Son seres tan míticos como indispensables cuando un privado quiere hacer negocios con el Estado. La miniserie de Pol-ka que protagoniza Rodrigo de la Serna se acerca a ese mundo del lobby que siempre vive al filo de la corrupción con un personaje que trae reminiscencias del Coti Nosiglia.

Matías Franco vive como un yuppie. Es joven, con secretaria todoterreno que le hace averiguaciones, vive a cuerpo de rey y no cede a la hora de seducir una mujer. Más importante, no cede, y no suele fallar, al momento de acometer un negocio como intermediador o facilitador. Es el nexo sin el cual no es posible que se consume un acuerdo entre el sector privado y el público. Desde ya, es el tipo al que el privado busca para que se acerque a un agente del Estado y lo convenza de las bondades de un proyecto que, oh, casualidad, beneficia a quien contrata a Franco.

El Lobista es el nuevo producto de Pol-ka para Canal 13. Rodrigo de la Serna le pone el cuerpo a Franco en una serie que se propone mostrar el modus operandi de los lobistas (de acuerdo a la grafía castellanizada de lobby, por lo cual podría hablarse también de lobbystas). Se trata de una raza, la de los lobistas o lobbystas, que, guste o no, existe. Incluso, poniéndose uno en abogado del diablo, diríase que son necesarios para que funcionen las cosas a determinado nivel.

La traducción de “lobby” (palabra inglesa que define a los vestíbulos de los hoteles en los que suelen entablarse las relaciones entre privados y públicos a través de nexos como Franco) suele ser, “cabildeo”. Aunque el trabajo de “cabildeo” suene antipático, no es ilegal, si bien, como se ve en “El Lobista”, Franco se maneja sin factura al momento de cobrar honorarios por negocios que vaya uno a saber si se concretarán o no. La actividad, dicho sea de paso, está regulada en Estados Unidos, país donde el lobby de la Asociación Nacional del Rifle, con sus aportes de campaña a demócratas y republicanos, permite que no se limite la libre tenencia de armas mientras se suceden masacres por libre portación dentro de escuelas.

En la historia argentina hubo y hay lobistas/lobbystas de carácter mítico. Casi de carácter caudillesco. De hecho, el experto en cabildeo bien puede considerarse una versión moderna y superadora del caudillo. Su ascendente, en ambos casos, no se basa tanta en cuestiones de aparato como de carisma, y eso es lo que comparten, por caso, el Franco de la ficción y Julián Sancerni Giménez. Este político radical apenas ocupó una diputación en los años 30. Nunca más se apoltronó en un cargo público, lo cual lo convirtió en un rara avis del radicalismo. Sin embargo, y hasta su muerte en 1981, si en el ámbito porteño se quería prosperar en temas municipales, había que acercarse a la casa de Sancerni en Palermo. Más de un político le debe su trayectoria al viejo Julián, pródigo en consejos y recomendaciones. Sin él no hubiera prosperado la carrera de Fernando de la Rúa.

Más acá en el tiempo, el continuador de Sancerni fue, claramente, Enrique Nosiglia, el Coti. Claro que con él surge otro término, que no queda claro si es exactamente sinónimo de lobista: operador. Los partidos políticos reformateados tras la dictadura comenzaron a mezclar entre sus militantes a la nueva raza. Que se manejó como pez en el agua a nivel parlamentario y judicial.

Franco es, por su edad, un producto de la democracia de 1983. Y con algunas rémoras de un pasado que no quiere recordar, como el hermano presidiario. El joven arribista que facilita negocios entre el Estado y un privado que le paga debe haber vivido las turbulencias económicas de los 80, coronadas por la híper, el Tequila, la recesión de los 90, el colapso final del uno a uno en 2001. O no, quizás para el fin de la convertibilidad ya era un hábil lobista que convencía a un cliente de sacar los dólares del banco.

