La función política del policial, la escritura a la vera de la muerte, el pasado y la memoria, la genialidad y el trabajo son algunos de los temas que recorre Mankell en esta segunda y última parte de la entrevista con el monumental escritor sueco.
La mirada artesanal
Más allá de intentar transmitir su visión sobre la sociedad contemporánea, Mankell no cree que el policial sea necesariamente el único ni el mejor medio para ello, aunque sí le reconoce cierta efectividad, lo que explica la increíble proliferación del género, aún en países que no contaban con tradición en el mismo.
“Sabemos que la mayor parte de los lectores se inclinan por el policial o el suspenso. Alcanza con constatar la temática de la mayoría de las películas que se hacen ahora: en todas tiene que haber una intriga en base a una o más muertes. De manera tal que el policial es una forma efectiva de llegar al público. Y prueba de ello la antiquísima historia que la precede, ya que es una de las formas más antiguas de la literatura. Podemos remontarnos a la antigua Grecia… ¿De qué nos habla Medea? Es una obra que nos habla de una mujer que asesina a sus hijos por celos. Novelas policiales existen desde hace dos mil quinientos años, incluso hay claros antecedentes no sólo occidentales, sino también en China. Obviamente, si desde hace dos milenios cuenta con ese poder es porque el género encierra algo de efectivo. El drama y la tragedia clásica me influyeron mucho, y eso se puede volcar fácilmente al policial.”
Y de todos modos, aún sin deslindar responsabilidades sobre el compromiso social que le toca, Mankell no cree que vehiculizar un mensaje político tenga que ser uno de los objetivos de la literatura.
“Creo que no podemos escribir la ficción, si lo que de verdad deseamos es transmitir un mensaje político. Lo que hago es contar historias. Después, todo el mundo puede encontrar un mensaje, del tipo que sea. Pero yo prefiero decir que trato de centrarme en la importancia de la historia y narrarla de la mejor manera posible. Es que la dimensión política siempre estará presente, todo depende de la voz que yo decida utilizar. Cuando escribo ensayos periodísticos los mensajes fluyen de modo más directo, pero no es lo mismo que cuando escribo una novela”.
Cuando se le pregunta por el secreto de su enorme productividad (publicaba regularmente al menos una novela al año), Mankell se alza de hombros y admite que escribe mucho. “Supongo que es porque no miro televisión. Si sumo las horas que mucha gente gasta en mirar televisión por día, al cabo de un año puedo ganar varias semanas sólo para escribir. Creo que el arte es una forma artesanal, y el buen arte es una forma excelsa de la artesanía. No desaparece misteriosamente en los mundos imaginarios de la literatura, lo que sería muy difícil de explicar. Soy algo escéptico ante la idea de genialidad, no porque no crea que exista sino porque me parece que es necesario alimentarla. Muchos escritores con los que he hablado del asunto, que están cerca de mí y son excelentes profesionales, se mostraron de acuerdo conmigo. La escritura tiene mucho de arte racional, no es sólo un arranque místico o inmersiones mágicas y milagrosas en las profundidades de mundos secretos. Es trabajo, ensayo y error, idas y vueltas. Es así como funciona”.
En verdad, Mankell ejerce la habilidad de esa artesanía sobre cada cosa en que detiene la mirada. A partir de allí comienza un relato que, escrito o no, se revelará como algo único para flotar por siempre en la conciencia de quien escucha. Como si participara de un ejercicio cotidiano, comparte sus historias sin esperar recompensas.
“Sólo puedo obsequiar relatos, de modo que aquí va uno absolutamente real. Hace un tiempo, me encontré en una isla situada frente a Maputo. Caminaba por la playa, cuando vi un grupo de niños, algunos casi adolescentes, jugando por allí. Al divisarme, comenzaron a seguirme y a hablarme. Poco a poco se fueron yendo, hasta que quedó sólo uno caminando conmigo. Era un chico de color, muy delgado y bello. Al cabo de un rato de andar en silencio, me preguntó: ‘Cuando un hombre y una mujer se besan, ¿quién cierra los ojos primero?’ Quedé desconcertado por su inquietud, y lo primero que se me ocurrió fue una respuesta de compromiso: ‘No importa eso, lo importante es que los dos tengan deseos de besarse’. El pareció aceptar esa contestación, pero no lo vi del todo convencido. Y a decir verdad, yo tampoco lo estaba. De modo que en un bar del pueblo, conté la anécdota, en busca de alguna luz sobre los motivos de la pregunta. Todos rieron, hasta que uno se apiadó de mí y me dijo: ‘Ocurre que en nuestra cultura no existe la tradición de expresar el afecto mediante un beso. Eso los niños lo habrán visto en el cine’. Al salir de allí caminé un poco pensando en esto, y vi un cartel, no recuerdo si de Nokia o de Ericsson, que decía: ‘Nokia (o Ericsson) nos comunica mejor. Nokia (o Ericsson) nos une a todos’. Sí, esa leyenda se podía leer en una isla africana, frente a la costa de Mozambique. Que nos comunique mejor, es posible. Que nos une a todos, de ninguna manera. Después de todo, cuando un hombre y una mujer se besan, ¿quién cierra los ojos primero?”.
