Formó parte del llamado Cine de la Resistencia, un movimiento al que valdría la pena rescatar pues allí se contaban, a principios de los 70, las historias que los militares no permitían circular. Activo como lo fue siempre, Hugo Álvarez cuenta aquella experiencia y los tiempos del exilio decidido tras las amenazas de la Triple A.
Hugo Álvarez (Mercedes, San Luis, 1934) tiene el raro privilegio de ser el único actor que participó en las cinco películas argentinas que se filmaron en la clandestinidad, a comienzos de los setenta: Operación Masacre (de Jorge Tigre Cedrón), Los traidores (de Raymundo Gleyzer), El familiar (de Octavio Gettino), Los Velázquez (de Pablo Szir) y Los hijos de Fierro (de Pino Solanas). Es el Cine de la Resistencia y todas, salvo Los Velázquez que desapareció, pueden verse por youtube.
Pero en setiembre de 1974, en pleno apogeo de su carrera, Álvarez recibió una serie de llamadas telefónicas de las 3 A. “Te vamos a reventar, hijo de puta”, le dijeron. En pocos, terroríficos y vertiginosos días, armó su bolso y desembarcó en Lima, Perú, con su mujer Virginia, su hijo menor, Homero, y con muy poco dinero. Allí lo recibió Norman Briski, que también había tenido que exiliarse por recibir amenazas contra su vida. Se abrazaron, lloraron y se fueron a una pensión.
Al tiempo, luego de protagonizar un par de películas (una, Kuntur Wachana, de Federico García Hurtado, rodada en quechua), Hugo viajó a Estocolmo, donde vivió en un campamento de refugiados, aprendió sueco, rearmó su vida junto a su familia y terminó residiendo por más de veinte años en el país de ABBA e Ingmar Bergman. En Suecia trabajó con Harriet Andersson (protagonista de la película Gritos y susurros), conversó con Andrei Tarkovski en tiempos del filme El sacrificio, se cruzó con Ingrid Bergman durante el rodaje de Sonata otoñal y con Ingmar Bergman en el comedor de la cinemateca sueca, aunque no quiso pedirle un autógrafo, “porque no soy cholulo”.
Álvarez fundó el TPL, Teatro Popular Latinoamericano, aplaudido por la crítica y por el propio primer ministro Olof Palme, poco antes de su asesinato. Con este grupo, formado por exiliados latinoamericanos y actores suecos, también abrió una escuela de formación escénica. Además de dramaturgos del sur, montó las obras La infancia de Hitler, de Niklas Radstrom, y la Noche es la madre del día, de Lars Norén. Más adelante, hizo teatro en sueco con el grupo Mascarazul, con el que continuó trabajando en Buenos Aires. En el interín hubo premios, giras, festivales, reencuentros con viejos colegas y, siempre, siempre, el deseo del regreso.
Recién en 1997, empujado por la nostalgia, por la necesidad de recuperar su lengua y por las ganas de volver a antiguos afectos, retornó a su Buenos Aires querido. “Que yo me fui de mi barrio, ¿cuándo? ¿pero cuándo? si siempre estoy volviendo”, evoca a Aníbal Troilo.
Sin proponérselo, como consecuencia lógica de su compromiso con la actuación y de su sensibilidad por los desposeídos, este actor de 86 años tejió gestos personales tristes y felices con hechos artísticos históricos. Su conciencia acerca de las injusticias de este mundo y su deseo de actuar nacieron en paralelo y temprano -a los 19 años quiso ser clown- y se fueron fortaleciendo.
Debutó en teatro con la primera obra de Osvaldo Dragún, La peste viene de Melos y hasta hace algunos meses estuvo al frente de uno de los éxitos del off, Esperando al zurdo, con el reconocimiento de público y crítica, coronando cada función con elenco y asistentes cantando al unísono La Internacional.
No quemarse los pies
Ahora mismo está planeando ensayar por zoom la obra En el andén, del autor santafesino Ernesto Frers, para estrenarla, bajo los nuevos protocolos de distanciamiento, en la sala de su teatro Corrientes Azul, a pasos de la cancha de Atlanta. “Es absurda, bastante surrealista, un espejo trizado de la realidad social. Hay un burócrata ferroviario, un fascista que está para hacer cumplir el reglamento en un lugar donde la gente espera en vano. ¿Espera qué?, pregunta Alvarez. Y responde: “Lo que espero es que la cuarentena no nos queme los pies”.
Mientras las ideas de esa puesta crecen, comparte la cuarentena con su compañera, e imagina un nuevo libro que sume experiencias inéditas a las que ya contó en la edición de Memorias de un actor exiliado, hoy agotado.
Álvarez también aguarda el fin de la pandemia para retomar su rol protagónico en el documental de Javier De Silvio sobre la historia de las cinco películas de la Resistencia. “Soy el nexo entre los sobrevivientes, porque estuve en todas”, dice. Y espera retomar una serie de Netflix donde encarna a un hombre de 140 años durante la desaparición de la especie humana y su reemplazo por robots.
