el torero puede morir.

—¿Cuánto hay de ficción y cuánto de su vida real en las historias que cuenta?

—A veces hay imaginación. Hay amigos que me han escrito libretos que me han gustado muchísimo, otras surgen como creación mía.—

-Recorriendo el mundo, surgirán las historias.

—Surgen solas, es cuestión de darle un poco de forma, cambiar un punto o una coma y ya está hecha la cosa. El decir y el hacer.

—Tiene algo especial, porque ha sabido ser transversal a las edades, porque le gusta a los niños, a los padres y a los abuelos, y también transversal a los lugares, porque actúa en cualquier lugar del mundo.

—A veces requiero intérpretes, pero los voy dejando, aunque significa un esfuerzo mayor. Ahora quieren que vuelva a Alemania en noviembre… no sé qué haré. Pero el hecho de transmitir en otra lengua es un esfuerzo que me salto si vengo a España, donde puedo hablar en mi lengua. Quiero mucho a España y en ella me reencuentro con la historia, la cultura y el arte. Me atrapa y me hace disfrutar de esta profesión que me hace tan feliz pese a haber cumplido 82 años.

—Si por usted fuera, no abandonaría nunca los escenarios.

—Pero la vida marca otros rumbos, todo se acaba y el asunto es retirarse a tiempo. Ahora la pregunta se la hago a usted: ¿Sabré retirarme a tiempo?

—Mientras siga así, no tiene por qué.

—Quisiera plantarme con siete y medio, como el jugador de baccarat y no que el público me plante con cinco o con cuatro.