¡Ah, King Crimson! ¡Oh, Jethro Tull y Pink Floyd! ¡ELP not dead! Un buen repaso a cincuenta años (SOS) del año cumbre del endeblemente llamado rock progresivo. Nota para veteranos y para esos estúpidos imberbes milenials y zetas que gritan… ¿qué gritan?
Resulta sumamente curioso el consenso negativo que hay en torno al género del rock progresivo, incluso entre quienes son aficionados a la música y van más allá de escuchar el hit que toque cada semana. En realidad, estoy siendo optimista: lo más normal es que la gente ni siquiera tenga una opinión formada porque no es precisamente el género más popular de nuestro tiempo. Pero, para muchos de quienes la conocen –salvo sus aficionados– se trata de un tipo de música aburrida, pretenciosa y anticuada, en la que el virtuosismo prima por encima de la emoción. En general, la elaboración excesiva, los solos infinitos y la ambición desmedida que caracterizaron al género son hoy proscritos de la música mainstream.
Ojo: este no es otro texto sobre cómo la música buena es la de antes y los chavales de ahora no tienen ni idea. Siempre ha habido música de consumo más inmediato, y siempre ha habido otra con la intención de ir más allá y convertirse en arte duradero, y así debe ser. Pero lo interesante es que hubo una época en la que algunos discos conceptuales de complejas composiciones alcanzaron las cimas de las listas de ventas, en la que grupos de rock instrumental abarrotaban sus conciertos y los chavales se sumergían en la escucha de un LP como una experiencia casi religiosa. En 2023 se cumplen cincuenta años del momento en el que el rock progresivo alcanzó su cima, tanto creativa como comercialmente, así que no hay ocasión mejor para viajar a aquella época y acercarnos a un fenómeno tan fascinante como revelador.
Folk, jazz, suites y sintetizadores
Los puristas tienden a restringir el progresivo a una corriente muy concreta, de influencias sinfónicas y composiciones de larga extensión estructuradas en suites, cuyo sonido estaría definido por el trabajo de bandas como Yes, King Crimson o Genesis, a partir de 1970. Las discusiones bizantinas sobre si tal o cual artista puede considerarse progresivo son eternas, y como cualquier debate en torno a las esencias musicales, pasa más por demostrar la intransigencia propia que por entender el fenómeno. Por ello, me interesan más las posiciones inclusivas, que entienden el rock progresivo en un sentido amplio, como un contenedor para diversas tendencias que tuvieron en común una aproximación más compleja a la música popular. Normalmente, evitaban la tradicional estructura de la canción pop, de ritmo bailable o estribillo pegadizo. Y algunas de sus características fueron el uso de instrumentos poco habituales, tomados de la música clásica pero también de diversos folclores, las letras densas, de temas políticos, literarios y filosóficos, largos pasajes instrumentales, el empleo de compases irregulares y, sobre todo, un concepto de la música como medio de exploración y de expresión personal. A veces, hay que reconocerlo, con unas ínfulas que, vistas hoy, son bastante infumables. Pero muchas otras veces lo hicieron desde lo contestatario e incluso desde el humor: no puede olvidarse que, en su origen, el rock progresivo fue un movimiento contracultural más de su época.
La clave es entender que el fenómeno toma forma a partir de influencias muy variadas y eclécticas que van del rock psicodélico al jazz, pero también la ya citada música sinfónica –especialmente la música barroca–. El folk británico, que, en el contexto de la contracultura y la posmodernidad estaba experimentando una significativa recuperación mediante la labor de bandas como The Chieftains, fundada en 1963, también resultó una importante influencia para muchos grupos de prog rock. Y, desde luego, no puede menospreciarse la importancia de los avances tecnológicos en materia de instrumentación y grabación para dar forma al sonido progresivo. A finales de los años 60 se estaban empezando a popularizar los primeros sintetizadores asequibles, como los fabricados por Moog, que se convirtieron en un elemento fundamental. De hecho, la incipiente música electrónica de la época fue otro referente ineludible.
