Fue autor de una película, Shoah, que recogía de manera concisa, sin imágenes de archivo, fondos musicales, recreaciones dramáticas ni añadidos en la sala de montaje, nueve horas y media de exhaustivos testimonios de víctimas, verdugos y testigos de los campos de exterminio nazis. Con este film. abrió un debate todavía vivo sobre la función de la imagen y el cine como método de afrontar la memoria. Aquí cuenta el proceso de filmación, la reacción de los espectadores ante la desmesurada extensión de la película y de cómo contar el horror sin golpes bajos y sin concesiones.
Claude Lanzmann mira con recelo a los entrevistadores. Es un hombre orgulloso e inteligente, de cuerpo rotundo y voz tan magnética como intimidante, que ha estado en algunos de los grandes frentes del siglo XX: la Resistencia, el Berlín dividido, la Argelia del FLN, Corea del Norte, el Israel en expansión de la década de los setenta… Cuenta que ha construido una obra que habla del vacío y la ausencia y que desearía reencarnarse en liebre.
-Empezó a hacer películas en la segunda parte de su vida, con más de cuarenta años, sin formación específica… ¿Qué le hizo pensar que el lenguaje cinematográfico era el mejor vehículo para hablar de lo que quería hablar?
-El cine es un soporte que siempre me interesó, desde el principio. Yo ya había hecho trabajos para la televisión francesa. No hago muchas diferencias entre la televisión y el cine, no soy esnob: una buena película también funciona en la televisión. Me gustó hacer aquello y también me atraía la idea de encargarme del proceso de montaje. Como periodista hacía informes y entrevistas, pero no era yo el que montaba. De alguna manera, podría decirse que llegué al cine a causa del montaje. No se pueden separar las diferentes funciones en una obra. Eso no quiere decir que no hagan falta operadores, ingenieros de sonido o gente que se encargue de la iluminación… Pero una película como Shoah tiene una dimensión totalmente nueva que la palabra, que un libro, no daría. Shoah no pretende enseñar o transmitir verdades nuevas, no he querido ser un descubridor… aunque lo he sido. Para empezar, hay muchas cosas en Shoah que los historiadores profesionales desconocían. Fui el primero en mostrar la historia del corte de pelo a las mujeres en la cámara de gas en Treblinka. Y, sobre todo, los paisajes, las lágrimas, la riqueza formidable de un rostro… eso no lo encuentras en un libro de historia ni en una novela. Es otra cosa. Por eso el cine aporta no solamente una nueva dimensión, sino también un nuevo contenido. El cine, Shoah, ha cambiado radicalmente la visión del mundo de mucha gente.
-¿Recuerda usted la primera proyección de Shoah en España?
-Sí, por supuesto. Fue en Madrid, creo que por iniciativa de la Alianza Francesa, allá por el año 1987 o 1988 en un cine de la Gran Vía [fue en junio de 1988, en la desaparecida Sala Torre de Madrid 1, antigua sede de Filmoteca Española, con proyección en versión original subtitulada]. Yo asistía con un diputado y nos encontramos en la puerta de la sala con un grupo de auténticos fascistas, vestidos de uniforme y con toda su parafernalia revisionista y negacionista. La policía no llegó y aquello se convirtió en una batalla campal. Al día siguiente, la película fue interrumpida después de una hora de proyección porque hubo un aviso de bomba que resultó ser falso, pero hubo que evacuar el cine. Pero la gente no quiso salir y siguió en la sala.
-¿Shoah está pensada para proyectarse íntegramente, sin interrupciones?
Hay muchas maneras de ver Shoah, pero indudablemente la mejor es ésta. La proyección de la película completa sin interrupciones se ha hecho más de una vez en cines japoneses, durante los fines de semana. La película comenzaba a las diez de la noche y continuaba hasta el alba. Los espectadores japoneses aguantaron toda la proyección sin pestañear, y todavía eran capaces de debatir conmigo cuando concluyó. En Francia se proyectó de esta manera en el canal France 3. La película comenzaba a las nueve de la noche, con una única pausa para las noticias hacia la medianoche. Hasta las doce la audiencia de Shoah competía con la de una serie policiaca que se proyectaba en la cadena TF1, pero a partir de entonces estuvo en cabeza del share hasta las siete de la mañana, cuando todavía mantenía unos 250.000 espectadores. Después de esta proyección recibí cartas conmovedoras en las que me contaban lo emocionante que les resultó ver amanecer coincidiendo con el final de la película.