La serie que escribe Patricio Vega muestra situaciones absolutamente verosímiles. Por ejemplo, Franco busca convencer a un diputado de la necesidad de declarar la emergencia ecológica en la ciudad de Buenos Aires para preservar un área verde. No lo mueve el altruismo, sino el dinero de una fundación que dice cuidar el medio ambiente. El proyecto se da de bruces con otro antagónico: un emprendimiento inmobiliario en el mismo lugar. Franco apela a un amigo servicial para armar un dossier con información sucia del empresario Biscay que osa cruzarse en su camino. Va al despacho del diputado y le cuenta los pasos a seguir si se avanza en el negocio inmobiliario: denuncia a la Justicia, rebote en los medios, aparición del nombre del diputado en la prensa al comprobarse su vínculo con el empresario. Y eso que el diputado estaba interesado en acordar con los ecologistas, “muy generosos”, según el lobista. Queda implícito que el empresario resultó más generoso. Y no hay margen para operar en su contra porque, como le dice a Franco la colega que personifica Leticia Brédice, y que asesora al empresario, centró todo en la cuestión personal, en destruir a Biscay.

Por si fuera poco, aparece un elemento nada ajeno a manejos de dinero al por mayor: la religión. En este caso, una iglesia evangélica que lidera el pastor Rojas Ospina (Darío Grandinetti). Su camino se cruza con el del lobista de manera fortuita cuando el contador del reverendo quiere hacer un negocio propio con dineros extraídos de las arcas del predicador y lo llama a Franco. Entablan un posible negocio, Franco se va del departamento del contador con sus honorarios y, cuando se dispone a arrancar su auto, tiene un pequeño inconveniente para el cual necesitará la ayuda de un chapista: el contador cae con toda su humanidad sobre el auto. En verdad, Rojas Ospina lo ayudó, en sus propias palabras, a ir a encontrarse con Dios para que el Altísimo lo perdonase.

El lobista es, en este caso, y como deben serlo en la vida real, alguien parecido a un jugador de ajedrez: está dos jugadas adelantado. Se encarga de averiguar, a través de su secretaria, con qué bueyes ara en el caso del reverendo (a cuya iglesia  empieza a concurrir, como un feligrés más, el hermano de Franco) y se apersona para, con toda discreción, darle la comisión que le había cobrado al contador pecador. Una forma de quedar bien con Dios. Y con el Diablo.

Y, por lo que se ve en el avance del segundo capítulo, una manera de conseguir un nuevo cliente, porque el pastor también precisa de los servicios de alguien que lo conecte con los lugares donde se cocinan leyes y decisiones. Que lo suyo sea la espiritualidad no implica que los aspectos metafísicos referidos a la palabra del Señor no necesiten de cierta ayuda mundana.

Por supuesto, como cada ser humano, el lobista, capaz de tener sangre fría para los negocios, muestra su flanco débil. En el caso de Franco, se llama Lourdes, la chica que le sirve café en la confitería donde desayuna, y que es fotógrafa. En aras de seducirla, va a una exposición de fotos de su autoría. Cuando la ve a los arrumacos con otro, la reacción del Don Juan fracasado consiste en comprar todas las fotos de ella. Una muestra de poder de alguien acostumbrado a caminar determinados pasillos, pero aplicada a un ámbito distinto sobre alguien en posición inferior. Busca recomponer la relación después de un gesto que, obviamente, sería imposible con el pastor. No por nada va solito a entregarle los cien mil dólares del contador.

Cien mil dólares de un saque le había sacado al cándido contador para un negocio que, se hiciera o no, ya le dejaba suculentos dividendos (en otra escena, alguien le reclama dinero por un negocio que no se hizo, y él se desentiende). Cien mil dólares. ¿El lobista nace o se hace? Quizás haya algo innato, pero ante semejante tajada y ante lo inescrutable que resultan estos operadores en sus orígenes en muchos casos (mención aparte para los ex jefes de estado europeos en el llano), queda una pregunta: ¿dónde se estudia para eso?