En líneas generales, lo fueron en un grado u otro casi todos los movimientos de música de vanguardia del siglo XX. Pero los antecedentes inmediatos del rock progresivo clásico que alcanza el clímax en 1973 son, sin duda, los álbumes más psicodélicos y experimentales de The Beatles, el sonido de las bandas englobadas bajo la escena de Canterbury (N del E: el grupo de músicos y bandas formado en torno de esa ciudad inglesa), con The Soft Machine a la cabeza, o algunos discos de The Moody Blues y Frank Zappa en los sesenta. Y, finalmente, el álbum que aúna el consenso de casi todos los aficionados como el primer trabajo genuinamente progresivo: In the Court of the Crimson King de King Crimson, publicado en 1969, y cuyo impacto en la escena fue tremendo. Desde su aparición, comenzaron a proliferar decenas de bandas. La ortodoxia sinfónica de Yes y Emerson, Lake & Palmer, el folk medievalizante de Gentle Giant o Gryphon, la psicodelia evolucionada de Pink Floyd o Hawkwind, o la amalgama inclasificable de Jethro Tull constituyeron una escena fascinante que, durante cuatro o cinco años, alumbró los mejores trabajos del género.
1973 o el año en el que todo se fue al garete
1973 fue muchas cosas, pero, entre ellas, fue el año de la crisis del petróleo. La guerra del Yom Kipur en octubre, que enfrentó a Israel contra Siria y Egipto, tuvo como consecuencia el bloqueo del flujo de crudo a Occidente y la subida de su precio cuando se reanudó el comercio. La crisis económica que siguió, la más dura que enfrentaba Occidente desde el crack del 29, llegó en un contexto de conservadurismo creciente en la mayor parte de regímenes del bloque capitalista, que había acabado con los sueños idealistas de una juventud que, durante los años 60, había intentado rebelarse contra los valores de sus padres. El movimiento hippie y la contracultura habían tocado techo en el llamado “Verano del amor” en 1967, primero, y en Mayo del 68, después, el último movimiento de protesta que había permitido imaginar un cambio político real. Pero los hippies parecían ya cosa del pasado y Mayo del 68 se saldó con un triunfo electoral de la derecha gaullista. En 1973, por si fuera poco, la utopía socialista ya no era una opción, pues se sabía ya demasiado de lo que sucedía al otro lado del Telón de Acero.
Parecía que cualquier atisbo de idealismo había muerto ya, pero, además, 1973 fue también el año cero de las políticas neoliberales. Roto el consenso en torno al estado del bienestar socialdemócrata alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial, las recetas de la nefasta Escuela de Chicago impactaron implacablemente en la clase trabajadora, esa que había alcanzado un nivel de vida moderadamente acomodado en las dos décadas anteriores. El abaratamiento del despido, el recorte del gasto público y la baja de sueldos destrozaron las aspiraciones de ascenso social de centenares de miles de familias.
Y es en ese caldo de cultivo de desesperanza y creciente cinismo en el que va a nacer un rock progresivo que muchos han visto, con acierto, como un epígono de la contracultura, el último coletazo de una filosofía libertaria e idealista cuyas contradicciones acabaron por minar su capacidad transformadora. En los años 70, una vez que se había asumido que el mundo no puede cambiarse por la vía de la revolución pacífica, la juventud intenta escapar de él: y en esa huida el rock progresivo ofrece mundos sugerentes, paisajes espirituales y fantásticos, en sintonía con el auge de las filosofías y religiones orientales, la ciencia ficción tan popular entonces, los libros de Tolkien… o las drogas psicodélicas, por supuesto. Se trataba de tener viajes, y la cosa era flipar, ya fuera con una tableta de LSD o con una improvisación de veinte minutos de Pink Floyd.
La edad de oro de la música popular
Es un hecho que durante la década de los 70 se publicaron algunos de los discos más influyentes de nuestra era. Aunque las radiofórmulas ya estaban marcando tendencias y el fenómeno fan era ya tan importante como la propia música, todavía era posible un cierto grado de experimentación, una variedad en las corrientes, que permitieron auténticos hitos. Por centrarnos en 1973 únicamente, basta recordar que fue el año de publicación de Aladdin Sane de David Bowie, Sabbath Bloodie Sabbath de Black Sabbath, Dylan de Bob Dylan, Closing Time de Tom Waits, Innervisions de Stevie Wonder o Head Hunters de Herbie Hancock. En lo que respecta al prog rock, aunque solo habían pasado unos cuatro años desde la publicación del seminal álbum de King Crimson, había sido un periodo de extraordinaria creatividad, y las bandas punteras de su escena tenían ya en su haber dos, tres y hasta cuatro discos que les habían permitido afinar su estilo, encontrar un camino para lo que querían hacer y la manera de componer obras sorprendentes y vanguardistas, sin que les hubiera dado tiempo a repetirse o a que los desmedidos egos de muchos de los músicos implicados chocaran y acabaran con la sintonía necesaria para alumbrar obras redondas.
