El 14 de agosto de 1982, cuando ya la dictadura se caía sola, Luis Alberto Spinetta presentó en el Estado de Obras un disco que sería de culto, Kamikaze. Era sábado y el autor de esta nota estuvo allí, como recuerda en estas líneas.
Sucedió el 14 y 15 de agosto de 1982; dos días bastaron para que uno de los más grandes creadores de nuestro rock nacional, plantara su linterna en medio de la niebla.
Afuera, el dictador Bignone decidiría sobre los aumentos salariales de los trabajadores; todavía estábamos quitándonos las esquirlas de una guerra absurda, como toda guerra y los ecos de la pasión popular “por haber recuperado nuestras Malvinas” flotaban en el mar helado como maderas de un bote destruido.
Tan solo dos días para que Luis Alberto Spinetta presentara Kamikaze, esa especie de brújula pagana, acústica, melancólica, dolorosamente hermosa como el amor.
El Estadio Obras de la avenida del Libertador era una vez más, la excusa para juntarnos a escuchar “a los nuestros”. Las radios solo difundían música en castellano, por decreto. Los chauvinistas de siempre festejaron la medida, como si el arte pudiera ser una sinuosa serpiente de arcilla, modelada por los caprichos gubernamentales.
Todos los días eran fríos y grises; algunos veinteañeros como yo, no podíamos comprender cómo se podía ir al cine, o al teatro, o a comer pizza durante una guerra. ¿Acaso no se hace el amor en tiempos de exterminio?, nos preguntábamos.
Kamikaze reúne un puñado de bellas canciones en donde el Flaco y su guitarra son los protagonistas, casi, exclusivos. Algunas letras venían de lejos, de su inquieta adolescencia, de su mundo de barrilete campestre, amigos e incursiones amorosas. Esas canciones venidas de lejos, como los barcos ingleses llegaron a nuestro sur, nos han alimentado en noches solitarias, nos han cobijado de tormentas efímeras, nos han interpelado en bella prosa.
Luis, cerca del borde del escenario, neblinoso como la incertidumbre, parecía un gigante llamando a resistir, a mirarnos para adentro, a hacernos cargo. De pronto, en esa curiosa ceremonia, sucedió lo inesperado: una cuerda de su guitarra se rompió, intentó seguir, pero no pudo. Como si fuera necesario, pidió perdón y nos dijo: ya vuelvo. Se confundió en la neblina y una cronista publicó tiempo después que el Flaco, enfurecido, rompió la viola contra una pared…la poesía también duele hermano Luis. Spinetta volvió con otra acústica y prosiguió en calma su entrega pagana.
No era su voluntad ser puesto en ese lugar porque nunca fue afecto a que lo señalen como un maestro. Solía decir que hacía música para poca gente y que sus discos se vendían poco; pero no se victimizaba por eso. Tenía claro que la poesía no es para todo el mundo y sólo se contentaba con poder escribir, cantar, tener familia y amigos.
A veces no somos conscientes de lo que irradiamos; nuestras palabras son como botellas echadas al mar de lo desconocido. Lo masivo, en ocasiones, puede ser una trampa, una especie de licuadora que busca quitarnos el jugo hasta secarnos. Y luego, la nada y el olvido.
A Luis le sucedió todo lo contrario. Y le sucedió lo mismo que a muchos otros que cuando triunfan en el exterior o se mueren, empiezan a ser valorados y reconocidos cabalmente.
Si bien en los últimos años empezó a conocer la masividad y, sobre todo, a partir de su concierto “Las Bandas Eternas” en diciembre de 2009 donde miles y miles de seguidores disfrutaron de una noche inolvidable con lugar para la euforia y la nostalgia, recorriendo casi toda su obra, no es menos cierto que tal vez, muy en lo profundo, el Flaco empezaba a vislumbrar nuevas guerras y era necesario no olvidar esos rostros iluminados que lo adoraban y lo escuchaban.
Como nosotros, en aquella noche del sábado 14 de agosto de 1982 cuando nuestra cabeza estaba llena de sueños, pero ya sabíamos que no se podía volar porque estaba prohibido por decreto.
Unos meses antes, en mayo de 1982, plena guerra, lo fuimos a ver al teatro Astral de la avenida Corrientes. Allí se presentó con su grupo Jade. Recorrió temas de sus dos primeros discos, “Alma de diamante” y “Los niños que escriben en el cielo”. Entre tema y tema, Luis afina su guitarra; tenía el cabello muy corto, casi como un soldado. Un tipo desde la platea le grita: -eh Flaco, ¿estás en la colimba? Spinetta deja de afinar y apuntando hacia el sitio desde donde vino la voz le dice: que, ¿y vos no? La ovación no se hizo esperar.
Con su guitarra a solas, con sus grupos diversos, Luis supo entramar lejanía y cercanía, honestidad conceptual y estética y, sobre todo, ser fiel a sus búsquedas, desconciertos, dolores y compartirlos.
Tal vez eso sea el arte.
Hoy día celebro que cientos y cientos de músicos reparen en sus trabajos y se inspiren; así como que muchos escriban libros, biografías, le dediquen calles, plazas, paseos…sin embargo, hay una cierta inquietud que me desvela: ¿cuánto de devoción y cuánto de oportunismo hay en cada cosa que lo nombra?
Los nuevos escritores y músicos están recibiendo la herencia emocional de Spinetta y por una cuestión biológica, en buena hora, se acercan a su obra y la investigan.
Personalmente me gustaría que como sociedad sepamos valorar a tiempo a creadores, intérpretes, poetas, actores, dirigentes porque todo es efímero y la finitud es la misma para cada uno. Los homenajes sirven para mantener viva la obra de un artista como Spinetta, pero también para que los mercaderes de siempre ganen dinero o prestigio a costa de alguien que, a lo mejor, nunca escucharon en su totalidad.
La guerra continúa por otros medios. Tal como están las cosas, no tardará en llegar el día en que el presidente decida los aumentos salariales.
Aunque “las luces del alma sin muros y sin sed, habrán de encontrarse al final, otra vez…”
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