El autor brasileño de este artículo dice que en la cultura de su país no existe el largo diálogo histórico que produjo el fútbol argentino y con él la Copa. A su vez, en la Argentina post Mundial, ha habido pocas reflexiones tan valiosas acerca de la genealogía de la selección campeona. Un repaso del triunfo explicado desde nuestra historia.
El contraste entre la Argentina y Brasil en el Mundial de Catar no podría haber sido más profundo. A la luz de la valorización argentina de los profesionales de la psicología, pareció aún más vergonzosa la pretensión de Tite de acumular las funciones de entrenador y de terapeuta. Las variaciones de Lionel Scaloni, que pensó siete formaciones para siete rivales, contrastaban con la incapacidad brasileña de alterar su formación táctica, al punto de morir con cinco delanteros, comiéndose un gol de contraataque durante un alargue en el que iba ganando. Mejor abandonar las comparaciones y dedicarse a observar algunas operaciones que realizó la Scaloneta con la memoria.
Para ello, volvamos a los 40 minutos del segundo tiempo de la semifinal del Mundial de 1986 contra Bélgica. Nada decisivo ocurrió allí. Al cabo de un 2 a 0 tranquilo, a pedido de Maradona, el técnico Carlos Bilardo mandó a la cancha a Ricardo Bochini, enganche histórico y letal de Independiente, ídolo de Diego en los años 70 y ya entonces en un momento crepuscular de su carrera (aunque en 1989-90 todavía lideraría el Rojo a las finales de la Supercopa continental y a los cuartos de la Libertadores). Decidido a no olvidarse de dónde vino, Diego realizó el sueño de intercambiar pases en un Mundial con el ídolo que había reinado enfrentando lluvias de patadas, y llegado a campeón mundial de clubes, pero sin jamás haber tenido la secuencia que merecía en la selección nacional.
Maradona recibió a Bochini con la mano extendida y la frase “lo estábamos esperando, maestro”, en un acto de generosidad visible para la hinchada argentina, pero incomprensible para las demás. Se inauguraban allí honores a la memoria que vendrían a ser muy propios de los argentinos en los mundiales. La obsesión por redimir a los ancestros esclavizados y homenajear a los que cayeron en el camino jamás dejaría de ser el norte de Diego. Los pobres lo entendieron bien, y en villas miseria, de Buenos Aires a Dacca (N del E: capital de Bangladesh), le dedicaron un amor rabioso e incondicional, sin paralelo en la historia del fútbol.
Recordando a los que honraron la camiseta, la Argentina de 2022 se reivindicó heredera de Maradona al evocar las victorias del pasado, por ejemplo, en las charlas que precedían los partidos. En los cantos con que se alentaba al equipo desde las tribunas se exhibían como heridas las derrotas pretéritas. Entre ciudadanos de otros países que se unían a la hinchada argentina en las semifinales y la final, esta pulsión memoriosa produjo estupefacción y choques culturales: “¿Estos locos alientan a su equipo 90 o 120 minutos por partido sólo recordando?”.
El esfuerzo de memoria entre las hinchadas argentinas, a menudo conformado en alejandrinos laberínticos que evocan décadas de fútbol, llega a ser física y anímicamente exhaustivo aún para el hincha brasileño más acostumbrado a Gremio-Inter en Porto Alegre o Flamengo-Fluminense en Río, y no tiene paralelo en las breves consignas que se cantan en los estadios brasileños. Vale la pena profundizar un poco el tema del contraste entre las relaciones con el pasado que se entablan en las dos tradiciones futboleras.
Honra a Pekerman y loor
En la Scaloneta, sin duda, fue singular la evocación al pasado. Como es sabido, Scaloni es discípulo de José Pekerman, responsable de la formación de Walter Samuel y Pablo Aimar, asistentes técnicos en el Mundial de 2022, y responsable también de la incorporación de Messi a la Selección. En 1994, Pekerman asumió al frente de los juveniles de una Argentina expulsada de las competencias internacionales, restauró un equipo del que el hincha podía enorgullecerse y acumuló títulos con el sub-20 hasta 2001.
