Camilo Sánchez hizo una novela del verano funesto de 1988, aquel del Claun que cayó de un piso once, cuando el Campeón mató a su esposa y el Langa quedó entre medio de ambas tragedias. La Feliz es el relato ficcional, a tres décadas de lo que pudo ser el fin de la inocencia en la Argentina de la democracia. 

Ricardo Piglia, que vivió en Mar del Plata en su juventud, solía definirla como “ciudad esquizofrénica” por el verano “artificial”, que contrastaba con el invierno de un pueblo más de la provincia de Buenos Aires. Algo así como el cuerpo de un pueblo dentro del cuerpo de una ciudad, según el autor de Plata quemada. En ese verano tan particular, en una ciudad que multiplicaba por diez su población debido a la afluencia imparable de turistas, el del 88 es inolvidable. Funestamente inolvidable.

La crónica refiere que el 14 de febrero, Día de los Enamorados (en aquella época no había marketing de eso en la Argentina, gracias si se asociaba a Al Capone), el mayor boxeador argentino de todos los tiempos mató a su esposa. El crimen de Alicia Muñiz a manos (literalmente) de Carlos Monzón, conmocionó a la Argentina. Aun no se había acuñado el término “femicidio”. Tampoco se había aplacado la conmoción cuando, el 5 de marzo y de un piso 11 cayó Alberto Olmedo, el hombre más popular del espectáculo nacional. Entre ambos episodios, un hilo conductor: Adrián “Facha” Martel, partenaire de Olmedo en su troupe de actores, y compañero de casa con Monzón y los hijos de ambos en el lugar donde se produjo el crimen.

Después del crimen de Alicia Muñiz, mejor dicho, a raíz del hecho, llegó a la ciudad un periodista enviado a cubrir el asesinato. Se fue antes del segundo hecho trágico del verano marplatense. El periodista es, justamente, oriundo de Mar del Plata. Y esas semanas fueron el germen de La Feliz, la novela en la que Camilo Sánchez recorre las historias de El Campeón, El Claun y el Langa. Por si quedara alguna duda, allí está el subtítulo: Aquel verano del 88.

“En La Feliz ellos son dos mitos, construcciones colectivas que reflejaban, espejados, los fantasmas y sueños del argentino medio. Así como Mar del Plata es la punta del iceberg de los cambios sociales y económicos de nuestro país: delineada por la aristocracia en los primeros años del siglo XX, y atravesada por empuje del peronismo en los años cincuenta. En el 88, yo estaba en Página/12, me había llevado Osvaldo Soriano justo cuando el diario arrancaba. Había hecho coberturas de verano en los años previos, para otros medios, pero no en ese verano del 88, porque Página no tenía ese perfil. Cuando ocurre lo de Carlos Monzón me envían”, cuenta Sánchez sobre su primer contacto con la historia que lo llevaría a su segunda novela, después de La viuda de los van Gogh.

-¿Cómo nace la idea del libro, y por qué como novela?

-Siempre supe que ese verano era una novela, una bisagra en el verano de la ciudad. El arranque de Los Noventa, el inicio de la pizza y el champán.. Pasaron casi 30 años y nunca,  aunque lo intentaba, le encontraba el tono a la novela. Hasta que se me apareció,  hace tres o cuatro años, y la cercanía del aniversario redondo sirvió para ponerle un punto final a la escritura. Es ficción porque quería tener libertad a la hora de escribir. La realidad es horrible si no le ponemos algo de humor y de poesía. El libro tiene un humor muy argentino, que es un humor desesperado, muy de los bordes. Trabajé en el casi chiste, en la ternura y la compasión hacia estos mitos trágicos.

-En el caso de Monzón se da aquello de que venía esquivando el sino trágico de los boxeadores argentinos y Olmedo estaba en la cresta de su popularidad, y todo se desmorona en cuestión de semanas.

-Lo de Monzón parecía entonces como una excepción a la regla de casos como Bonavena o Gatica. Pero también, de cerca, podía sospecharse un final trágico. Era un tipo que no estaba cómodo en ninguna parte. Y, por entonces, Olmedo no sólo era el número uno en su rubro: estaba sólo por detrás de Gardel en idolatría popular. Y a punto de pegar el viraje, cansado de lo que venía haciendo, fascinado con A sus plantas rendido un león de Soriano. Supo llamarlo al escritor y le reconoció sus ganas de hacer de ese libro una película. Le dijo que tenía unos pesos ahorrados, del éxito de la temporada anterior en Mar del Plata, y que lo tuviera en cuenta.

-Así como te enviaron a cubrir el crimen de Alicia Muñiz, desististe de volver a la ciudad cuando Olmedo cayó del balcón, ¿por qué?