-Prueba de la importancia de Shoah es que ha terminado designando un acontecimiento histórico cuya denominación tradicional, «Holocausto», no le parece correcta por sus connotaciones religiosas…
-La historia es cruel, es un relato lleno de masacres desde la noche de los tiempos, pero el exterminio de los judíos fue algo sin precedentes, un salto cualitativo al que los nazis tuvieron incluso que buscar un nombre por su novedad: la «solución final». Pasé doce años trabajando en esta película y nunca tuvo un título. Yo lo llamaba «la cosa», porque realmente era algo innombrable, inédito en la historia de la humanidad. En la Torá, en varias ocasiones, se menciona la palabra «shoah» para hablar de catástrofe, de destrucción. Tiene muchas acepciones, pero podría designar una catástrofe como la de Haití, como un tsunami. Por lo tanto, designar el exterminio con la palabra «shoah» es incorrecto también en hebreo. Pero yo tenía que encontrar un nombre, aunque sólo fuera porque administrativamente las películas tienen que tener un título y una nacionalidad. Fue entonces cuando elegí la palabra «shoah», porque yo no hablo hebreo y para mí es una palabra opaca. Era la forma de decir lo indecible. Era, en cierto modo, como un núcleo atómico, indivisible. La primera vez que se proyectó la película en París, en el Theatre de l’Empire, con la asistencia del presidente de la República, François Mitterrand, estábamos haciendo las invitaciones y alguien me preguntó por el título que debíamos poner en ellas. Yo dije: «Shoah». Me preguntaron qué significaba. Yo respondí que «shoah». Me recomendaron que lo tradujera, pero me negué. Quería que la gente no entendiera esa palabra, que finalmente terminaría pasando a todas las lenguas para designar «la cosa».
-¿Resulta Shoah un «monumento» demasiado pesado? ¿Cómo afronta seguir creando después de haber concluido una obra como ésa?
No dejé Shoah inmediatamente. Me hizo falta mucho tiempo para ello. Uno no puede pasar doce años produciendo una obra si no mantiene una relación muy particular con el tiempo. Y el tiempo se detuvo mientras estaba haciendo Shoah. De otra forma no hubiera sido posible. Yo echaba la vista atrás y me decía «llevas uno, dos, cuatro, siete, ocho, diez años con ella… y aún no has terminado». Pero, haciendo balance, estoy muy orgulloso de este aspecto: fui dueño del tiempo, no cedí ante nada ni ante nadie. Ni tampoco ante el dinero. Pero hizo falta mucho tiempo para salir de ahí, fue una especie de convalecencia.
-¿Ha variado el paso de los años y la energía consumida en la preparación de Shoah su manera de ver la película?
-No, la veo de la misma manera. La película no ha cambiado, no ha envejecido, no tiene arrugas. No ha perdido un ápice de su fuerza. Sigue exactamente igual. Lo comprobé ayer mismo en la televisión francesa, cuando proyectaron la primera parte del filme. No quería verla, tenía trabajo pendiente, pero le eché un vistazo y ya no pude dejarla. Una hora después me encontré luchando contra mí mismo para apagar la televisión.
-Hace usted una curiosa lectura de esta película como una cinta de género policíaco, centrada en el tema recurrente del crimen perfecto.
-Shoah no es una película sobre los supervivientes, Shoah es una película sobre la muerte, la muerte en los campos de exterminio y en las cámaras de gas. Es la razón por la cual no hay un solo cadáver en toda la película. En los campos de exterminio, todos ellos situados dentro de las fronteras de Polonia, no había en realidad un solo cadáver, porque los prisioneros eran gaseados a las pocas horas de llegar en los convoyes. En un primer momento los cuerpos se enterraban pero luego se racionalizó el proceso y empezaron a incinerarlos, y los grandes huesos, que no podían ser quemados, eran machacados con martillos u objetos contundentes hasta convertirlos en cenizas que, una vez metida en sacos, se dispersaban en lugares como los lagos cercanos. Por lo tanto, era el crimen perfecto, un crimen que no dejaba huellas. Era la destrucción del crimen mismo. No debemos confundir los campos de exterminio con los campos de concentración. Los campos de exterminio eran lugares como Treblinka, de cuya actividad no quedan fotos ni ningún otro rastro. Shoah se construye contra esa ausencia. Me dirán que en otras películas, como Nuit et brouillard (Alain Resnais, 1955) se ven cadáveres, pero es diferente: estos cuerpos fueron encontrados por las fuerzas aliadas en Alemania, en campos de concentración como Dachau, pero en realidad eran personas que habían muerto de hambre por la desorganización provocada por el final de la guerra y, sobre todo, a causa de la enorme epidemia de tifus que se propagó por los campos en esos momentos.
