El consumo de series –no pocas de ellas distópicas o al menos sombrías- es un fenómeno que da para hablar en serio. Cosa que no sucede en esta nota, en la que se charla en plan beodo, como quien dice hacia el final del asado.
Hoy se nos da por escribir porque sí, como si charláramos distendidos y no pretendiendo redactar una nota cerrada y ordenadita, sobre series. No sobre política estricta o estrictas argentinidades, aunque algo de eso habrá. Hablábamos el otro día con los socompas de series y de lecturas comunes o no y del común acuerdo de que debemos –upa- publicar más material en nuestra web sobre el bruto fenómeno epocal de las series, vengan o no por el lado de Netflix.
Queda re canchero escribir “epocal”.
Es muy fuerte ese fenómeno. Lo es en sí mismo, por producción, por la cantidad inmensa de series que se producen, de tonos y calidades diversas. Pero el asunto interesa tanto o más desde el punto de vista de la demanda y del consumo y –sin satanización-, desde el punto de vista de otro fenómeno cultural: que nos quedemos gozosamente encerraditos, a salvo, en nuestros pequeños espacios privados… consumiendo series a lo pavo, al menos en muy extensos sectores de la clase media y alta, e incluyendo a los lectores de Socompa. Eso de consumir series lo hicimos toda la vida los de la generación Pepsi, la que nació con la TV (conversábamos sobre series, Karadagián y los programas de Narciso Ibáñez Menta en el patio del recreo). Pero lo hicimos de pibes o de adolescentes, no tanto de adultos creciditos. Hoy, ya siendo gente grande, las vemos a las series junto a otras generaciones y nos quedamos debatiéndolas luego por las redes sociales, siempre replegados en nuestro espacio privado. Aunque es cierto que a veces lo hacemos en un asado, bar o en una cama. Imaginen ustedes lo excepcional de esto último: ¡charlas presenciales! Lo que nos lleva a la pregunta de la volanta de este texto: ¿sueñan las series con televidentes eléctricos?
Hace unas semanas mandé por FB un comentario sobre un documental sobre la larga saga y descendencia de la serie Star Trek. Un producto cultural que –exagerando a posta- tiene alguna relación con Casablanca y con Kafka. El guión de Casablanca, escribió hace muchos años en una hermosa nota el gran Homero Alsina Thevenet, fue rebotado por cerca de diez estudios antes de ser filmado. E incluso cuando fue filmado se terminó improvisando sobre la marcha. Kafka fue célebremente editado post mortem pese al pedido célebre que le hizo a su célebre amigo Max Brod: “Max, quemá todo o te reviento post mortem”. Star Trek no fue entendida o gustada en su momento, duró casi nada en los sixties. Hoy es la franquicia más célebre y longeva, usada y abusada, en el polirubro series, películas y otros nichos de mercado, incluyendo esos encuentros horribles de fans o trekkies a los que acuden o acudían los personajes de otra buena serie, The Big Bang Theory, que empezó buenísima e inevitablemente terminó cansando.
No cualquiera capitanea la Enterprise
El documental Captains, sobre Star Trek, fue realizado en 2011, pero lo descubrí tarde, por Netflix (a Netflix no lo tenía hasta hace poco, lo uso –ssshhhh- de prestadito, detesto su modo de búsqueda). Hay unos cuantos, muchos trabajos más sobre Star Trek, incluyendo uno reciente de homenaje a Leonard Nimoy, el Señor Spock, hecho por su hijo. Está aceptable ese documental pero mejor está Captains, dirigido por William Shatner, el capitán James Tiberius Kirk.
Captains, muy bien dirigido, muy fresco, a la vez ligero, narcisista y conmovedor, está hecho en base a entrevistas informales a todos los actores y la actriz que estuvieron al mando de las naves o estaciones espaciales que sucedieron a la Enterprise. Shatner, egomaníaco célebre, talentoso y transgresor, es además de un muy buen actor (fue maravilloso su papel como republicano facho, ególatra y jodido en la serie Boston Legal) un muy buen entrevistador. Un tipo que de pronto le rompe el discurso o el cassette al entrevistado sin mayor delicadeza; de pronto lo provoca; de pronto empatiza y poner cara de “Oh, qué profundo eso que dices y cómo me conmueve y qué diver o sorprendente”. A menudo se pone a perorar sobre sí mismo porque se le canta y no tiene filtro.