En un palco del estadio en Doha, Pekerman observaba a su discípulo Scaloni imponerle a un equipo europeo otro nudo táctico (aunque en última instancia resuelto en penales), después de escalar siete formaciones pensadas para cada uno de los siete rivales, todas regidas por el genio que él, Pekerman, había fichado por primera vez en la selección principal. El triunfo argentino de 2022 era de todos, pero las ideas de Pekerman se vindicaban de manera cabal en la cancha de juego.
Un diálogo de décadas
Haciendo una analogía grosera, podríamos decir que el debate argentino entre menottismo y bilardismo corresponde al debate brasileño entre telésantanismo y zagallismo/ parreirismo, con la diferencia de que éste último no ha generado exactamente una bibliografía (tanto es así que los sustantivos abstractos derivados de los nombres propios, que son de uso común y corriente en castellano, suenan pedantes y casi cómicos en portugués).
Tiene razón el periodista David Butter cuando señala que es de excelencia la síntesis táctica realizada a partir de la llegada a Brasil de entrenadores centroeuropeos en las décadas de 1920 y 1930. Pero también es visible que se ha ido perdiendo la memoria de una conversación, y ya desde hace algún tiempo la bibliografía argentina, no solamente en libros, sino también en canciones, películas, comerciales, artículos académicos, crónicas, historietas, charlas y debates públicos, ha ido gestando un diálogo considerablemente más denso, orgánico y caudaloso que el brasileño.
En contraste al Brasil de las islas de excelencia en los estudios del fútbol (como Veneno Remédio: o Futebol e o Brasil de José Miguel Wisnik, de 2008), en la Argentina la bibliografía ha conformado un diálogo que me parece más memorioso, en el cual se han establecido antagonismos, pero también síntesis de tradiciones anteriores, en una producción de conocimiento que mantuvo considerable comunicación con las tribunas populares. Lo confirma la mera existencia de un clásico como Fútbol: dinámica de lo impensado (1967), del periodista y pensador del fútbol Dante Panzeri, obra completamente ignorada en el vecino autodenominado “país del fútbol”, aunque haya sido lectura de generaciones de entrenadores, de Menotti a Guardiola.
Una de las marcas de Panzeri fue la coexistencia de un genuino anhelo de comprender los sistemas tácticos que intentaban domar la imprevisibilidad del fútbol con un genuino amor a este carácter contingente del deporte, sutileza y refinamiento que contribuyeron a que el debate entre el fútbol arte de Menotti y el fútbol pragmático de Bilardo tuviera lugar en otro nivel (incluso poniendo en cuestión la aplicabilidad de las categorías de “arte” y de “pragmatismo”). Ya en los años 90, José Pekerman y Marcelo Bielsa produjeron síntesis de influencia internacional, pero sólo realmente comprensibles a partir de un diálogo argentino. Diferentes entre sí, Bielsa y Pekerman coincidían en el culto a las reglas del juego y en el énfasis en su carácter eminentemente colectivo.
El bielsismo evolucionó a un fútbol que se defiende atacando, con presión y frenética ocupación del espacio-tiempo, y generó equipos legendarios como el Newell’s de 1992-93, la Argentina campeona olímpica de 2004 y el Leeds United de 2018-21. La premisa básica del ataque-defensa bielsista se resume en un axioma: la obsesión de obturar todos los caminos del rival al gol también significa multiplicar el número de pelotas de la cuales él va a disponer.
Pekerman dirigió no solamente a los múltiples campeones del mundo sub-20 de la Argentina, sino también a los talentosos equipos de Colombia de 2018 y de 2014, éste último eliminado del Mundial por un arbitraje español escandaloso, que le concedió a los gladiadores de Felipão faltas inexistentes, la anulación de un gol colombiano legítimo y el permiso para una acumulación de 31 patadas, sin una sola expulsión o tarjeta amarilla.
