En esta extensa entrevista -de la que publicamos aquí una primera parte- cuenta la historia y las ideas del creador Wallander, sus diferencias políticas con su personaje, sus comienzos literarios y su relación, cercana e intensa, con quien fue su suegro, el gran Ingmar Bergman.

Hay tipos así. Hombres cuyas vidas son gemelas a la de esos barcos mercantes con nombres encantados; vidas como navíos que surcan los mares con aires cansinos sin mayor ambición que la de perderse de vista. Hombres de voz mineral y manos áridas, que sin embargo seducen el aire que tocan.

Un tipo así es Henning Mankell. A simple vista, alguien puede confundirlo con Elmer Gruñón, ese personaje de los Looney Tunes, aunque ni bien se supera la primera barrera comienza a aparecer un espíritu lúdico y Elmer le deja espacio a sus antagonistas, el pato Lucas o Bugs Bunny. Pero no del todo, hay que adivinarlos, porque seguirá insistiendo en su máscara hosca. Se puede decir que Henning Mankell es un tipo satisfecho. Enojado (sabiamente enojado), sí, pero satisfecho. Una amplia camisa negra con estampados blancos, parece ser el resumen perfecto de su existencia. Negro y blanco. Blanco y negro. Veamos. Nació en Estocolmo (1948), pero se crio en las pequeñas ciudades suecas de Sveg  y Borås junto a sus abuelos. Si bien comenzó como dramaturgo (con veinte años ya era autor y ayudante de dirección en el teatro Real de Estocolmo), ha escrito numerosas novelas, tanto para jóvenes como para adultos.

Cuando tenía nueve años, camino a la escuela durante una gélida mañana de invierno, lo sorprendió una revelación que le cayó con la fuerza de un rayo eléctrico: “Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo”. Esta certeza inesperada ya no se le borró. Y sin embargo, fue él y fue otros, muchos otros, aunque uno en particular: el comisario Kurt Wallander, quien apareció por primera vez en su novela Asesino sin rostro (1990). Desde entonces ha vendido la friolera de veinticinco millones de libros en más de cuarenta idiomas. Las rebuscadas intrigas de Wallander exceden lo policial para expresar mensajes sociales: el paro, la inmigración y la inseguridad ciudadana suelen estar presentes en sus novelas.

Henning Mankell nunca vivió en Skåne, la región del sur de Suecia donde pasó sus días su alter ego, en la ciudad de Ystad. Lo hizo en cambio en un pueblo costero a unos 80 kilómetros al sur de Gotemburgo, en la costa oeste del país. Por las noches veía las luces de los barcos que hacían la línea Oslo-Copenhague. En primavera se sentaba en el patio a escuchar el canto de un mirlo (todo buen aficionado a la ópera, y Mankell lo era, oculta alguien que se ha pasado la vida escuchando a los pájaros). La casa estaba sobre un promontorio barrido por el viento, y muy a menudo Mankell tenía la sensación de vivir en un barco zarandeado por la tempestad.

Al igual que su comisario, no era un tipo particularmente simpático. Todo lo contrario. Respondía como perdonándole la vida a su interlocutor, dejando en claro que si lo hacía era porque no resultaba mucho más atractivo lo que tenía por delante. Dueño de un carácter gélido y algo hosco, había logrado cierta reputación por las formas poco diplomáticas que tenía de dirimir lo que consideraba “preguntas estúpidas”, tanto de periodistas como de lectores. En más de una ocasión abandonó una conferencia de prensa o  un encuentro con sus seguidores por no soportar lo que estaba oyendo.