Así es como de pronto en el documental, un poco en serio y otro para la tribuna, Shatner habla de su miedo a la muerte, pregunta a los actores/ capitanes qué hay después de la luz del túnel y también hace que confiesa (o confiesa una confesión atrasada): “Yo estaba avergonzado de haber interpretado al capitán Kirk”. Como quien dice: eso era una berretada para un tipo inquieto, un true artist que interpretó a Shakespeare. Entonces un shakespereano de pura cepa, el actor inglés Patrick Stewart (el capitán Picard), lo presuntamente convence y se presuntamente convence de lo cómodo y feliz que presuntamente se sentirá él cuando muera y quede en la historia como capitán Picard y no como el mejor Hamlet o Ricardo III. Con lo cual Shatner dice o finge decir que ése es el mejor regalo que le hayan hecho en su vida, o que eso mereció haber hecho el viaje hasta Londres para entrevistar a Stewart, o rodar el documental, y que se va de la (impresionante) mansión campestre de Picard reconciliado consigo mismo, y que hizo catarsis (todo muy USA o Hollywood), y que ahora superó la vergüenza de haber sido… de haber sido Kirk. Sea mentirita o media verdad, la secuencia es simpática y emociona.
La serie tiene otros momentos interesantes e intensos. Habla de lo espantoso que es ser actor-en-serie-de-televisión, de las jornadas de 16 horas agotadoras y tiránicas de trabajo, de los fines de semana dedicados enteramente a dormir (y perder la familia), de lo mucho más complicado y cruel que resulta ese esfuerzo para las actrices, que a la noche deberían estar durmiendo a los hijitos.
Verne, Kirk y Los Beatles. La delantera
La primera serie StarTrek fue quizá mi primer contacto “serio” con la buena ciencia-ficción (uh, me estoy acordando: en los programas de séptimo grado de la primaria nos hablaban de Borges como “escritor de ciencia-ficción”). Eso fue poco antes o quizá simultáneamente con las primeras lecturas de Asimov (Los propios dioses), Las Haploides, de Jerry Sohl, y obviamente Más que humano, de Sturgeon, que leyó todo el mundo, por supuesto. En cambio, si es por libros que leyeron todos, creo que no leí nunca El día de los trífidos, que daba vueltas en el primer campamento al sur al que fui, a orillas del Futalaufquen y el Verde y a pocas carpas del Libro ilustrado de Los Beatles (o Canciones ilustradas de los Beatles, me encantan estas conversaciones entre jubilados).
Algunos de los guionistas de la primera Star Trek fueron precisamente los tipos que leíamos en los libros de ciencia-ficción de Minotauro. Los de mi generación, antes de eso, devorábamos la colección Robin Hood y a Salgari y a Verne y al arduo socialista Jack London, que nos paseaba entre bosques y nobles perros de pelaje espeso o perros hijos de puta enormes, a veces confrontados con osos. Es decir que nos criamos en el asombro, en la intensidad, en el goce de la imaginación y del viaje, en el ideal de justicia y para colmo de todo eso hicimos la primaria en los dorados 60 (y comprábamos pantalones Oxford en el horrible Once), eso que despierta alta envidia en nuestros hijxs.
¡Bueno, hijxs, no pueden tenerlo todo!
Será por culpa de ese pasado que nos condena que…
Puta, carajo, mierda. El asunto es que lo que siempre pide uno (uno y nunca se sabe cuántos más), a veces a la literatura, otras al cine, otras a las series de televisión, es asombro, originalidad, alguna ideología piola, rupturas y no repetición. Y mucho menos pavada, que pavada superficial es lo que se multiplica en el mundo desde Reagan a Macri.
Ejemplo de pavada: en una de las series continuadoras de StarTrek, un ferengi (raza intergaláctica horrible, más bien bajita, de gran cráneo deforme, dientes agudos y filosos, orejas elefantiásicas y voz irritante destinada a reforzar los rasgos hipócritas y comerciantes de esa grey) pretende levantarse a una bella humanoide de la tripulación. Tras el rechazo con aires feministas (bien ahí la humanoide), dice el ferengi alienígena lo que mil personajes humanos anteriores en bares o fiestas nocturnas idiotas de los EEUU, en mil situaciones ya vistas en pantalla:
-Me encantan las mujeres en uniforme.