-Leyendo sus memorias, La liebre de la Patagoni, se tiene la impresión de que en ellas asistimos a una especie de lucha entre la vida y la muerte. Su libro puede ser leído casi como una novela de aventuras pero, incluso en los momentos de mayor vitalidad, la muerte y sus consecuencias impregnan todas sus páginas. No en vano abre el texto recordando la profunda impresión que le causó ver en el cine siendo apenas un niño L’affaire du courrier de Lyon (Claude Autant-Lara y Maurice Lehman, 1937), una hoy olvidada película que concluye con el ajusticiamiento en la guillotina de un hombre inocente y las reflexiones que sobre su equivocación hace el juez muchos años después.
-Lo que existe es lo que llamo en este libro un amor no razonado y no razonable a la vida. Un amor loco a la vida. Y es precisamente por esto por lo que la muerte me parece un escándalo absoluto. Por mucho que sepa que me va a llegar no me hace ninguna gracia que el mundo siga sin mí, no estoy nada cansado de la vida.
-En el libro dice que si le dieran la posibilidad de vivir cien veces…
¿Cien vidas? Acepto, sí.
-¿Incluso después de haber visto todo lo que ha visto?
-Absolutamente. Acepto. Y si un día estoy harto de vivir, prefiero decidirlo yo mismo.
– Así que La liebre de la Patagonia es un libro positivo…
-Es un canto al amor, un himno a la vida. De hecho, se hizo una película sobre mí que fue proyectada en un canal de la televisión francesa, France 5, en una colección llamada Empreintes, dedicada a personas que dejan su huella. Al concluirla –es una película que me gusta, bastante original y al mismo tiempo divertida–, me preguntaron qué título quería darle, y respondí «Sólo existe la vida». No hay otra cosa, yo no creo en la vida eterna ni en nada similar. Sólo existe la vida… [hace una larga pausa] Los judíos del Sonderkommando de Auschwitz-Birkenau [batallón de trabajo encargado de las cámaras de gas y los hornos crematorios de los campos de exterminio] enterraron en el fango de los hornos crematorios una especie de diario del horror para que hubiera una huella, para que hubiera un testimonio, para que algo quedara. Y se descubrió: una parte bastante pronto, creo que en 1948, otra mucho más tarde, en la década de los sesenta. Es una especie de crónica de la muerte. Manuscritos en yiddish que se encontraron roídos y llenos de humedad, en gran parte ilegibles, y también muy emotivos, si me permite la expresión. Es una especie de crónica de la muerte realizada por gentes que, estando en el reino de la muerte, santificaban la vida. Completamente. Uno de ellos escribe, preguntándose por qué sigue viviendo en esas condiciones terroríficas, que quiere vivir porque el mundo entero vive. Y escribe esta frase: «Sólo existe la vida». Me pareció algo muy hermoso y lo elegí como título de esta película que se filmó sobre mí.
-Algunos pensadores acusan a Shoah de estar muy marcada por un planteamiento cultural exclusivamente mitteleuropeo.
-No comprendo esta teoría. El exterminio de los judíos es algo que concierne a la humanidad entera: una prueba de ello es que esta película se proyecta en Japón, donde se ve en unas circunstancias históricas y culturales completamente diferentes, y los japoneses son capaces de emocionarse, de llorar ante la película, al igual que a mí se me pueden saltar las lágrimas ante una película de Yasujiro Ozu.
-Uno de los aspectos más llamativos de Shoah es el modo en que hace hablar a los protagonistas de historias tan terribles. ¿Cómo lo logró?
