¿Dejás de escuchar a un músico o una banda, aunque te gusten, por sus posiciones políticas? Eso se llama cancelación cultural y se define como la auto-prohibición de la satisfacción en el consumo de una obra o producto debido a una diferencia ética-ideológica insalvable con lo que se identifica como su autor. Una nota para el debate.
La cancelación es esa noble razón por la que ya no podés escuchar esa bandita que se te había pegado, ni terminar la serie que justo empezó a remontar después de la octava temporada, ni suscribirte a aquel canal de YouTube que te tiraba consejos piola para viajar. En nuestras relaciones carnales con la Industria Cultural, la cancelación es el profiláctico que promete cierta asepsia moral; porque consumir esa música, esa película, ese libro equivale respaldar las conductas u opiniones inaceptables de sus autores. Ensayemos una definición –sobre todo para no confundirnos con otros fenómenos como el escrache o el boicot– y digamos que la cancelación es una auto-prohibición de la satisfacción en el consumo de una obra o producto debido a una diferencia ética-ideológica insalvable con lo que se identifica como su autor.
La lógica de la cancelación requiere que la obra sea una extensión de su autor, su expresión íntima. Si los últimos 50 años de intensiva problematización del concepto de autoría no los convencieron de la autonomía de la obra, difícilmente pueda hacerlo yo en estos pocos párrafos. Hagamos de cuenta, entonces, que la obra es en verdad la materialización de una idea fraguada por el autor, que ya existía en su mente y que su venida al mundo, como la de Palas Atenea, la encuentra entera, completa, cerrada. El autor no ha muerto, se ha inmortalizado en la obra, es un «obrautor» (reconozco que este juego de palabras que quiero hacer pasar por neologismo no me enorgullece en absoluto). La cancelación exige este híbrido como objeto, porque habita en el redireccionamiento circular del «por los frutos reconocerás al árbol» y el «muerto el perro, muerta la rabia».
Incluso si accedemos a estos términos hay una serie de problemas prácticos que inmediatamente saltan a la vista. Primeramente, el grado de parentesco que estamos dispuestos a aceptar para fijar la autoría. Si el conductor de un programa televisivo ha sido acusado de acoso sexual, parece evidente que tenemos razones para cancelar el programa ¿esa intuición mantiene su fuerza si el acusado es el productor? ¿y si el acosador es un vestuarista? Supongamos que ese acoso de dio en el trabajo, como es usual, ¿si cancelamos el programa no cancelamos también el trabajo de la(s) víctima(s)? Este ejemplo puede servir sólo para productos colectivos (asumiendo que exista algo así como producción absolutamente individual), pero veamos qué pasa en producciones más «íntimas». En una librería ¿cómo podemos saber que la escritora de un libro de cuentos no quiere salvar las dos vidas o votar a Biondini?, al armar una lista de reproducción ¿qué nos garantiza que el bajista del tercer track no sea un misógino o cuestione el número de desaparecidos? Puede ser que el producto lleve en sí ese mensaje censurable, pero si esa bajada de línea no está deletreada ¿cómo podríamos acceder al universo psicológico del autor? No es necesario –me dirán– pues es el signo de nuestro tiempo que nada permanezca en la niebla de guerra de la vida privada. Basta con estar atentos a la emergencia de la noticia y confiar en los testimonios que señalan la mala entraña del obrautor. Por supuesto, esto es así. Pero si luego de años de disfrutar de determinado objeto descubrimos lo horrendo de la(s) persona(s) detrás ¿esa información debe cancelar retroactivamente el placer que nos produjo su consumo?, ¿logra cancelarlo de hecho?, ¿esa obra pasa ahora a ser exclusivamente expresión de su infamia?, ¿y qué pasaba si nunca nos enterábamos? Ahora mismo, seguramente, valoramos un montón de producciones hechas por personas cuya vileza es tan cierta como ignorada ¿Tenemos que ir a tomar un café con cada autor, hacerles un cuestionario, generar una relación de intimidad y confianza hasta certificar que es una persona decente? Incluso llevando a cabo esta exigencia absurda, ¿no atenta contra la experiencia pretender que ese hipotético trato nos libre de sorpresas desagradables? Por si fuera necesario, aclaro que no me interesa en absoluto defender a los blancos de cancelación. En cambio, quisiera ensayar un giro copernicano y volver la atención sobre los canceladores.
¿De dónde proviene esa necesidad de que los autores sean personas de bien? La respuesta a esa pregunta ameritaría otro ensayo, quizás uno que se titule «Millennials descubren que todo consumo es problemático en tanto resultado de un sistema de producción basado en la desigualdad». Por ahora sólo aventuraremos que la cancelación responde a una búsqueda de coherencia ética, cuando la tensión moral-estética se convierte en una contradicción. La satisfacción que sentimos es neutralizada por una carga valorativa negativa, porque la repugnancia moral generada por el autor se traslada a la obra. Escucho la objeción: pero las obras pertenecen al autor, es inevitable que su propia visión del mundo transpire en la obra. Esta es otra limitación de la concepción obrautoral (¡ahora es adjetivo!) que obtura la polisemia, la posibilidad de relectura, ¡incluso quita a la obra la capacidad de volverse contra su autor! Pero el autor no informa su obra con su modo de ser; en realidad el recorrido es el inverso: luego de que la cancelación ya se ha hecho efectiva se vuelve a la obra para encontrar en ella las huellas de su malvado demiurgo… y, como la obra es abierta, esa posibilidad siempre espera.