El progresivo era joven y excitante, pero había alcanzado ya el nivel de madurez y de asentamiento en el mercado como para que fueran cada vez más los discos que alcanzaban el éxito de ventas. El número de elepés estrenados en 1973 que se han acabado convirtiendo en clásicos que copan cualquier top del género es abrumador. Los veteranos King Crimson lanzaban su quinto álbum de estudio, el enigmático y extrañísimo Larks’ Tongues in Aspic; Gentle Giant hacían lo propio con In a Glass House. Otra banda clásica, Camel, publicaba su disco de debut, de título homónimo. Otro grupo archiconocido, Yes, apuraba el talento de su formación más aclamada con Tales from Topographic Oceans, mientras que su teclista, el incombustible y épico Rick Wakeman, lanzaba su primer trabajo en solitario, The Six Wives of Henry VIII. El rock progresivo italiano, un género en sí mismo, había alcanzado su mejor época con sus grupos bandera en plena forma: Banco del Mutuo Soccorso, Museo Rosenbach o Premiata Forneria Marconi.
Pero como no se trata de aburrir a nadie –¿cómo? ¿Quién ha dicho “demasiado tarde” allí al fondo?–, vamos a centrarnos en cuatro discos fundamentales que en 2023 celebrarán su cincuenta aniversario.
El Génesis según Inglaterra
Genesis fue una de las bandas progresivas pioneras, y para 1973, la formación ya estaba consolidada y había producido dos obras extraordinarias: Nursery Cryme (1971) y Foxtrot (1972). Sus miembros habían afinado un sistema de composición más o menos colectivo: alguien llegaba con un riff, o con una línea de bajo, o con una melodía de teclado, y a partir de ese material la banda trabajaba hasta construir los temas definitivos, que firmaban como Genesis. Selling England by the Pound es la culminación de los talentos individuales de cinco músicos en estado de gracia, obsesionados con la perfección del sonido y la precisión en cada nota interpretada. Peter Gabriel, el peculiar frontman y vocalista y uno de los mayores talentos de las últimas décadas, está, aún, plenamente comprometido con una banda que acabaría abandonando años después; Steve Hackett demuestra por qué es considerado uno de los mejores guitarristas progresivos, y Phil Collins está en sus mejores años como baterista.
La original visión de Gabriel está muy presente en un disco lleno de letras alegóricas, narraciones más que canciones al uso, en las que da rienda suelta a su vena teatral, especialmente en “Battle of Epping Forest” y en la pieza con la que arranca, “Dancing with the Moonlit Knight”, un tema atemporal que comienza con la voz a capella de Gabriel y transita por pasajes musicales perfectamente enlazados entre sí mediante cambios alucinantes, una práctica en la que reside gran parte de la gracia del prog rock: la forma en la que las diferentes melodías, ritmos y capas encajan como en un rompecabezas, de forma que unas notas que en un momento determinado aparecen al fondo pueden, pasados unos minutos, convertirse en las protagonistas de una nueva sección. Selling England by the Pound contiene otros grandes hitos de la banda, como “Firth of the Fifth” o “The Cinema Show”, en los que despliega todas las virtudes del género, y casi ninguno de sus defectos: son piezas vibrantes, llenas de cambios y de contrastes entre momentos íntimamente acústicos y la épica eléctrica que lideraban las guitarras de Hackett. Es un viaje intenso e impredecible, que ejemplifica como pocos álbumes la versatilidad del prog y la riqueza de influencias que podía poner en juego en poco menos de una hora de música. Para muchos aficionados, es el mejor disco de rock progresivo de la historia, sin más.
El niño prodigio
Aunque lo más habitual en el progresivo siempre fue que lo practicaran bandas con un montón de miembros, hubo una notable excepción: Mike Oldfield. En 1973 tenía solo veinte años, había tocado el bajo en el grupo de Kevin Ayers, y logró ganarse la confianza de Richard Branson para que le ofreciera varias semanas de grabación en los estudios de The Manor, de las que saldría el disco que se convertiría en la primera referencia de Virgin Records: Tubular Bells. El caso de este álbum es verdaderamente excepcional, un milagro fruto de las pulsiones de un absoluto superdotado, sin formación musical, que compuso la mayor parte de las melodías del disco con diecisiete años por puro oído y pura intuición.
