Integrante permanente de las listas negras, fue también boxeador y peronista casi de antes de la primera hora. No se puede hablar de él en pasado por eso es mejor engañar por un rato a la muerte contando un encuentro con el autor de la Operita Metalúrgica para Felipe Vallese como si estuviera pasando ahora.
Un día me dijo que nos encontráramos en Carlos Pellegrini y Avenida de Mayo…una dirección que no existe. Como no tiene celular porque los pierde era imposible ubicarlo. Llamé a un teléfono fijo y no estaba. Era previsible. Sólo me quedaba una opción, esperarlo en la esquina donde Pellegrini se convierte en Irigoyen para cruzarse con Avenida de Mayo. Desde la probable esquina de la cita se puede ver, de cuerpo entero, el edificio del Ministerio de Desarrollo Social, con la gigantografía luminosa de Eva Perón, relojeando la ciudad. Me resigno a esperarlo ahí, en el medio de dos anchas avenidas, a un lado de la boca del subte. Es imposible que no lo vea llegar, me convenzo mientras lo espero bajo una llovizna suave pero continua. Su estampa es inconfundible. Es petiso y siempre lleva la cabeza cubierta con una gorra pasada de moda o con un sombrerito de ala corta. Ama los colores. El turquesa, el rojo y toda la gama de los rabiosos. Lleva también, casi siempre, un libro bajo el brazo y, cuando son varios ejemplares los que tiene que trasladar, usa una bolsa de plástico de esas que te dan cuando comprás ropa o zapatos. Llueve en la ciudad y no tengo paraguas. Me estoy mojando, pero lo estoy disfrutando como cuando era chica y chapoteaba, sin permiso, en la zanja. Y después corría, empapada, hasta mi casa, creyendo que así evitaría la reprimenda. Estoy parada en esa esquina real pero imposible esperando a un hombre mayor, muy mayor.
Lo conocí de casualidad en un recital de poesía hace muchos años. Se llama Alfredo Carlino. Es poeta, es peronista y es uno de esos personajes únicos que habita la ciudad de Buenos Aires. Vecino de Avellaneda y asiduo concurrente de tertulias y mitines en bares y locales porteños, casi todo el mundo lo conoce. Tiene ojos azules. Es pícaro y afectuoso y vivió en carne propia el 17 de octubre y después trabajó muy pero muy cerca de Perón en el área de Comunicación de Presidencia hasta 1955 y luego, en el 73. Es un militante peronista fundacional, de los que participaron de aquella jornada histórica siendo pibes. Uno de esos muchachitos de 13 o 14 años que llegaron a Plaza de Mayo aquel día de 1945 y que cansados de tanto caminar metieron las patas en la fuente para refrescarse y aliviar el cansancio. Lo que sintió esos días lo cambió para siempre. “Para nosotros, que en esa época éramos adolescentes, Perón era lo nuevo y nos entregamos con pasión a sus ideas. El había entendido que los trabajadores eran importantes para la transformación revolucionaria. De a poco les fue devolviendo los derechos y, con gran lucidez, organizó a los sindicatos en la CGT y se alió a los intelectuales forjando una conciencia nacional antiimperialista”, me dice Carlino apenas nos encontramos y empezamos a conversar.
Afectuoso y detallista, tiene el don de la palabra. Tiene además pasión por contar, por compartir la experiencia. Me resulta imposible seguirle el tren porque la cantidad de datos y nombres que maneja es apabullante. Tiene una memoria prodigiosa con la que avanza y retrocede cincuenta, sesenta y hasta setenta años. Y en esas idas y vueltas le va regalando a su interlocutor nombres nuevos y declaraciones desconocidas de personajes clave de la historia política de nuestro país. Él, el poeta Alfredo Carlino, es un cacho de historia.
Aunque es casi la hora de la merienda, pide ñoquis con salsa y queso. Y para tomar elige agua nomás, de la canilla. Cuando pido una gaseosa cero, me mira confundido y me pregunta serio: -Vos no serás anoréxica? Le digo, le juro casi, que no, que siempre fui así y, sin quedar muy convencido, retoma el hilván y me cuenta que “el 17 de octubre no había un solo peronista. El peronismo nace ahí. La prédica obrera de Perón permitió que se organicen los trabajadores que hasta ese momento nunca habían sido respetados. Es famosa la frase que repetía en ese momento Sánchez Sorondo padre. El tipo repetía en todos lados: ‘los obreros no tienen derecho a tener un traje’. Te imaginás…así era este país. Con Perón se recuperó la dignidad obrera, le interesaba a tal punto saber sobre la vida de los trabajadores que fue el primer funcionario que contrató un servicio de estadísticas. Contrató a un español, un tal Figuerola, para que hiciera estadísticas sobre la influencia de los aumentos a los obreros no sólo en la economía del país, sino en la vida cotidiana. Perón nos hizo un país desde ahí”. Mientras habla, Carlino busca en su memoria con los ojos azules fijos en los míos aquellas imágenes, aquellas experiencias.
Lo interrumpo mil veces y más, porque quiero que me cuente detalles. Quiero que me cuente las horas previas a la Plaza, los preparativos de los que participó junto a los hermanos Puigbó, Alejandro Olmos, Rodolfo Walsh, Chiche Lapadula y María Roldán. Pero él quiere hablar de la lucha, de la ideología…
Entonces, cuando promedia la tarde, de la nada, Carlino saca un libro de la bolsa de plástico y me lee este poema sobre el 17 de octubre:
Y ellos,
los mascarones de proa,
los pitucos del privilegio.
No sabían
que la música venia,
igual e idéntica a tantos sueños
malversados y rotos,
por el tiempo colonial.
No sabían
pero la música estaba,
oculta detrás de cada overol,
en cada grito,
Estaba el 17,
que le creció a la ternura,
en la calle ganada repentinamente.
Iban las magnolias y los cipreses del protagonismo.
Iban los sin nombres,
sin abuelos del Patriciado,
sin estancias ni vacas sagradas.
Eran la nada,por eso el todo.
Bandoneones afinados en la latitud del Barrio,
guitarras, bombos y charangos
venían ocultos en la densa brumosidad,
detrás de la pasión,
en la intimidad de un pueblo,
gestador de la multitud sobre la plaza,
el día, el sol,
la utopía, el rescate del Coronel
y la honrada victoria del oprimido.