Una mirada sobre “¡Qué viva la música!”, el texto de culto del colombiano Andrés Caicedo que sigue planteando la imposibilidad de estrecharlo en una sola categoría. ¿Novela, historia de vida, manual de musicología, o qué?

Resulta difícil catalogar ¡Qué viva la música! como una novela, una historia de vida o un manual sobre etnomusicología y el desarrollo de la identidad musical en Cali, Colombia. Posiblemente sea todo eso junto, algo que solo la locura de Andrés Caicedo logró hacer llegar a buen puerto.

Junto a Luis Ospina y Carlos Mayolo, Caicedo forma parte de una generación que decidió experimentar hasta el final, sin importar que en ésta se les fuera la vida. Tanto su hermana –Rosario- como Patricia Restrepo –su gran amor- coinciden en que vivía encerrado en una burbuja de terror, por lo que resultaría ingenuo decir que su inmensa curiosidad estuviera motivada por una extrema fuerza vital. Lo indudable es que decidió explorar esa burbuja al máximo y cuando se vio agotado no tuvo razón por la que seguir adelante.

Este es uno de los motivos por los que no resulta fácil diferenciar su vida de su narrativa. “Adelántate a la muerte, nadie quiere a los niños envejecidos”, la frase forma parte del decálogo que anuncia el final, tanto de la novela como su vida. Sesenta pastillas de seconal son suficientes para ponerse a dormir el mismo día en que recibe el primer ejemplar impreso. A ello se suma la analogía entre Patricita y María del Carmen Huerta, la siempreviva, su agónica carta de despedida, …si no puedo vivir sin ti llevaré, supongo, una especie de anti-vida o una vida en negativo, en luz negra, apelando a su afición al cine.

Si tuviéramos que analizar la estructura de ¡Qué viva la música! podríamos decir que es bastante clásica. Como toda novela de iniciación, comienza con una búsqueda existencial por parte del personaje principal y culmina cuando éste logra develar su “esencia” al encontrar el relato que la define. La narración es lo único que torna necesario un conjunto de acontecimientos contingentes, dice Paul Ricoeur, esto es lo que define la trama y a ésta se llega sólo a través de la negación.

Más allá de una prosa firme y precoz, poco pretenciosa, que avanza a martillazos y utiliza el lenguaje de la calle, su mayor virtud es el contrapunto que encuentra en la música. Así como Kerouac escribió En el camino al ritmo del Bebop de Parker y Gillespie, Caicedo escribió Qué viva la música al ritmo de la salsa dura de Richie Ray y Bobby Cruz.

En el momento en que Caicedo escribe ¡Que viva la música! Cali está conformándose como una de las capitales mundiales de la salsa y este género es mayormente apropiado por la población “sureña” y obrera. Caicedo la reconoce como un elemento “diacrítico” y no duda en utilizarla para construir una identidad caleña en oposición al “sonido paisa”, la música serrana de “Los hispanos” o “los graduados”, que hasta ese momento se encontraba ligada a la “identidad colombiana” y él mismo define como burguesa. La salsa se cuenta como experiencia vital, “eran niños sin madre sin esa música”. En aquel “hemisferio” la relación con la música se encuentra inevitablemente ligada a la corporalidad. Antes de escuchársela, a la salsa se la baila. A esta oposición se suman los institutos educativos como el San Juan Berchmans o el Benalcázar, que refuerzan un sentido preciso que utiliza para diferenciar el norte del sur.

Esto se repite en varios de sus escritos, en Angelitos Empantanados, el personaje principal –Angelita- nunca abandona una identidad norteña, aunque su fascinación se encuentra puesta en el baile y lo que sucede en el sur, “…lo que nos contaban eran cosas de las fiestas de ellos, del Santa Librada donde estudiaban, de la salsa, una música que no me gusta, y usaban palabras que todavía no entiendo… yo les hablé de Herman Melville y de libros bien famosos, pero, ¿cómo hacía si ellos nunca habían oído hablar de eso?”. No resulta extraño que sea asesinada por estos marginales sureños, cansados ya de ser simples observadores pasivos en cuanto a la distribución social de los bienes tanto materiales como simbólicos.