No obstante Mankell, al igual que Wallander, tiene un fondo de decencia indestructible que impulsa a perdonarle todo, desplantes y malas maneras incluidas. Más allá del éxito comercial de su personaje, en lo formal acabaría por renovar el policial nórdico, género que en Suecia se impuso recién a mediados de los años ’60 del siglo pasado gracias a la obra de la pareja formada por Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Ellos tomaron el policial para demostrar las fisuras del welfare state (Estado de bienestar) que caracterizó a las sociedades nórdicas. El buen Mankell los adoptó como padres literarios –lo que nunca ocultó, con gran honestidad intelectual– y vino a desdoblarse en Wallander, como mucho tiempo antes Georges Simenon se desdobló en el inspector Maigret. Y al igual que Simenon, el sueco también se desplegó en otros para darle una voz a los desposeídos de África. Y tampoco únicamente. Una tercera línea, libre de Wallander o el “ciclo africano”, la desarrolló en novelas más intimistas, con tramas que no se atan a ninguna particularidad genérica.

Así, Mankell fue él, ningún otro.

 

Un pie en la nieve, el otro en la arena

Mucho antes de asumir las curvas y sinuosidades de su camino, Mankell tuvo una historia que ocultar. Su madre abandonó a la familia cuando él tenía un año de edad, de modo tal que fue su padre, juez de profesión, quien debió hacerse cargo. Los Mankell fueron a vivir a un pueblo del remoto norte en el intento por olvidar el abandono. El pequeño Henning fue criado por su hermana mayor y por una abuela que le enseñó a leer y escribir. Su abuelo le transmitió el amor a la música que muchos años después compartiría con el comisario Wallander.

“Estaba lejos de todo. Recuerdo lo feliz que era en la escuela cada junio, recogíamos flores y cantábamos a la primavera.”

El abandono materno aumentó su predisposición al aislamiento, pero encontró en su padre una figura cariñosa, que lo amó plenamente, y aún rememora aquellos años con emoción sincera.

“Cuando tenía seis años mi abuela me animó a leer y escribir. Todavía recuerdo la increíble sensación que me provocaba poner palabras una detrás de otra para formar una oración, y luego a otra y otra, hasta que de repente me daba cuenta que había concebido una historia. Este sentimiento fue fantástico. Era como un milagro. Las fuerzas de la imaginación tienen el mismo valor que el verdadero mundo, cuando ellas se convierten en un instrumento de supervivencia: al desaparecer mi madre, me imaginé una. Eso me ayudó a sobrevivir. A los doce años creía haberlo visto todo. Pude haber cerrado las puertas entonces, pero por suerte no lo hice. Había un pequeño río donde crecí, y recuerdo estar de pie junto a él pensando que era el río Congo y que lo atravesaría. Lo que efectivamente hice. Lo que soñé de niño, pude hacerlo de adulto. No exactamente, desde luego. En este sentido, creo no tener una correspondencia con Peter Pan. Pero nunca cambié el curso de las cosas que escogí entonces.”

A los quince años, Mankell dejó la escuela y cumpliendo con el rito de iniciación propio de los vikingos se embarcó en la marina mercante. La sed de aventura que esperaba fue un fiasco, ya que los destinos de su carguero eran tan poco interesantes como el puerto de Middlesbrough, un oscuro punto de Inglaterra, donde atracó quince veces. Luego pasó un año en París, adonde llegó con dolor de muelas y doscientos francos en el bolsillo. Durante un tiempo se ganó la vida arreglando clarinetes, un trabajo que sabía hacer con los ojos cerrados gracias a los conocimientos heredados de su abuelo. Sin embargo, desde hacía tiempo estaba convencido de su destino: sería escritor.