(la anterior, antigua y repetida fórmula de pantalla era el muy sobrador “Me gustas cuando te enojas”. Quizá lo dijo primero John Wayne en La diligencia).
“Me encantan las mujeres en uniforme”, dice un alienígena ferengi horrible y bajito, en perfecto inglés doblado al castellano por Palmera Records. Una mierda de especie es la ferengi; y un espanto de línea en ese guión. Y así, cualquiera. Básicamente, por dar peores referencias, uno discute (en las series y pelis mediocres) cosas cruciales como estas: que extraterrestres de galaxias distantísimas hablen y sientan y se comporten como, ponele, neoyorquinos (puede que fuera peor si se tratara de texanos). Y todos, por supuesto, actúan o gesticulan también ya no como humanos, sino como born in the USA. Como antiguo adscripto a la Tercera Posición eso a mí me enfurece. Porque los alienígenas no son ni yanquis ni marxistas.
Más asuntos cruciales: uno se enoja y desconfía de un maligno viraje esencial que media entre la primera Star Trek y las sucesoras. La primera serie era claramente ONU-de-la-época, una ONU todavía prestigiosa, y pacifista (como Mafalda) y optimista (no como Mafalda) respecto del destino del planeta y los humanos. Las otras, será que fueron paridas con y después de Reagan, siempre tuvieron un enemigo alienígena al que combatir, algún Eje del Mal entre estrella y estrella. La primera era claramente líberal, con acento en la i, zurdita para lo que eran y son los EEUU y bien sesentista: fresca, imaginativa, progre. Nada de que una cultura planetaria (la terrestre, como metáfora de la estadounidense a escala Tierra) fuera superior a otra, nada de soberbia occidental o eurocéntrica, siquiera humana. Bien por el contrario, luego vinieron naves espaciales bautizadas con los nombres de buques de guerra o de batallas yanquis, onda Saratoga o Georgetown. Andá a cagar.
Ustedes, amiguitos jubilados y/o amantes tardíos de Star Trek, bien saben que había a bordo de la primera Enterprise una oficial a bordo empoderada: la bella teniente de Comunicaciones Nyota Uhura, la de la minifalda y los broncíneos muslos, que era africana pura de origen, iba al frente, cantaba sexy y hubiera militado en Ni una Menos blandiendo el phaser. Había un ruso… ¡de confianza! (Pavel Chekov) y eso era en plena Guerra Fría, aunque era algo pavote el ruso. Había un “japonés”, Sulu, que luego saldría majestuosamente del placard, cuando apenas acabábamos de dejar atrás a los japoneses ridículos e infames construidos por Hollywood fuera o no a propósito de la Segunda Guerra Mundial: japoneses enanos, dientudos (Jerry Lewis mismo los pintó así), anteojudos, traicioneros.
De los sioux a los borg
A propósito de la presentación de las “razas” en la TV y el cine made allá, suelo repetirme en la idea de que la industria las fue tratando e introduciendo y modificando –a las “razas”- con gran sabiduría e hipocresía homeopáticas. Que yo recuerde de mi infancia, el primer negro en trabajar de negro o de actor en serie fue el tipo que hacía changas de plomería en Misión Imposible y no le podías pedir más porque era negro, lo suyo era el trabajo manual, y tampoco es que le dieran mucha palabra para decir. Era un negro de talante callado. Por entonces, en esa época, fuera de Sidney Poitier (duro en la enorme In the heat of the night, de 1967, pero domesticado según los Black Panthers y esa gente en Adivina quién viene a cenar, también de 1967) no había mucho negro que elegir, excepto los negros brutales de muchas décadas atrás, los de la mítica El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith (la peli cumple 103 años), con sus odas al racismo y al Ku Klux Klan (disculpen si tiene un estruendoso tono gallego pero pueden ver este link:
De hecho la peli se basó en una novela llamada The Clansman (El hombre del Klan), del pastor baptista, político sureño, y republicano, y racista, Thomas Dixon.
