Todo comenzó como una conmemoración de los infanticidios de Herodes, pero pronto pasó a ser una celebración destinada a mentir a sabiendas y a tratar de divertirse. Un día que tiene que ver con la inocencia sin que nadie sepa bien hoy de qué se trata.
Hay cierto tipo de historias que todo el mundo conoce, pero parece que la mayoría ha olvidado. Cuenta San Mateo en su Evangelio que Herodes, tras enterarse a través de los Reyes Magos del próximo nacimiento de Cristo, los convenció de que le revelaran el lugar donde se produciría el hecho y de ese modo matarlo y evitar que de adulto se convirtiera en el rey de los judíos. Como no cumplieron finalmente con su pedido, ordenó que se asesinara a todos los niños de Belén menores de dos años, para que entre ellos muriera Jesús. El hecho nunca fue corroborado por los historiadores, no hay otro lugar donde aparezca que no sea en el Evangelio de Mateo. Por otra parte, la Iglesia, al elegir el 28 de diciembre como el Día de los Santos Inocentes para conmemorar esa masacre (es decir antes de la celebración de los Reyes Magos), sumó más confusión al asunto.
Cierto o no, durante mucho tiempo ese día estuvo destinado a lamentar la pérdida de aquellas pequeñas almas que no habían conocido el pecado y que, por ese motivo, eran inocentes. Es decir, una fecha marcada por la tristeza y el dolor.
Pero se ve que, tal vez a causa de lo dudoso de la historia, esa pena no estaba destinada a perdurar. Más de un historiador explica este cambio de sentido en el hecho de que, dado que entre Navidad y Reyes, en cuyo intervalo está el Día de los Santos Inocentes, se celebraban durante la Edad Media la llamada “Fiesta de los locos”, la desgracia de aquellos niños quedó extrañamente teñida de un espíritu festivo, que dura hasta hoy. Durante esos días de exceso, un loco era ungido como obispo. Luego de tal ceremonia, los locos salían a la calle a lanzar insultos a quien se le cruzara, en especial a las damas. En verdad, no eran locos sino gente de buena posición que, tras rasurarse la cabeza, abandonaba por unas horas las buenas costumbres a expensas del prójimo.
La fecha se ha transformado en una ocasión de burlarse de los inocentes, o mejor dicho incautos, haciéndoles creer en todo tipo de mentiras, una ceremonia un tanto inofensiva en la que se prenden algunos medios de comunicación. En México, el asunto es más peligroso. Prestar plata ese día puede ser un paso previo a perderla definitivamente. Los acreedores responden a los reclamos con un caradura “que la inocencia te valga”.
Ya sea en calidad de mártir o de objeto de escarnio, la cualidad de la inocencia se las trae. Entre otras cosas, por ser un concepto que se define por la negativa, ya desde la etimología. La palabra proviene del latín, en cuyo decurso al verbo nocere (dañar, causar un perjuicio) se le agregó la partícula negativa in. Es decir que inocente es aquel que no es capaz de dañar. De la misma raíz es la palabra inocuo, aquello que no genera efecto alguno.
Entonces, ser inocente es no haber hecho algo, no ser culpable. El derecho penal anglosajón, cuyo ejercicio nos cansamos de ver en películas y series televisivas, pronuncia el veredicto de no-culpable, pero quien se defiende de las acusaciones usa la palabra “inocente”. En un caso se dice que las pruebas no alcanzan para asegurar que alguien haya cometido un crimen, mientras que el acusado simplemente dice no tener responsabilidad en aquello que se le imputa. En este caso, ser inocente equivale a ser intachable, es una categoría tanto jurídica como moral.
Pero la pasividad que subyace a la idea de inocencia, convierte a los inocentes en seres incapaces de reacción. “Las víctimas sugieren inocencia. Y la inocencia, por la lógica inexorable que gobierna todos los términos emparentados, sugiere culpabilidad”, plantea Susan Sontag. Una rara paradoja que suele resolverse de la peor manera. En los crímenes raciales o políticos, por ejemplo, la víctima es inocente de haber hecho algo que la incrimine, aunque a los ojos de los victimarios es culpable de ser quien es. Un serbio asesina a un croata por el hecho de ser croata, no le importa ninguna acción que se le adjudique, ni siquiera inventa una razón para asesinar. Como con Herodes, bastaba con tener menos de dos años para ser asesinado, el colmo de la inocencia y a la vez de la culpabilidad. “Él siempre será inocente, no se puede culpar a los inocentes, son siempre inocentes. Todo lo que podemos hacer es controlarlos o eliminarlos. La locura es una especie de inocencia.”, aporta Graham Greene.
Tal vez se pueda imaginar que hay algo de insoportable en la inocencia de alguien, porque se lo imagina como pasivo, es aquel que no hace. Es conocido y ha sido muy discutido el planteo de Sartre en su obra teatral Las manos sucias: “La pureza es el ideal del faquir y del monje. Ustedes, los intelectuales, los anarquistas burgueses, usan la pureza como pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los puños, llevar guantes. Yo tengo las manos sucias, hasta los codos. Las he hundido en el fango y en la sangre. ¿Y qué? ¿Piensas que se puede gobernar limpiamente?”
Tratar de cambiar las cosas implica la pérdida de toda inocencia, ser inocente es un lastre, una carga que nos paraliza. Pero a su vez es planteado como un espacio ideal, un momento en la historia de cada uno en el cual la maldad era imposible. Durante mucho tiempo se idealizó a la infancia como el lugar sagrado de la inocencia, la etapa previa a la corrupción y dobleces del mundo adulto. Hace tiempo que ese niño se ha revelado como un “perverso polimorfo”, según la sugerente fórmula de Freud. Los niños tienen esa rara capacidad de mezclar la malevolencia más intensa con la ingenuidad más conmovedora. El afán imparable de recibir montones regalos con el creer en los Reyes Magos y jugar a recibirlos con pastito y una palangana con agua. Será porque los chicos no se conforman con el lugar de la inocencia, desde allí no se puede entrar al mundo, sea este bueno o malo. Sospecho que imaginarlos inocentes es de algún modo privarlos de armas para que se defiendan de nosotros. La inocencia vive siempre del desamparo.