“No podía soñar con otra cosa para mi vida. Jamás me imaginé  la posibilidad de conducir una locomotora o cosas por el estilo. Siempre escribí porque supe que era esto lo único que quería hacer. Empecé con cuentos en la escuela. A los quince años me fui de Suecia. En ese momento, todo el que quisiera convertirse en artistas tenía que viajar a París. Así fue como llegué a la Gâre du Nord en enero de 1964. No conocía a nadie, no hablaba el idioma… Sin embargo, permanecí un año sobreviviendo con trabajos en negro y mal pagos. Era bastante absurdo, pero lo tomaba como un paso por la universidad de la vida, algo que me iba a servir en el futuro para mi carrera de escritor. Debo admitir que ahora tengo una vida llena de privilegios, pero el mayor sin dudas es poder hacer lo que siempre quise. Todo el mundo alimenta muchos sueños, pero para la mayoría esos sueños se quedan simplemente en eso: una posibilidad. Yo tuve la suerte de poder vivir los míos.” ([1])

A los 19 años Mankell da dos pasos fundamentales en este sentido. El primero es terminar una obra de teatro, en tanto que el segundo tiene que ver con otro sueño nunca confesado: conocer África. Desde niño, en el pequeño pueblo sueco donde creció, imaginaba el día que llegaría a enfrentarse a los cocodrilos, imagen que simboliza para Mankell el exotismo del continente negro.

“Los cocodrilos, claro, los cocodrilos… En la región de Suecia donde crecí, a lo lejos se veía a la distancia una gran montaña y un río corría delante de nuestra casa. El sueño de viajar a África puede haber comenzado allí. Me imaginaba que el fin del mundo estaba al otro lado. Pero cuando crecí un poco mi idea de África había cambiado: no quería ir allí para ver cocodrilos, sino para ver a los africanos. Desde entonces tengo la impresión de que África ha hecho de mí un europeo mejor. Es por eso que vuelvo regularmente desde hace tanto tiempo. Suelo decir que tengo un pie en la nieve y el otro en la arena. Me siento en casa tanto en Suecia como en África. Es cierto, fue parte del mismo sueño, y creo que no es casualidad que haya terminado mi primer obra el mismo año que logré visitar África. Sentía entonces la necesidad de tomar distancia con Europa, tener otra perspectiva del mundo por fuera de su egocentrismo.”

Pareciera existir cierto paralelismo entre ese placer por la mirada atrás, hacia la infancia, y este presente, en África. En ambos casos, hay dolor y alegría. Blanco y negro.

“Sí, puede ser cierto… La visión que el mundo occidental tiene de África me rebela. Por ejemplo, los africanos pobres nada tienen que ver con la crisis global, aunque sufren las peores consecuencias. En buena medida esto es también responsabilidad de los medios, que manipulan las imágenes sobre África: siempre describen cómo la gente muere, pero nunca se dice nada acerca de cómo se come, se ama, se vive allí”, sentencia con pasión.

 

Gritos y Susurros

África le depararía nuevas y agradables sorpresas. En un viaje del ’73, descubrió el hermoso archipiélago de las Bubaque, en Guinea Bissau (“Un paraíso, tal vez demasiado paradisíaco incluso para mí”, confesaría con algo de pudor), luego Zambia, y más tarde casi todo el continente. Existe una foto de Mankell de esos años donde se lo ve cumpliendo el viejo sueño: sostiene una cría de cocodrilo entre las manos.

Pero lo mejor estaría por llegar. Deslumbrado con el pueblo de Mozambique, aceptó instalarse en la capital Maputo seis meses al año donde dirige el Teatro Avenida, el más importante del país. A eso se refiere con “un pie en la nieve y otro en la arena”, al tener su vida dividida entre su país y cultura natal y la que tomó en adopción. Pero además, faltaba algo para que su enamoramiento africano en blanco y negro fuera total.

Cierto día, en Tombuctú, Malí, Mankell vio a una bella joven extranjera leyendo absorta bajo la luz de una de las pocas farolas que había en la calle. Lejos estaba de suponer que esa joven también era sueca y mucho menos que su nombre era Eva Bergman. Por otro lado, nada tiene de extraordinario: muchas mujeres suecas se llaman Eva Bergman. Lo realmente notable fue que se trataba de una de las hijas del famoso cineasta, Ingmar Bergman. Entonces tuvo la certeza de que su fascinación por África cobraba un sentido: un destino secreto la puso allí, bajo la luz de esa pobre farola en Tombuctú. En 1998, tras tres matrimonios fallidos, el novelista se casó con ella.