¡Que viva la música! se divide en dos partes vivenciadas por María del Carmen Huerta. Una es su etapa norteña, en que la música que articula su experiencia cotidiana es el rock proveniente de Inglaterra y los Estados Unidos y su círculo social es claramente burgués. La segunda refiere al salto, la “caída”, “era un río y no una calle lo que yo cruzaba…”. Entonces se cristaliza un otro visible, el mismo con el que en su etapa norteña habitaba armónicamente: “los gringos rubios (…) y a mí me daba rabia que fueran tantos y tan sonsos y que vinieran a esta tierra a encontrar los pecados capitales a precio de realización”. El significante América emerge como un signo en disputa. Sin tornarse nunca panfletaria, la literatura de Caicedo se encuentra, no solamente atravesada por la lucha de clases, sino por una fuerte mirada geopolítica.

Al cruzar ese límite imaginario María del Carmen, está venciendo sus propias limitaciones de clase, nos muestra la trascendencia y la posibilidad de identificaciones que no concuerdan con la situación social originaria. “Observen ustedes lo bajo que puede caer la burguesía” nos dice, invitándonos a repensar lo que en etnomusicología se denomina lecturas homológicas. El personaje de María del Carmen no encaja dentro de estos imaginarios antagónicos; “…ellos me ven y no me comprenden (…) mi porte tan distinguido, mi forma de mirar de frente, pero jamás hacen preguntas: saben que por aquí me descolgué una noche y que una tardecita me les iré y se quedan contando historias de la mona con aires de princesa que estaba loca pero loca por la música”.

Entonces nos preguntamos: “¿Cómo se mete de puta una ex alumna del Liceo Benalcázar?”. Esto habilita a pensar la contingencia, la decisión, producto del develamiento, las causas, etc. Caicedo lo resuelve con una frase maestra que sintetiza extensos tratados de etnomusicología: “La música es la labor de un espíritu generoso que (con esfuerzo o no) reúne nuestras fuerzas primitivas y nos las ofrece, no para que las recobremos: para dejarnos constancia de que allí todavía andan, las pobrecitas, y que yo les hago falta. Yo soy la fragmentación. La música es cada uno de esos pedacitos que antes tuve en mi y los fui desprendiendo al azar. Yo estoy ante una cosa y pienso en miles. La música es la solución a lo que yo no enfrento, mientras pierdo el tiempo mirando la cosa: un libro, el sesgo de una falda, de una reja. La música es también, recobrado, el tiempo que yo pierdo”.

La música nos brinda una “ética” y la posibilidad de enfrentar al mundo como realmente “quisiéramos”. En la misma anclan discursos y miradas contrapuestas sobre la realidad que condicionan y construyen un carácter subjetivo, y es a partir de estas diferencias que (teniendo en cuenta la realidad como construcción social y la música como… ¿mediación?) se transforma en parte de una lucha que identifica y construye sujetos, posiciones de clase, de género, etc.

En este sentido, podríamos confundirnos y adoptar una fenomenología optimista plena de libertad en cuanto a las decisiones. Sin embargo, Caicedo sabe bien que nada es gratuito, si bien “Carmencita” en un principio parece poder escapar a estas categorizaciones iniciales que hacen a su origen de clase (una norteña identificada con la salsa) su “trágico final” radica en la prostitución, negociación entre el origen social y la transmutación; ese es el precio a pagar. “Los bailadores ejemplifican y encarnan el mundo que ha marcado a sus cuerpos”, dice Peter Wade, en este sentido, no resulta extraño que -al igual que Mirella en la mitología tanguera argentina-, Caicedo nos muestre hasta donde el cuerpo padece los intentos por burlar el destino de clase. ¡Qué bajo pero qué rico!

 

Mariano Gallego es titular seminario Música e identidad latinoamericana (Fsoc, UBA)

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