El Espejo Retrovisor del Ángel Impuro
«Todavía puedo ver a Henning a mi lado. Sus andares pesados, su abrigo negro, su pelo blanco un poco rebelde y esos ojos tan despiertos, teñidos de pesar por la condición humana. Como el escritor político, poético y prolífico que era, Henning fue más allá de las novelas policiacas, aunque en mi memoria destacará siempre su inspector, surgiendo entre las brumas de encuentros imaginarios. Henning y su inspector de policía, a los que descubrí por mi cuenta. Leí Asesinos sin rostro y empecé a pasear con Wallander. Ahora que Henning se ha ido, a veces los veo superpuestos y, agradecida, paseo con los dos».
Patti Smith
Una de las últimas novelas de Mankell fue Un ángel impuro (2012). Ya desembarazado de Wallander, el autor da cuenta de un hecho ocurrido una década antes. En 2002, un hombre se encuentra con un viejo cuaderno en la habitación del que antaño fuera el lujoso África Hotel, en la ciudad mozambiqueña de Beira. En la tapa del cuaderno identifica un nombre y una fecha: «Hanna Lundmark, 1905», pero el cuaderno está escrito en una lengua que desconoce.
Mankell tiene mucho de ese “ángel impuro” que necesita mirar hacia atrás para seguir avanzando, sin verdades absolutas, sin falsos axiomas. Todo viaje lleva a lo inesperado, y esa imprevisibilidad sólo se conjuga con un repentino giro a la historia que vamos escribiendo (o creemos escribir) sobre nosotros mismos. Esa es la lección que parece querer transmitir Henning Mankell –aunque con un gesto de tedio pretende indicar que no tiene lecciones que administrar: lo fundamental siempre está un paso por delante.
El 16 de diciembre de 2013 Mankell sufrió un accidente en su auto. El día de Navidad despertó con lo que pensó era una tortícolis, y en los días sucesivos el dolor se extendió de manera extraña. El 8 de enero de 2014, una mañana fría y nevada, fue al hospital y tras unas radiografías le diagnosticaron un tumor cancerígeno en el pulmón izquierdo con metástasis en la nuca. Al salir del hospital vio a una niña saltando feliz sobre un montículo de nieve y al instante supo que iba a hacer lo mismo que ella: seguir saltando como lo hacía durante su infancia en un pueblo perdido en el norte de Suecia. Esa fue la idea que se le ocurrió para enfrentar la enfermedad: debía contar ese duelo con la muerte desde la perspectiva de la vida.
El resultado fue Arenas movedizas (2015), un libro donde la vida es una suerte de rompecabezas con historias que entretejen en silencio acerca del porvenir de una persona. Como era de esperarse, el proceso no fue sencillo. Desde el mismo momento en que conoció su diagnóstico, Mankell vivió un verdadero descenso a los infiernos por la “certeza paralizante” que le produjo conocer la noticia de saberse víctima de una enfermedad grave e incurable. Durante un período de diez días y diez noches debió luchar contra el temor a quedar inmovilizado por el miedo que lo amenazaba con destruir toda su capacidad de resistencia. Mankell refiere a la “lucha silenciosa para sobrevivir a las arenas movedizas.”
Tras superar el impulso de rendirse, comenzó a leer libros sobre pantanos y descubrió así que el relato sobre esas masas de arena capaces de arrastrar consigo a un hombre y matarlo era un mito: “Todas esas historias que se cuentan y lo que describen son una invención.”
Desde un primer momento supo que su último opus estaría dedicado a Eva, su gran amor, pero también incluyó su homenaje a la memoria de un panadero romano llamado Terentius Neo y su mujer, quienes murieron sepultados tras la erupción del Vesuvio, en Pompeya. Terentius se hizo retratar sosteniendo un rollo de papiro en la mano, en tanto su mujer –bella y serena, de pie a su lado– sostenía un “estilo” para escribir y una tablilla de cera.
“Dos personas que parecen tomarse la vida muy en serio”, escribió Mankell sobre ellos. También él se tomó la vida muy en serio, con un pie en la nieve y otro en el polvo, aun cuando sabía que acabaría por terminar entre cenizas y lava ardiente.
“Puede que no me atreviera a pensar en el futuro. Era territorio incierto, minado. Así que volvía continuamente a la infancia”, escribe. Pero no únicamente. También, muy en su estilo, este libro-testimonio presenta una procesión de episodios de primeras voces y sus sombras. Lo asocia con un “espejo retrovisor”, como él lo llama, en el que mira atrás para seguir avanzando.
La obra incluye asimismo denuncia política y social sobre el legado que dejará esta civilización a la humanidad: no será ninguna de las grandes obras, ni Miguel Ángel, ni Dante, ni Mozart, sino los residuos nucleares enterrados en el fondo de alguna montaña sueca jugando con la memoria del futuro, con el riesgo paradójico de que, según Mankell, el último recuerdo que entregue el ser humano será ése:
“Que nadie recuerde nada. Lo último que dejaremos detrás de nosotros es algo que escondemos para que nadie lo encuentre.”