Formado en los cincuenta en el legendario teatro independiente Fray Mocho, que creó Oscar Ferrigno, Álvarez es, según Norman Briski, “el actor más emblemático del cine revolucionario de nuestro país. Estuvo en las películas que significaron la poética de la subversión, fue el actor de todos los directores que se ligaron a las más formidables embestidas antiimperialistas”.
Soldado de una causa ética y estética, Álvarez no sólo encarnó personajes en las películas de aquel cine, sino que fue un scout en un tiempo en que no existían los castings y había que reclutar a los actores uno a uno, animándolos a participar de filmes prohibidos, por pura militancia y deseo.
Este actor, que con los años devino también director teatral, se ganaba el sustento vendiendo libros a crédito e integraba un frente adherido al FAS (Frente al Socialismo) que formó parte de la conducción del sindicato de actores. “El objetivo era echar a los militares del poder, eso nos unía”, recuerda.
Ahora deja testimonio sobre aquel cine “en el que me involucré voluntariamente, que viví con gran orgullo y que tan poco se conoce: el Cine de la Resistencia”, cinco largometrajes que se filmaron entre 1970 y 1974 y que provocaron una represión feroz que significó el exilio, la desaparición y la muerte de muchos de sus trabajadores.
Fueron asesinados, en París, el realizador Jorge Tigre Cedrón, y en Buenos Aires, los directores Raymundo Gleyzer y Pablo Szir, Enrique Juárez y el asistente Armando Imaz. También Julio Troxler, protagonista de Operación Masacre y de Los hijos de Fierro, y el periodista y escritor Rodolfo Walsh, autor de la novela en la que se basó el guion de Operación Masacre.
Alvarez menciona otras películas de la época en las que no intervino: los documentales Informe y testimonio sobre la tortura (de Carlos Vallina) y El Cordobazo (de Enrique Juárez); también destaca “valientes denuncias” como La Patagonia Rebelde, de Héctor Olivera, y Quebracho, de Ricardo Wullicher. “Si hubiera otras más las desconozco, pero no niego su existencia”.
Walsh, sonriente y silencioso
Operación Masacre es la denuncia de los fusilamientos de obreros peronistas asesinados en los basurales de José León Suárez, después del fallido intento de un golpe de militares justicialistas en 1956 para reponer a Perón en el poder. En el filme, rodado en la clandestinidad, “con miedo y mucha discreción”- el gran protagonista es Julio Troxler, sobreviviente real de aquellos fusilamientos. Álvarez interpreta al ferroviario Francisco Garibotti, un papel de gran despliegue y lucimiento. “Negrito, vos que conocés tantos actores, necesito para mañana unos botones, me dijo Cedrón. Yo actuaba en el IFT, en Santa Juana de los Mataderos, de Brecht, donde recluté a gran parte de los que hicieron de policías. Terminaba la función, venían a buscarnos de la producción y nos esperaban con asado y vino Suter, que en ese entonces era bueno. Walsh estuvo dos o tres veces, siempre sonreía, aunque era muy silencioso. Cuando le consulté por mi papel, me aconsejó que siguiera mi propia intuición”.
Una noche en la locación elegida, construida con basura humeante de la quema y con un camión de hielo camuflado como carro de asalto, escucharon que se acercaba una sirena policial atronando el silencio, los intérpretes se sacaron rápidamente el vestuario y lo tiraron en un pozo. Fue una falsa alarma, el auto de las fuerzas de seguridad pasó cerca y siguió de largo, pero por los nervios decidieron desmantelar el set por unos días.
La película se exhibió en la clandestinidad en sindicatos, clubes, casas de familia y villas, con acalorados debates con los asistentes. Película en mano, Alvarez viajó con Cedrón y el actor Walter Vidarte a Córdoba donde los recibió el gobernador Atilio López (luego asesinado por las 3 A) quien les presentó al dirigente gremial Agustín Tosco “que nos acompañó a mostrarla entre su gente”.
Poco después, Cedrón llamó a Álvarez de nuevo. “Vamos a darle la mano a un perro (por PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores) que va a iniciar un largometraje”. Se refería a Gleyzer, que filmaría Los traidores. “Un peronista intercedía por un marxista, así era la solidaridad entonces, cuando se trataba de vencer a un enemigo común”. En la nueva filmación del Grupo Cine de la Base, Álvarez también tuvo un rol destacado, el Negro, y volvió a ayudar en la búsqueda del elenco.
Los traidores (1973) está basada en el cuento La víctima, de Víctor Proncet, que disecciona a la burocracia sindical a través de la transformación de un obrero en un líder corrupto. Se trata de una evocación inevitable del dirigente Augusto Vandor que desafía los tabúes políticos de entonces. Se exhibió en festivales internacionales, pero antes -como ocurrió con Operación Masacre- recorrió sindicatos fábricas, comedores, barrios humildes y algunas escuelas.
Sobre el rodaje, Alvarez recuerda que el último día “me hicieron temblar las piernas porque se mezclaron las explosiones que los técnicos prepararon con meticulosidad de relojeros con el discurso que pronuncié en un brindis como despedida a otro personaje”.