“El paisaje más hermoso que conozco es el rostro de mi mujer, Eva”, comenta a quien quiera escucharlo. Como no podía ser de otro modo, Mankell llegó a mantener una relación muy estrecha con su suegro, quien lo consideraba una especie de hermano menor. A menudo era invitado a ver películas en la sala particular que Ingmar poseía en su casa de la isla de Fårö (esa sala, que daba al mar, aparece en su último film, Saraband).

“Era un verdadero genio. Tuvo una importancia decisiva en mi vida y terminamos por hacernos excelentes amigos. No nos veíamos muy a menudo, en parte por los viajes y las ocupaciones, pero cuando lo hacíamos pasábamos horas conversando sobre arte, política y otros asuntos.”

Mankell dice que Bergman le hizo cientos de comentarios sobre todas las películas que vieron juntos, pero por desgracia nunca llegó a anotarlos, muchos de ellos  ni siquiera a memorizarlos. Lo que sí hizo fue escribir una serie para la televisión sobre la vida de su suegro, un proyecto asimismo frustrado puesto que no llegó a filmarse.   De todos modos, el escritor –como casi todo el mundo en Suecia, por otra parte– guarda no sólo respeto sino también una admiración casi reverencial por la obra de su suegro. Pero el eje de sus conversaciones no era el cine ni la literatura, sino la música.

“Sí, tenía un conocimiento enorme, en particular sobre música de cámara, que ayuda a entender mucho del proceso creativo. Amaba escucharlo filosofar sobre la música, sobre su sensación de la música como vehículo, cosas que un libro no puede expresar. Hablábamos esencialmente de música clásica. Bach nos enloquecía por igual. Era una dicha tener un interlocutor como Ingmar. Por ejemplo, yo le hacía algunos comentarios respecto a imágenes de sus películas que asociaba con la pintura y él me daba una respuesta que me abría el campo por completo. Me interesa mucho la pintura antigua, como Caravaggio, pero también los más recientes. En ciertos fotogramas de Bergman creí ver pinturas de Edward Hopper, ese desgarramiento frío y seco, esa soledad. Muchas veces me han dicho que mis paisajes también llevan a pensar en ciertos cuadros. Quizás es así porque me gusta escribir libros que yo amaría leer. El clima tiene una gran importancia para mí. Es la primera pregunta que siempre hago por la mañana: ¿Va a llover? El clima y los paisajes cumplen la misma función. Sirven para crear atmósferas”.

Mankell admite que quizás sí, que tal vez adoptó ese tono frío, desolado, tormentoso, pero también bello como una breve tarde de verano que aparece en el cine de Bergman. No fueron pocos los críticos de su país que asociaron el carácter algo melancólico de muchos de sus personajes (incluido Wallander) con el de su suegro. Aunque reniega que sea un rasgo personal.

“Creo que esa melancolía se encuentra muy presente en la Europa de nuestros días, pero yo no soy un tipo particularmente melancólico. Hay muchas cosas que me molestan de la situación actual. Es probable que filosófica y políticamente me sienta muy cansado. Vivimos en un mundo terrible. Le voy a dar un ejemplo claro: en este exacto momento en África están muriendo diez niños de paludismo. Tenemos la logística y los medicamentos para salvarlos, pero no lo hacemos. Miles de niños mueren así cada año. Esto me enfurece. Yo también sufrí la malaria, pero no morí porque vengo de un país rico, estuve bien alimentado, me generaron otros anticuerpos. Bueno, no hay anticuerpos en los niños africanos.”