-El proceso varía según las tres categorías de personajes que aparecen en Shoah. Están las víctimas, judíos, que son todos personas muy particulares. Son hombres que pertenecieron a los «comandos especiales», a los que elegí sólo porque todos ellos tendrían que haber estado muertos. Eran los únicos, junto con los nazis alemanes, que podían dar testimonio de la muerte del pueblo. No había más testimonios posibles. No son deportados ordinarios. Y por ello no hay que llamarlos supervivientes, sino «resucitados», porque han regresado de la muerte. Shoah no es una película sobre la supervivencia, sino sobre la muerte, sobre la radicalidad de la muerte de las cámaras de gas. Y estas personas eran los portavoces de los muertos. Nunca utilizan un «yo», no cuentan sus historias personales, no narran la manera en la que sobrevivieron… Ese era un asunto que no les interesaba ni a ellos ni tampoco a mí. Hablan por el pueblo entero. Y para hacerles hablar tenía que conocerles muy bien, pasar mucho tiempo con ellos. Conseguir estos relatos fue algo muy duro, pues les hice pagar el precio más elevado: revivirlo todo. Pero con los nazis era otra cosa. A los nazis primero había que encontrarlos. Cada nazi que aparece en Shoah es un milagro, porque por principio todos se niegan a hablar y más delante de una cámara. Todos los que aparecen en la película fueron filmados con una cámara oculta, sin que ellos lo supieran. Y, por último, los polacos, con los que todo fue muy diferente. Era fundamental no matar su espontaneidad. Suponen la parte western de la película: el primer hombre que vuelve al lugar del crimen. Todos querían hablar allí mismo, de forma inmediata.
Una de las características de sus películas es el tratamiento de los paisajes, su permanente y silenciosa presencia…
Para empezar, me gusta la Naturaleza. Me emocionan los paisajes, los bosques, los campos, las montañas, el mar… Pero en una película como Shoah, los paisajes juegan un papel muy importante. En muchas ocasiones la voz de los protagonistas se monta en off sobre la imagen de los paisajes. Se escuchan las voces, pero no se ve a las personas que hablan. Se les ha visto antes, se les verá después. Y existe una lucha, y una colaboración al mismo tiempo, entre la imagen y la palabra. Lo que oímos da al paisaje una dimensión que no tendría por sí mismo. La palabra añade algo, crea un desasosiego, un extrañamiento, compone una interrogación sobre el paisaje. Pero al mismo tiempo el paisaje confiere a la palabra una extraña fuerza, una fuerza quizá mayor que si las voces estuviesen siempre sincronizadas con los rostros. Existe una especie de ociosidad, de discrepancia entre la palabra y el paisaje.
-En 1968 se produce una ruptura, o quizás sea más adecuado decir un enfriamiento, en sus relaciones con Jean-Paul Sartre y en general con la izquierda del momento. Aunque usted haya sido siempre un solitario, leyendo sus memorias presenciamos una caída mítica, una decepción cuando se da cuenta de que su apoyo a la independencia de Argelia y su deseo de que exista el Estado de Israel ya no son compatibles…
-Sí, siempre he pensado que no había ninguna contradicción en el hecho de ayudar a los argelinos a conseguir su independencia y en desear la existencia del Estado de Israel. No he cambiado desde entonces de idea en absoluto, pienso exactamente lo mismo ahora… [Silencio] Soy un hombre libre. Sí, soy un hombre libre.
-Usted no fue educado en la tradición judía, y sin embargo mantiene un compromiso absoluto con el judaísmo. Tanto por sus películas como por La liebre de la Patagonia sobrevuela el tema de la identidad y da en cierto modo una respuesta a las tesis de Sartre sobre el judaísmo. ¿Cree usted que la identidad judía es, en buena medida, el producto del antisemitismo?
-No, creo que un judío lo es por el hecho de serlo. Estuve de acuerdo con el planteamiento de Sartre hace mucho tiempo, pero ya no pienso así. Llegué incluso a decirle al mismo Sartre que no era justo en este sentido, y él estuvo de acuerdo. No, no son los antisemitas los que crean a los judíos: los antisemitas crean el antisemitismo.
Al igual que la obra literaria de Primo Levi, Jean Améry o Imre Kertész, Shoah se ha erigido en una obra fundamental para difundir la memoria del Holocausto. Pero, como demuestran muchas películas y novelas actuales, existe un riesgo evidente de que esta difusión se convierta en banalización. ¿Cree que es posible encontrar una fórmula que asiente las bases de la transmisión evitando la trivialización?
-Sí, seguro que hay alguna clase de límite, pero no sabría establecerlo… No sé, el viaje a Auschwitz se ha convertido en una especie de obligación, casi en una moda explotada por las agencias de viajes. Pero no estoy seguro de que sea muy correcta esa idea de hacer una «jornada Auschwitz»: salir por la mañana, hacer la visita, volver por la noche a casa o al hotel… Hay gente que dice que está muy bien y que es muy eficaz, que trastoca a la gente que lo hace. Pero la verdad es que yo no estoy muy seguro…
Publicado en Revista Minerva.