Todo esto, señores, señoras, (y por qué no lactántricos) para decir que a Star Trek, en plan homenaje a lo progre, se la puede y debe comparar con la larga historia de los tratamientos de la industria cultural yanqui por raza, etnia o nacionalidad (y sexo), por todos los “enemigos de la seguridad de los Estados Unidos” que pasaron por las pantallas chicas y grandes: indios pieles rojas, mexicanos choborras e hirsutos de Pancho Villa, amenazantes tribus del África negra (¿se acuerdan, viejitxs, de los chistes sobre canibalismo con un hombre blanco cociéndose al fuego dentro de un cántaro sopero?), alemanes tontos y malos, japoneses melindrosos, perversos rusos comunistas (soviéticas toscas vestidas de gris) y alemanes orientales algo más despabilados, chinos de Mao peligrosamente amarillos, el villano emigrante Fu Manchú y los thugs de la India (que todavía fueron reciclados –no tenés vergüenza- en la saga de Indiana Jones), árabes, palestinos, musulmanes, narcos colombianos y mexicanos, más musulmanes, y últimamente rusos mafiosos, coreanos del norte y –siempre- dictadores bananeros latinoamericanos y sus secuaces y los guerrilleros sudacas (cómo me enojó Bananas. Conservo en la heladera aquel rencor, desde mucho antes que Woody Allen fuera acusado por otras cosas bien graves).
Claro que la industria cultural yanqui luego pide perdón. Construyendo por ejemplo mexicanos tiernos, familieros, un poco demasiado católicos, adorables por lo ingenuos, simplones, casi que pelotudos. O se piden disculpas tardías filmando indios ecologistas que viven en armonía con la Naturaleza, desde la buenísima Un hombre llamado caballo, con el gran Richard Harris, a la más leve Danza con lobos e incluso Avatar, que es una de indios, solo que intergaláctica y con geniales efectos especiales.
¿Razas e identidades y frivolidades en la ciencia-ficción? Un ejemplo de otra pavada que vi hace unos días en una serie que Netlix lanzó con todo, como para arrasar. La serie es Altered Carbon, muy Philip K. Dick (entre el homenaje y el afano a mano armada a Blade Runner) y en principio recomendable para que la prueben, solo eso, prueben. Está buena, súper producida, violenta, le sobran cargas de todo tipo por querer cubrir demasiadas estéticas acumuladas, cansa, satura, se pierde, de pronto te reengancha.
Decía: hay pavadas de grueso calibre en esa serie que homenajea a Philip K Dick y es que se basa en una novela cyberpunk de Richard Morgan (con un problema: el cyberpunk ya tiene sus añitos, nació en los 80, y quienes lo leyeron no lo sienten tan guau, tan sorpresivo). Pavadas tales como el truco conocido del protagonista que –en un futuro muy lejano, siglo XXIV- fuma para dar policial negro de los ’50. El chabón se la pasa fumando o cagándose a palos o recibiendo castigo y torturas. Otra flor de pavada: la madre de la (sobreactuada) protagonista femenina es mexicana y habla solamente castellano, aunque, reiteramos, estamos en un futuro muy muy lejano (año 2384). Es verdad que crece el uso del castellano en EEUU pero, dado que la serie plantea un triunfo tácito de la globalización y el capitalismo salvaje, uno duda de que pueda haber sobrevivido el mexicano y la cultura mexicana, así, en formol. Reiteramos: la madre de la policía protagonista (cuyos enfrentamientos con su jefe son otro clásico antiquísimo y cansador) habla castellano como si hubiera inmigrado a EEUU en 1998 o antes de ayer. Los productores o el escritor quisieron dar una cosa como de multiculturalidad futura (de nuevo: la ciudad llena de chinos de Blade Runner), de melt polting o crisol de razas.
Sucede que eso de la mezcla sucede en nuestro planeta hace tiempo (en la Argentina se llamó “chusma ultramarina” hace un siglo), y sucede que esta buena señora, la madre de la mujer policía sobreactuada que interrumpe el uso del inglés para putear en mexicano y parecer ruda, cocina comidas “típicas” y le compran “queso de Oaxaca” y se resiste, la madre, como a Satán, contra la prolongación artificial de la vida. Pero no lo hace con sofisticados argumentos filosóficos sino de puro y simplona católica que es. En EEUU, suponemos, deben o deberían abundar tesis universitarias acerca del desprecio superadito con que el protestantismo oficial trata al catolicismo. Muchas pelis critican a la Iglesia católica y su historia. Al protestantismo solo le han pegado películas –en general progres- dedicadas a la cultura de las sectas más fanas y/o a ciertos pastores electrónicos o campestres).
