Todo el mundo va armando su biblioteca personal y esa lista de libros es casi un autorretrato. El acto de leer sigue en pie en estos tiempos de redes y teclados y siempre hay un título y un escritor con el que nos relacionamos entrañablemente.
Cuando llega la Feria del Libro, miles de personas que no acostumbran recorrer librerías pagan una entrada cada vez más onerosa para ingresar al predio de la Rural. La ceremonia se repite siempre entre los últimos días de abril y los primeros de mayo. Incluso la Feria trabaja y cobra entrada el 1º de mayo. Los tesoros, salvo alguna rutilante novedad, no suelen hallarse en la Feria, sino en las librerías de viejo o en Mercado Libre, y por lo general a un precio más o menos accesible. Sin embargo, el peregrinar se repite de manera constante, máxime cuando está la posibilidad de cruzarse con el autor favorito, escucharlo y, llegado el caso, conseguir su firma estampada en uno de sus libros.
Históricamente, la Feria planteó una relación “del autor al lector”, un canal de intermediación que de cierto modo se cumple. Ese camino, en rigor, se materializa de manera más íntima y personal, a lo largo de los años, en la formación de la biblioteca propia. Borges mismo se declaraba más un buen lector que un autor de lectura obligada. De hecho, quizás no gane el ranking en el rubro de mejor escritor del siglo XX, pero seguramente estaría al tope si eligiéramos al lector más importante de nuestro tiempo.
Apenas un volumen o un puñadito de textos pueden servir como reguero de pólvora para un largo camino de lecturas que se extenderá mientras dure la vida. De hecho, leer es una de las actividades primordiales del ser humano, a la par que escribir. Sobre todo, aunque parezca paradójico, en tiempos de Internet, celulares y redes sociales. Los teclados son parte inherente de nuestras vidas para enviar mensajes y la lectura es algo cotidiano. Algunos soportes se han modificado, pero la lectura sigue siendo una actividad del ser humano. Es cierto: ya no es tan usual ver a alguien leyendo un libro en el transporte público, ni siquiera un e-book. Pero muchos de los que van ensimismados en sus aparatos, leen y escriben al mismo tiempo.
Sin embargo, el gran vínculo es con los libros de uno. Que no necesariamente tienen que poblar una biblioteca inmensa. En rigor, uno termina volviendo siempre a algunos amores.
Pocas actividades son tan personales como la lectura. El escritor francés Daniel Pennac planteó en su momento los derechos del lector. Entre otros, el derecho a releer, a leer salteado, a leer en cualquier parte, a no terminar un libro. En gran medida, son derechos análogos al sentido hedonista de la lectura del que hablara Borges. Más de una vez sostuvo que no hay ningún problema en interrumpir una lectura, que quizás ese libro no estaba escrito para uno. En su caso, lo había derrotado Dostoievsky. ¿Alguien puede negar la importancia de Dostoievsky? No, como también es cierto que no tiene por qué gustarle a todo el mundo. Es algo que sucede en otras artes. Hitchcock y los Beatles son esenciales en el cine y en la música, pero no tienen ciento por ciento de unanimidad.
La relación con la lectura suele iniciarse en casa. La biblioteca personal es la puerta de entrada. En el caso de quien escribe, esa puerta fue la Colección Austral de Espasa Calpe. Y un libro muy en particular, La isla del tesoro. Que no llegó por la lectura propia, sino por la voz de mi abuela. Así se fue forjando la relación con los libros, que tuvo cierta sistematización en la educación primaria y secundaria. Cortázar suele ser un autor al que se llega por los profesores de literatura. Salinger es otro compañero de ruta de la adolescencia. Y el paso de los años permite establecer relaciones con autores, libros e, incluso, volúmenes muy específicos.
No puedo pensar el Quijote si no es la edición de los filólogos de la UBA que publicó Eudeba. Mi biblioteca está incompleta si falta la Antología de la literatura fantástica, de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. Si Cien años de soledad no está en mi ejemplar de la quinta edición, de febrero de 1968, es como si faltara en su estante. Puedo tener todos los libros de Walsh, pero si no están los cuatro volúmenes de la Antología del cuento extraño y el librito editado en 1953 por Hachette de cuentos policiales argentinos, es como no tuviera un libro de Walsh. Los ejemplos podrían sucederse.
Por eso, a la hora de un evento como la Feria, el lector atento, si es que concurre, no va con ánimo de hallar alguna joya, que quizás la haya.
La relación se da con los libros de forma personal, sobre todo si el libro está dedicado por una persona querida o por el propio autor. Una Feria del Libro sirvió para conseguir los tres tomos de Perramus, y que los firmara Juan Sasturain. Guillermo Martínez firmó un ejemplar ajado de Crímenes imperceptibles en una sala donde presentaba un libro ajeno y se le apareció un lector que fue con su ejemplar.
Pero la relación se da también con los autores, y en eso la Feria suele brindar un servicio inestimable. Recuerdo la presentación del último libro de Liliana Bodoc. El vínculo con sus lectores era fascinante. Eran personas, la mayoría muy jóvenes, capaces de conocer todas y cada una de las ediciones de La Saga de los Confines. Y como Bodoc hay infinidad de casos de autores que establecen un código compartido con sus lectores.
La ceremonia comienza en la Rural, pero el vínculo trasciende el evento. Es como cuando se habla de “los libros del verano”, como si no se leyera en otoño, cuando arranca la Feria. Solo se trata de un evento de enorme visibilidad, con enormes stands, gente que camina, mucho ruido. No exactamente un ámbito propicio para la lectura. Es lo que hay. Peor sería que no hubiera nada.
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