-No me tocó cubrir la muerte de Olmedo pero me tocó hacer, para el anuario de Página 12, una nota que se tituló “El ángel caído”. Ahí se desliza la tesis de que cuando la polvareda se asiente, iba a pasar lo que finalmente pasó: iba a quedar una fibra de El Claun, ahí, en ese sillón donde se juntaba con Álvarez, dos runfleros argentos tratando de sobrevivir, subidos a la cuerda del momento. Lanzados para siempre a improvisar. Ahí están, ahora, en esa estatua sobre Avenida Corrientes. Creo que narrar un personaje es encontrar el tono de su voz. Después, lo psicológico, si tenés la manera de hablar, aparece solo.  Fue el paso del tiempo lo que me permitió  hacer un libro sobre estos dos mitos.

-Se dieron varios elementos en común, aparte del Facha, a quien convertiste en el Langa.

-Sí. Es el tipo que quedó en medio de ambas tragedias. Los dos hechos con balcones de por medio, drogas, diferencia de días, con protagonistas que era celebridades. Una mujer asesinada en un caso; otra, la esposa de El Claun, que acababa de decirle que iba a ser padre. Los dos eran de origen pobre, de la misma provincia, de los bajos fondos y se hicieron amigos. Olmedo estuvo en la fiesta de quince de la hija de Mozón. Cuando se encuentran dos tipos del mismo palo, no hacen falta muchas palabras, hay percepciones. En el medio, Olmedo lo fue a ver a Monzón a la cárcel de Batán, con el Facha. Y yo juego en el libro con que el Campeón, apenas mató a su mujer, llamó al Claun para ver qué hacía.

El Claun, El Campeón y el Langa

-En el libro insistís mucho con que ese verano marcó el fin de la inocencia y el final de los 90. Muchos marcan diciembre de 2001 como el final de esa década, vos te animás a fechar el comienzo en el verano fatídico del 88.

-Se acaba el glamour del mundo del espectáculo, y viene el glamour del mundo de la política. Menem estaba por ganar la interna, veníamos del fin de la candidez con los carapintadas y el desbarranque económico que ya se avizoraba. Los 90 acaban en el 2001, es cierto, y si querés podés decir que  empezaron con la híper, pero también podés verlo por el lado del verano del 88.

-Briante, Soriano, Conti, Hernán Oliva, Fidel Pintos, ¿por qué tantas referencias?

-Es una posibilidad que brinda la ficción. El libro está atravesado por tributos personales. Briante era un tipo brillante, el mejor, casi él inventó el término cartonero cuando aparece el cartonero Báez en la historia de Monzón. A Conti lo secuestran un día después del famoso episodio del primer programa de Olmedo cuando anuncian por TV que “ha desaparecido”.

-¿Cómo construiste a los personajes en base a los tres hombres reales?

-La voz de El Campeón fue la voz de la distancia. Lo miré de lejos, como si tuviera un teleobjetivo. Era un tipo desclasado, un cheque al portador en el mundo del boxeo.  No generaba empatía pero produjo una narrativa cuerpo a cuerpo con la memoria. El Claun está contado desde la inquietud de un hombre que, en el pico máximo de su éxito profesional, estaba hastiado y quería pegar un viraje. Esa es la tensión que mueve a ese personaje. Yo le tenía mucho cariño al Negro, estuve en cámara con Piluso y me compró un helado. Después lo traté como periodista. No era tan locuaz con la prensa, pero sí en la intimidad: para contarlo tenía que atravesar ese filtro. El Langa es la clase media argentina, el que sobrevive como puede, el que vivió para contarla. Tres varones en el declive de valores que se iban a pique.

-Y al servicio de la ficción.

-Todo es ficción. Utilicé como un gran angular para contar Mar del Plata, desde la mirada resentida del pibe al que le invadían el pueblo. Las peleas de El Campeón están recreadas de forma mítica, todo el mundo estuvo ahí: mi mirada es la de un adolescente que veía esas batallas, cuando todo te queda fijado en el cuerpo.

-¿Cómo ves lo que fue ese verano, tres décadas más tarde?

Algo terrible, que tuvo un antecedente: la muerte de Levrino. Pero eso fue en el 80, era la dictadura, no hubo tanto batifondo pese a lo terrible del caso, por la mediatización de la dictadura. Y eso que hablamos de un actor súper popular que en plena dictadura militar, siendo civil, andaba con un arma en el auto.

-¿La ficción fue un buen vehículo para manejar las hipótesis de lo que pasó en ambos balcones?

-Totalmente. El que lea el libro podrá apreciarlo, pero desde la ficción. Las diferentes teorías sobre el balcón de Olmedo, si se montó o no la escena del crimen en el de Monzón. Pero todo es ficción, una interpretación posible. El mundo, digo en el inicio de La Feliz, es una interpretación que hacemos. Necesitaba, después de La viuda de los Van Gogh, hacer algo bien argentino, retomar nuestra lengua del bajo fondo y de la noche. La Feliz es también, creo, un tributo desencantado, un homenaje con la guardia alta  hacia el oficio del periodismo.