Ey, me cayó mal el vino
Me perdí. ¿En qué estábamos?
En el tiempo que va desde Star Trek a las series de ciencia-ficción de Netflix o HBO. O por ahí iba a escribir sobre algo que me interesa mucho como síntoma de un malestar cultural extendido: la reiterada frecuentación de la distopía como género, incluyendo a las series y pelis con zombies y a muchas que repiten la idea de la amenaza fáustica de la ciencia (y el “progreso”), tal como lo inauguró el Frankenstein de Mary Shelley y Verne mismo en su etapa final, que fue pesimista. Pero de eso, de las distopías, hace muy poquito, escribió en Socompa Osvaldo Drodz. Estábamos en esta charla beoda hablando también de la necesidad o la adicción al asombro que es cada vez más difícil de saciar, por aquello de que estamos bombardeados por millones de estímulos fotónicos, y en realidad lo que necesitamos es paz y a la final es mejor tirarse en el pozo fresco de un río serrano cordobés o en el ya mentado Futalaufquen. Y luego siestear al tibio sol sobre la orilla.
Uno de los ganchos fuertes de Altered Carbon pasa por ciertos modos de inmortalidad a los que se puede acceder según sea la guita que tengas (típica crítica confusa al capitalismo hecha desde la industria cultural yanqui. Confusa para nuestros parámetros, que no serán tan geométricos como son o fueron los europeos, pero tampoco la pavada).
De verdad no me acuerdo hacia dónde quería apuntar o continuar este texto. Pero sí quería dejar bien sentada o plantear una queja de usuario o consumidor de series o pelis que –decíamos- sorprendan, asombren, sean intensas y creativas. Porque, ¿qué extraña uno, además, de la primera serie Star Trek? Que te tiraba en la presentación con la famosísima promesa de “descubrir temerariamente nuevos mundos” y, como Perón, cumplía y, como Evita, dignificaba.
Entonces, vamos a ver. Yo les tiro a ustedes –en orden de lo que más me gustó en el último tiempo- con una la trilogía ligada en diversos grados a la ciencia-ficción o lo fantástico, lo que más me gustó por lejos.
La trilogía es esta: Legion, The OA y Westworld. La última se inspiró en una película que protagonizó Yul Brynner (1973, año de Huracán campeón, perdón, quise decir de Cámpora al gobierno) y fue escrita y dirigida por Michael Crichton, el tipo que escribió a su vez, entre cantidad de cosas, la novela que parió Jurassic Park. A propósito no de Huracán sino del pelado Brynner, miren esto:
La queja, la pena, la bronca, el sufrimiento atroz, tienen que ver con lo que sigue. Hasta ahora, que yo sepa (apenas leo la sección Espectáculos de ningún medio, portal o coso), ninguna de esas tres series que tanto me gustaron ha parido su segunda temporada. Mejor dicho: me acabo de enterar gugliando que Westworld, de HBO, sí tiene una segunda temporada, la cual por ahora no vi en mis webs truchas favoritas. Como sea: la puta que los parió, loco. Porque para colmo no sé quién me convenció en su momento de ver The Walking Dead, que tuvo lo suyo, y cuya última temporada fue espantosa, y al remate de Game of Thrones lo patearon para 2019, en versión abreviada. Hay una cuarta serie que me encantó, con algún condimento fantástico, Taboo, buenísima, que -¡me cago en la hostia!- tampoco parió hasta hoy una segunda temporada (que yo sepa).
Es evidente para cualquier analista político que no pertenezca a La Nación o a la Corpo que estuvo Deshilachada que todo esto es culpa del neoliberalismo y de Magnetto. Razón por la cual nos despedimos de ustedes solicitándoles que, si pueden y lo desean, busquen y juzguen por sí mismxs Legion, The OA, Westworld y Taboo (británica, con el buenazo actor Tom Hardy, que también aparece en Peaky Blinders). A cambio, prometemos que la próxima nota será menos borracha que esta y que se volverá a denunciar desde Socompa lo pálidos que nos resultan los tiempos macristas (o que por eso vemos series).
Prometemos también Pobreza Cero y las llaves de la Enterprise para cada unx de ustedxs.
Lo único: no la rayen.