Que alguien que no sabía diferenciar una corchea de una redonda fuera capaz de pulir una música tan compleja, con tantas capas y conexiones, y no solo eso, sino que tocara prácticamente todos los instrumentos que aparecen en sus dos pistas, parece hoy un auténtico prodigio. Tubular Bells se construye sobre melodías en bucle que Oldfield explora obsesivamente, desde el mismo comienzo, archiconocido por ser parte de la banda sonora de El exorcista (William Friedkin, 1973), y destaca por las intrincadas líneas de bajo y el sentido de la instrumentación del intérprete, atípico incluso para el progresivo, tal vez porque Oldfield, en realidad, no bebía tanto de esas influencias como del folk, la escena de Canterbury y su admiración por Bach. Número uno en las listas de ventas del Reino Unido, Tubular Bells se convirtió en un fenómeno sin precedentes: casi cincuenta minutos de música instrumental, sin más pausa que la necesaria para poder darle la vuelta al vinilo, que alcanzaban el éxito comercial contra todo pronóstico. La primera parte es absolutamente impecable, pulida desde la adolescencia en cada una de sus secciones y con unas transiciones brillantes; la segunda, aunque alcanza un clímax excelente con una sección de guitarras cristalinas y crujientes que se entrecruzan en una auténtica catedral de sonido, resulta un tanto más deslavazada, porque contiene material más improvisado por parte de Oldfield para poder alcanzar la duración habitual de un longplay. Pese a ello, el debut de este músico es, sin duda, una de las grandes obras de 1973, a las que siguieron otros trabajos esenciales en el género: Hergest Ridge (1974), Ommadawn (1975) o Incantations (1978).
La gran broma
Más que una banda de rock progresivo, Jethro Tull es una banda que atravesó por una fase progresiva. Se trata del proyecto musical de Ian Anderson, un peculiar personaje, conocido por sus histriónicas actuaciones mientras perpetraba interpretaciones con su flauta travesera que harían llorar a cualquier estudiante de conservatorio. Más de treinta músicos han pasado por un grupo que sigue aún en activo pero que entregó sus mejores trabajos durante la década de los 70, cuando dejaron atrás las iniciales influencias del blues y se sumergieron en una peculiar visión del prog rock matizada por influencias folk y barrocas. Pero si por algo se ha caracterizado la música de Jethro Tull es por tener un fuerte componente humorístico, sin el que no puede entenderse su propuesta.
Antes de 1973, la formación había alumbrado ya sus dos álbumes más exitosos: Aqualung (1971) y Thick as a Brick (1972), recibidos por la crítica musical como ambiciosos discos conceptuales. Anderson, siempre presto a tocar las narices (N del E argento: fastidiar, provocar), compuso el segundo tras la excesiva seriedad con la que se habían tomado el primero, e hizo, en sus propias palabras, una parodia de los aparatosos discos de Yes o Emerson, Lake & Palmer, que fue, paradójicamente, superior a casi todos ellos. A Passion Play es un trabajo mucho más oscuro, que responde de nuevo a la voluntad de molestar y hacer siempre lo que no se espera: Anderson quiso doblar la apuesta y hacer un álbum intencionadamente excesivo, con algunas de las secciones más endiabladamente complejas que nunca interpretó la banda, que se inspira en las passion plays medievales y que cuenta la historia de Ronnie Pilgrim y su descenso a los infiernos tras su funeral. Los músicos, tras sus éxitos precedentes, van sobrados: Martin Barre, infravalorado guitarrista, realiza sus mejores aportaciones a la discografía de la banda, mientras que los teclados y sintetizadores de John Evan están ya plenamente integrados en su sonido. Por no hablar de la capacidad lírica de un Anderson que acompaña a su habitual flauta con un luminoso saxofón que suena estupendamente en algunas de las mejores partes de este disco compuesto de un único tema.
A Passion Play es una debilidad personal, y si lo destaco siempre por encima de sus predecesores es porque es aquí donde Jethro Tull ha desarrollado ya la capacidad de hacer lo que le viene en gana, sin límites, con todos los excesos que puedan imaginarse. Incluyendo introducir un desconcertante cuento como interludio, “The Story of the Hare Who Lost his Spectacles”, que enfadó hasta al fan más entregado. Lo mejor y lo peor del prog está en este álbum maravilloso que no puedo evitar amar con locura.