Si en Operación Masacre se trabajó “casi en comunidad, acá el presupuesto era flaco, se rodaba con pocos actores, a veces en jornadas de hasta 18 horas y tenías que hacer huevo esperando, lo que a veces te daba un poco de bronca”. Durante la filmación de Los traidores no se les daba el libreto a los actores. “Eso desconcertaba a algunos y hubo deserciones por razones ideológicas”. Tampoco consiguieron el permiso de exhibición “porque el Ente recomendaba cortes y Raymundo no accedió a hacerlos. Decía que era una película para las bases, no un producto comercial para el cine convencional”.
La leyenda de la carne de peón
Tras algunas participaciones televisivas con el clan Stivel y luego del estrenó de su obra, ¿Quién le teme al señor John-John?, Octavio Gettino lo llama para El familiar, que se filmó en Cafayate, Salta, y produjo la RAI para el grupo Cine Liberación. Gettino fue coautor de La hora de los hornos junto a Pino Solanas, su director. Con El Familiar fue la primera vez que, dentro de esta serie de labores, Álvarez cobró por su trabajo. En las otras ocasiones trabajó en forma cooperativa. El familiar se basó en una leyenda del norte que surge con la proliferación de la industria azucarera: es la alegoría del perro hambriento del diablo que sólo logra saciarse con la carne de un peón. Cuanta más consolidada su conciencia política, mejor el sabor del trabajador entregado al pariente del dueño del ingenio.
“El trabajo con Octavio fue un placer, se conversaba mucho, partíamos a las 6 en ómnibus hacia los acantilados y los actores podíamos repasar nuestros movimientos y letra gracias a la gran oreja de Gettino”.
Era tal la identificación con este nuevo cine que cuando Perón volvió a la Argentina, Cine Liberación le pide a Hugo que lleve en su Fitito a un grupo de periodistas para registrar el arribo a Ezeiza, que terminó siendo a Morón. Con el correr de las horas, la violencia empezó a arreciar y fue tal el caos que Leonardo Favio, conductor del acto junto a Edgardo Suárez, les rogó a los francotiradores que no disparen sobre el palco. “Era un absurdo, había corridas y nadie entendía qué pasaba. Heridos, gente huyendo con sus niños, banderas y pancartas. Se decía que los asesinatos a militantes de izquierda ocurrieron en el local de una escuela y que Favio, desesperado, amenazó con suicidarse si el horror no se detenía. Nunca se supo si era verdad”.
Los Velázquez está inspirada en el ensayo de Roberto Carri, sociólogo desaparecido, padre de la cineasta Albertina Carri, directora de Los rubios. Narra las andanzas de dos hermanos que la crónica policial registra como bandoleros de Chaco y que fueron asesinados por la policía. “Era la representación de formas de violencia prerrevolucionarias: dos ladrones solidarios convertidos en héroes por el pueblo”, dice el actor que interpretó a Cejas, el empleado de correo que traiciona a los protagonistas.
“Contamos con una gran investigación y en la película hizo un papel pequeño Vicky Walsh, la hija de Rodolfo Walsh, (también asesinada). Hubo una pelea entre Pablo y yo, porque él quería que terminara con la hija integrándose a la lucha armada y a mí no me resultaba convincente”, contó en una entrevista la productora y coautora del libro, Lita Stantic.
Una de las anécdotas más llamativas de la película es que la locación del rodaje fue la escuela de policía Juan Vucetich, cercana a La Plata, por la tipografía y exuberancia de su parque, similar a la selva chaqueña. Para que lo autorizaran a filmar, Szir presentó un guión diferente. Llegaban de noche y los palpaban de armas, creando un clima de miedo entre actores y técnicos. Los Velázquez no llegó a exhibirse. Al finalizar la filmación, Szir les anunció a los técnicos y delegados que pasaría a militar en la clandestinidad en la organización Montoneros. Fue secuestrado y desaparecido durante la dictadura. Se desconoce el destino de su obra.
En Los hijos de Fierro, el quinto filme de esta grilla, Álvarez tuvo un rol episódico. Encarnó a un asesino a sueldo que comanda una patota que ingresa al refugio de un burócrata sindical de apellido Pardal. “Era una toma de un largo travelling, la cámara montada en su carro recorre cuarenta metros del sindicato de Luz y Fuerza, donde filmamos. Se cruzan los sicarios como perros hambrientos que buscan su presa. Los hijos es una obra monumental, mágica y bella como la pampa de Fierro. Trabajar con Pino fue un privilegio”. “En 1976 nos encontramos en París, en el exilio, primero en una cena y luego en un cine de Champs Elisees, en una función de El último tango en París”.
Memoria viva y dolorosa de una generación, el artista puntano se esperanza en que su testimonio sea reflexionado, guardado y cuidado “porque la sed sangrienta de las bestias nunca duerme”.
Eso sí, dice que siempre eligió el presente y que prefiere no lamentarse ni llorar. Al pasado no lo podés cambiar y del futuro es poco lo que se sabe. “Este momento duro también pasará”, asegura sobre la pandemia y comparte el comentario de un amigo: “Huguito, siempre poniéndole pilas a la vida”.