 

 

Wallander: el Otro Yo que no era Él

Precisamente esa ira fue la que dio origen a quien cambiaría la vida de Henning Mankell: “En 1989 me sentí atormentado al ver la xenofobia galopante que no cesaba de crecer. Sólo puedo entender el racismo como un crimen y si hablamos de crimen, el único que podría sacarme del problema tenía que ser un detective. El género policial es el ideal para organizar y exponer las disfunciones de nuestra sociedad sin caer en un maniqueísmo absurdo. Un escritor, según lo entiendo,  debe mostrar interés por el mundo que habita y lo mínimo que puede hacer para ello es tratar de entenderlo. Si Wallander hubiese sido francés, o si yo mismo lo hubiese sido, no me habría quedado más alternativa que enfrentar la revolución de 1789. Habría tenido que hacer algunas al país de la Ilustración que hoy se expulsa a los gitanos y los desarraigados del mundo. Me abruma lo que veo de Europa y la llamada civilización”.

Cuando comenzó a escribir la primera novela del ciclo, encontró el nombre de Kurt Wallander en una guía de teléfonos y ya no lo abandonó. Todos pensaron que Wallander era Mankell y Mankell era Wallander, pero la identificación no le hacía demasiada gracia al autor. Más bien todo lo contrario.

“Creo que nos unen tres puntos en común: tenemos la misma edad, la misma pasión por la ópera italiana y trabajamos enormemente, él en lo que concierne a su profesión policial a la que se aferra como una suerte de ancla, y yo como escritor y ciudadano comprometido. Fuera de estas tres cosas, no hay nada. Wallander tiene relaciones extrañas con las mujeres, de hecho es bastante misógino, desencantado y algo depresivo. Está solo, vive en condiciones lamentables, sucio, se alimenta mal, bebe mucho, no hace ejercicio. No tiene una opinión formada sobre el mundo, no hace análisis ni críticas radicales, es más conservador que demócrata. No asume ningún tipo de compromiso, ni político ni humano. Es un tipo atormentado que sólo se desliza sobre sus ansiedades. Nadie puede imaginar a James Bond con diabetes, pero Wallander es un héroe diabético, no tiene ninguna cualidad extraordinaria. Tampoco tiene miedos, no es malo desde un punto de vista moral. Es un poco vago, inteligente sí, y duda y evoluciona a medida que pasa el tiempo. Quizás se puede decir que responde a la imagen de antihéroe, aunque tampoco estoy del todo seguro de ello.”

La radiografía de Mankell sobre su otro yo es precisa hasta en sus más mínimas características. Habría que agregar que Wallander tuvo una hija, Linda, también policía, a la que nunca logró entender demasiado y con la que no tiene el mejor de los tratos. Su vida amorosa, por otro lado, tampoco es muy envidiable: su mujer, Mona, lo abandonó y jamás se repuso de ese abandono (al igual que Mankell, es posible imaginar, nunca pudo superar la orfandad a la que lo condenó su madre). A lo largo de veinte años, a Wallander sólo se le ha conocido un amorío con una fiscal casada que no quiso dejar a su familia, y luego otra relación con una mujer letona, Baiba, que tampoco terminó bien. En su primera aparición, en uno de los relatos de La pirámide, Wallander es un joven policía de veintiún años que recibe una cuchillada asestada por un sospechoso. En la última novela, El hombre inquieto, ya siendo un abuelo sesentón, Wallander empieza a sufrir los síntomas del mal de Alzheimer, la misma enfermedad que aquejó a su padre, ese extraño pintor de un único paisaje mil veces repetido en todos sus cuadros.