La cara oculta del rock progresivo
En 1973, Pink Floyd era un grupo más que asentado en el panorama del rock británico de su época, con siete discos a sus espaldas desde su debut en 1967. Se trataba de una banda estable, un cuarteto tras la renuncia forzosa del fundador, el genio en bruto de Syd Barrett, compuesto por el teclista Richard Wright, el batería Nick Mason y los dos trenes siempre a punto de chocar: el guitarrista David Gilmour y el bajista Roger Waters. Tras los inicios psicodélicos, ambos protagonizaron un pulso por llevar el volante de una banda que pronto evidenció que estaba hecha para altos vuelos.
Más que el virtuosismo en las melodías, el sonido de Pink Floyd se basaba en las atmósferas espaciales y en los paisajes sonoros, con un cuidado en la producción extremo y un interés por usar siempre la última tecnología disponible. Dark Side of the Moon fue un proyecto clave porque permitió al grupo un éxito de público mayor. En él volcaron mucho material que había sido creado en las giras anteriores, y contaron con Alan Parsons como productor para asegurar un sonido que, incluso hoy, asombra por su limpieza y nitidez. La parte lírica evidencia la mano de Waters –izquierdista sin complejos– y recurre a sus habituales temas de crítica social y política, especialmente en los dos singles vocales: “Time” y “Money”. El resto de temas del disco forman un armazón solidísimo, que soportan el viaje sensorial de Dark Side of the Moon. Al contrario que otros discos de prog rock , este entra desde la primera escucha, porque tiene la capacidad de absorber a cualquier oyente y transmitirle emociones muy puras. Pink Floyd, para bien y para mal, abandonaban con este álbum los experimentos más radicales y se sumergían en un sonido envolvente, aún complejo, pero mucho más accesible. Eso sí, es difícil encontrar un álbum de la época más redondo y sólido que este, que se ha convertido en un auténtico clásico que lleva ya más de cincuenta millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
El ocaso del gigante
Tras este excelente año, aún quedaban algunos de apogeo para el género. Entre 1974 y 1977, aproximadamente, se produjeron interesantes discos y unas pocas obras maestras: los ya citados trabajos de Mike Oldfield, Wish You Were Here (1975) de Pink Floyd, The Lamb Lies Down on Broadway (1974) de Genesis, Red (1974) de King Crimson… Pero, en poco tiempo, casi todos los grandes nombres fueron virando a otros sonidos, simplificando sus propuestas, limitando las suites instrumentales e incorporando ritmos más pegadizos, canciones radiables y temas más cortos.
Los tiempos de crisis salvaje que se vivían acabaron teniendo lo que merecían: el furioso punk, en las antípodas del elaborado sonido progresivo, que rápidamente perdería el favor del gran público y se vería tan anticuado como las chaquetas de pana con coderas. Hubo músicos que continuaron en esa órbita, con lógicas evoluciones, pero muchos tiraron la toalla y se intentaron reinventar como bandas de AOR –Adult Oriented Rock–, como Asia o Yes, o viraron hacia el pop/rock con notable éxito, como hicieron Genesis bajo el liderazgo de Phil Collins o Mike Oldfield, conocido en los 80 por hits como “Moonlight Shadow” (1983) o “To France” (1984).
Jethro Tull dejó atrás el progresivo y se entregó a una peculiar mezcla de hard rock, electrónica y folk. Muchos otros grupos, sencillamente, se disolvieron, aunque algunos de sus integrantes continuaron con sus carreras en solitario, alejados de los focos. La década de los ochenta vio un cierto revival hacia su ecuador, de la mano de bandas neo prog como Marillion, pero la verdadera resurrección vino cuando, a partir de mediados de los 90, King Crimson, Yes, Camel o incluso otras bandas menos conocidas como Uriah Heep, Gryphon o Renaissance volvieron por sus fueros y recuperaron parte del espíritu original, ya sin la presión de encajar en los cambios del mercado mainstream, asumiendo su condición de nicho minoritario con un circuito limitado de actuaciones en vivo, al que los fans acudían en busca de los grandes temas del pasado glorioso más que las nuevas composiciones. Atrás quedaron los días de gloria, y aquel año en el que la música más comercial se hacía con flauta travesera, guitarra de doce cuerdas y órgano mellotron.
FUENTE: Contexto CTX.
La fotografía de Jethro de apertura es de Heinrich Klaffs.