Pero la cancelación no permanece contenida en la soledad de una mala conciencia. Cuando cancelamos a alguien no estamos simplemente enunciando una distancia moral individual respecto a una obrautor (siento que esta palabra se vuelve más estúpida a medida que la repito), sino que esperamos que ese juicio sea compartido por los demás. Así, existe una instancia de fiscalización, donde se censura (e incluso cancela) a aquellos que no se plieguen al imperativo categórico de la cancelación, porque obra y autor son dos bloques monolíticos que sólo se sirven en combo, aceptando uno se aceptan los dos. Bajo la torcedura de “lo personal es político” –ahora transfigurado en la elevación a máxima universal de la nimiedad de mis circunstancias– se reduce lo político a una actitud individual que sólo adquiere entidad pública en el contagio espontáneo de otros individuos. La medida política en sí misma no es más que el regodeo en la denuncia abstracta, el análisis estático de la obra y la medición de las reacciones de otros usuarios.
El maniqueísmo de fondo y la unilateralidad del planteo acercan el mecanismo de cancelación a otro perteneciente al mismo universo: la romantización. El aislamiento de un elemento, su clausura y asignación de valor – si éste es positivo hemos romantizado un atributo, si es negativo hemos iniciado el proceso de cancelación. La dialéctica que opera entre estas dos polaridades responde a un comportamiento frente a los autores y sus obras, comportamiento fascinado frente a un sujeto y un objeto sin fisuras, transparentes en su contenido y concluidos en su forma. Esa fascinación no soporta las contradicciones que operan al interior de las cosas, su movimiento y negatividad; el resultado no puede ser otro, la romanización deviene cancelación («Dejen de romantizar…») y la cancelación misma se romantiza, elevándose a práctica incuestionada e incuestionable. La cancelación no es más que la romantización invertida, su negativo.
Otra figura que puede ayudarnos a comprender mejor la cancelación es el consumo irónico. Ambos constituyen estrategias opuestas frente al placer problemático del consumo; si la cancelación sacrifica el placer a la integridad moral, la distancia irónica se aferra al placer y neutraliza la sensación de culpabilidad porque, si bien el contenido es terriblemente serio, mi consumo no lo es. Ahora se nos da un pase libre para ver programas de vedettes devenidas fanáticas religiosas con la seguridad de no estar ratificando esa visión del mundo. Todavía nos movemos en la identificación obrautoral, sólo hemos ganado una desconexión entre nuestro consumo de un obrautor y el compromiso moral con lo que tiene censurable.
La solemnidad de la cancelación, como el cinismo del consumo irónico, termina por ser un recurso igualmente perezoso ante la conciencia de la problematicidad del consumo. Ambas son formas de que el consumidor se sienta moralmente superior al producto, pero por los medios opuestos de la ridiculización y la aniquilación. El consumo irónico se burla de su objeto, la cancelación lo elimina. En ambos casos, la obra pasa a un segundo plano; no es el objeto cancelado o burlado lo que importa sino el reconocimiento de mi relación con ese producto, es mi denuncia y rechazo, mi burla y mordacidad lo que importa. Era narcisismo lo que se agazapaba detrás de la preocupación canceladora. La condena de los consumos no es más que un rodeo para afirmar nuestra propia conciencia moral.
La cancelación permite, por un lado, ese relato de nosotros mismos como personas decentes, por el otro, una vaga sensación de control en un mundo horrible. Esto no tiene nada de malo, por supuesto, pero hay una tendencia a confundir esta sensación subjetiva con una praxis política efectiva. El mundo sigue siendo tan horrible como antes y los autores no viven las consecuencias de sus acciones ni son aleccionados por sus ideas peligrosas, pero tenemos la ilusión de haber hecho algo para remediarlo ¿Qué transformación real ha producido la cancelación?
Si tuviésemos que valorar a la cancelación por sus efectos encontraríamos nuevos problemas. No soy el primero en notar que, en los últimos tiempos, el discurso conservador y reaccionario de la derecha ha encontrado hecho de un público joven su caldo de cultivo. El discurso desde el que coopta el interés de este segmento poblacional describe una asfixia expresiva causada por el corsé de la corrección política y un punitivismo adoctrinante que nos deja en manos de la dictadura de minorías hipersensibles que inventan ficciones (el patriarcado, la heteronorma, derechos humanos) para obtener privilegios. Naturalmente, semejante pretensión es ridícula, pero es parasitaria de un tipo de estrategia del pensamiento progresista que tiende a borrar los problemas estructurales y enclaustrarse en la micropolítica de las acciones individuales. El progresismo se ha vuelto ese fiscal que te juzga, te sermonea y te recuerda que siempre estás en falta, siempre sos parte del problema. En consecuencia, los discursos retrógrados y reaccionarios se presentan con el aura de la rebeldía. «Hoy ser de derecha es revolucionario», es punk, es no someterse al rebaño de ovejas que repiten las consignas del marxismo cultural posmoderno feminazi homosexualizador mapuche-venezolano. La cancelación y los supuestos que la sostienen ayudan a la radicalización de estos grupos a la vez que empujan a aquellos indecisos a sus filas. Ya no encontramos solamente a su sujeto natural (cis-hombres, heterosexuales, blancos, clase media-alta, habitantes centro-urbanos) sino también con otros individuos que sólo quieren no ser señalados como la causa del mal en el mundo. La moralización de la política no sólo responde a un narcisismo culposo, es inefectiva como acción transformadora y contraproducente como estrategia discursiva.
Fuente: Nadie es cool
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