“Creo que nunca hubiésemos llegado a ser buenos amigos con Wallander. Yo jamás lo hubiera invitado a cenar, por ejemplo”. Sin embargo, a la hora de rescatar alguna virtud del comisario, luego de pensarlo un poco, Mankell resaltaba el hecho de que nunca dejaba de escuchar y de hacer preguntas, a sí mismo y a los demás, aunque a la vez confiesa no entender el hecho de que se haya convertido en un fenómeno universal:

“No lo sé, es popular en países como Inglaterra, Japón, Argentina y otros que no tienen nada en común entre sí. Todo el mundo lo reconoce y se reconoce en él. Es extraño, quizá la razón de su éxito sea que encarna al hombre moderno, a un tipo desamparado. Yo lo utilizo como un instrumento musical o una herramienta: me permite contar cosas esenciales. Una vez, estando en Suecia, me ocurrió algo muy curioso. Me paró un hombre por la calle y me preguntó si yo era quien él suponía. Le dije que no estaba seguro, pero que sí, mi nombre era Henning Mankell. Entonces, el tipo me dice que debía darle respuesta a una inquietud que para él era muy importante. En esos días, en Suecia se iba a votar un plebiscito para ver si se quería ingresar a la Unión Europea o no. La pregunta de este hombre es qué votaría Wallander, no Mankell. Yo le dije que como por lo general Wallander hacía lo contrario a lo que yo pienso, muy posiblemente votaría por el ingreso a la UE. Me sorprendió mucho, pero a la vez me gratificó, porque me di cuenta que mucha gente ve a Wallander exactamente como lo que yo pretendía que fuera: un ser humano común y corriente, con sus neurosis y sus contradicciones, como todos. Creo que él representa una sensibilidad que domina a mucha gente de hoy, ese sentimiento extraño de estar siempre corriendo detrás de un autobús que jamás alcanzarán. En ese sentido, él es un hombre común. En Suecia, mucha gente le escribe como si estuviera vivo, y pudiese ayudarles.” (Mankell tiene una página web en donde recibe mensajes del mundo entero).

 

Mankell no da mayor relieve al hecho que Suecia no haya contado con una tradición literaria policial ni sea un país que se caracteriza precisamente por su violencia (a pesar de haber sufrido dos magnicidios en los últimos veinte años, el del primer ministro Olof Palme en 1983 y la ministra Anna Lindh en 2003), para justificar el triunfo del género, que hoy parece haber capturado no sólo a los nórdicos, sino a Europa entera. El éxito de Stieg Larsson es uno de los casos más arquetípicos.

“Bueno, así suelen ser las cosas. Es cierto, Suecia no es un país violento, y los asesinatos de Palme y Lindh fueron una casualidad, que pudo haber ocurrido en Estocolmo como Buenos Aires o Nueva York. No tienen mayor significado. Es cierto, a partir de mis libros mucha gente se puso a escribir policiales. Es como el tenis: hasta que apareció Björn Borg, nadie en Suecia jugaba el tenis; pero a partir de que él ganó, aparecieron Edberg, Wilander, y mil más… Por eso no me sorprende que ahora haya muchos jóvenes escribiendo policiales. Por otra parte, desde los más antiguos dramas, de Sófocles a Shakespeare, siempre hay una intriga de tipo moral que encierra un crimen. De hecho, mi policial favorito es Macbeth, creo que es el policial dramático por excelencia.”

De todas maneras, al igual que Conan Doyle con Sherlock Holmes, también Mankell se hartó de Wallander: “El día que ya no exista, no voy a echarlo de menos”.

 

[1] En su novela póstuma, la conmovedora Botas de lluvia suecas (Svenska gummistövlar, 2015), donde retoma al personaje de Fredrik Welin, protagonista de Zapatos italianos (Italienska skor, 2006), Mankell pasa revista a muchos de estos episodios de juventud con una minuciosidad prodigiosa.

 

Esta entrevista forma parte de  Todos estos años de gente – Encuentros con escritores notables,  editado por Modesto Rimba hace menos de un mes. Contiene entrevistas a escritores no hispanoparlantes, entre ellos Anthony Burgess, Antonio Lobo Antunes, Antje Krog, Dacia Maraini, John Banville, John Updike, Joyce Carol Oates, Jean Marie y Gustave Le Clezio.