Aquella eliminación le dolió más a Pekerman que la de la Argentina también comandada por él y eliminada por penales en cuartos de final por la anfitriona Alemania en 2006. En el Mundial de 2014, el honor del juego había sido empañado en puntapiés dados por atletas que vestían la admirada camiseta canarinha,
El rezo
En 2022, contra Francia, el plan táctico de Scaloni de nuevo estranguló a un rival europeo durante 80 minutos, como había hecho contra Holanda. Pero quiso la contingencia que la merecida victoria sólo viniera en los penales, después de una oración de Lionel que evocaba a Diego. La apelación a la memoria tenía lugar ahora en una escena tensa, antes de que el lateral Montiel pateara el penal decisivo. Abrazado a los compañeros después de actuar como verdadero líder y convertir el primer penal, Messi levanta los ojos brevemente y dice “Vamos, Diego, desde el cielo”.
Lionel citaba al Diego de 1986, el que había homenajeado a Bochini, pero había algo de secreto en la cita, de nuevo sólo comprensible argentinamente. Que la entidad evocada en 2022 estuviera “en el cielo” y en 1986 entrando a la cancha por el lateral era una diferencia de poca monta. Lo fundamental era que el Dios evocado en 2022 era el mismo que se redujera a humilde ofrecedor del homenaje en 1986, en una lección mnemónica que le llega intacta a Messi casi 40 años después.
Las discusiones con superlativos de grandeza que contrastan a Maradona y a Pelé no tienen ningún sentido, pero algunas diferencias indiscutibles serán siempre instructivas. Al contrario de Pelé, quien actuó acompañado de genios brillantes, tanto en el Santos como en la Canarinha, Maradona tuvo que exigirle a Pumpido, Cuciuffo, Ruggeri, Brown, Giusti, Enrique, Batista, Olarticoechea, Burruchaga y Valdano, no que jugaran mínimamente en su nivel, lo que no podían hacer. Dos o tres de ellos, como máximo, serían titulares en el subcampeón brasileño de 1986, Guarani de Campinas.
De aquellos jugadores se exigió otra cosa, a saber, la comprensión de la enormidad de un papel histórico, porque de Maradona, que maldecía a Dios y a todo el mundo, no se conoce un ceño fruncido de frustración ante los goles regalados por él y desperdiciados por sus compañeros. Sí repetidamente se los cedía y ellos se los perdían, Diego se levantaba, creaba las jugadas de nuevo y las concluía él mismo, como hizo contra Bélgica.
Todos los grandes equipos tienen algo que los singulariza. El Brasil de 1970 fue la gran constelación de cracks; la Holanda de 1974 representó la gran revolución táctica; y la Italia de 1982 ofreció la gran historia de superación y tenacidad. La Argentina de 1986 es definida por este extraño lazo de entrega incondicional de diez jugadores a su Dios, y de una generosidad infinita de ese Dios con ellos, como en una Biblia que sólo contuviera el Nuevo Testamento.
No es casualidad que la oración de Lionel a Diego tuviera como objeto a Montiel, el joven lateral suplente que había cometido el infantil penal que le dio a Francia la oportunidad de empatar el partido 3 a 3. Sin cualquier irritación ante el compañero menos talentoso, Messi convocó a Diego a que orientara a Montiel en el penal. Montiel pateó de manera segura y fulminante, en uno de esos penales que sacan al arquero incluso de la fotografía.
La Scaloneta fue un arreglo inédito entre Messi y sus compañeros súbditos, que les permitió a ellos una devoción completa y a él una generosidad infinita, reminiscente de Maradona en 1986. En este equipo, Messi pudo ser él mismo y, a la vez, mostrarse heredero de Maradona, de Bochini, de Di Stéfano. Esta fue una de las varias operaciones conmovedoras que realizó la selección argentina de 2022 con la memoria.
FUENTE: Folha de Sao Paulo. Gentileza del autor.