Un mercado librero cada vez más expandido, grandes emporios cinematográficos que se apoderan de las historias que pertenecen a todos, sitios musicales que interrumpen la escucha para pasar publicidades de autos. Hay algo que no termina de encajar entre la dinámica capitalista y las formas de acceso a la cultura.

En promedio, cada día aparecen 94 nuevos títulos de libros en Cataluña, donde se concentra lo más fuerte del mundo editorial español. Lo que da unos 34.000 nuevos títulos anuales, un número que representa un poco más del cincuenta por ciento de las novedades librescas con que se topan los españoles a los que todavía les gusta leer. El total andaría por los 65.000 libros. Si alguien pudiera leer tres libros al día, necesitaría alrededor de 70 años para leer toda la producción anual. Hay que admitir que la cuenta es forzada, que se trata de un mercado segmentado y que la lista incluye desde novelas y ensayos a manuales de derecho y medicina, pasando por libros de recetas y manualidades. Pero los números a veces tienen una fuerza difícil de rebatir.

Lo que revela la cifra es que, por razones ajenas a las leyes de oferta y la demanda (esas aparentes reglas de oro del juego capitalista), los mostradores de las librerías aparecen saturados por una mercadería imposible de ser consumida. Y no sólo por la incapacidad de los lectores para devorarse semejante cantidad de material, sino porque las mismas librerías carecen de espacio para poder exhibir todo lo que se imprime.  Una de las consecuencias de esto es que muchas grandes librerías ni siquiera abren las cajas que les envía la editorial y las devuelven sin que su contenido haya conocido la luz. En España, ese material se recicla y vuelve al circuito como papel. Para decirlo de otro modo, los libros se pican para que no ocupen lugar en los depósitos, cada vez un costo más alto para las editoriales.

A su vez, esa escasez de espacio disponible hace que se produzca más para poder quitarle lugar al competidor. Un círculo aparentemente vicioso que, sin embargo, tiene algunas consecuencias positivas. Por un lado,  dado que hay que producir una cantidad fija de novedades mensuales para imponerse a los rivales, se editan libros que en otros tiempos no hubieran sido publicados por considerárselos poco comerciales. Ensayos sobre temáticas culturales, narraciones con cierto grado de riesgo y experimentación e incluso libros de poesía. Por el otro, los libros ilustrados no pueden reciclarse, por lo tanto se venden baratos una vez cumplido su ciclo de oferta. Algo bastante similar pasa en la Argentina, aunque se hable poco de eso a nivel público.

Esta dinámica irreal y enloquecida del mundo editorial demuestra las dificultades del capitalismo para lidiar con el llamado (simplifiquemos) mundo de la cultura. Se trata de imponerle reglas imposibles, provenientes del mundo de la producción en serie. Se habla de cuentas de resultado y las decisiones pasan cada vez más por la gerencia de marketing. Algo que también ocurre en los grandes diarios, donde cada vez se decide menos el tratamiento de una noticia con criterios estrictamente periodísticos sino de acuerdos a reglas de impacto comercial. Algo que se ha exportado también al terreno de la política.

En muchos debates alrededor de esto, ciertas cuestiones se han dejado de lado, seguramente porque son presupuestos que el capitalismo se niega a revisar. Uno de ellos pasa por el derecho de los dueños del dinero a hacerse de cuánto haga falta para generar sus  producciones. Aladino era un cuento de las Mil y Una Noches antes de llenar las arcas de la Disney, quien ha hecho otro tanto con La Cenicienta o La bella Durmiente, que antes de que el gigante pusiera el pie en ellos formaban parte de una propiedad colectiva. Nadie reclamaba derechos a un padre que le contaba la historia de la lámpara mágica a su hijo antes de dormirse. Hoy puede llegar a suceder. De hecho, la revista argentina de dibujantes El lápiz japonés, de circulación obviamente restringida, debió enfrentar una demanda de Quaker por usar su logotipo en la tapa del primer número. Seguramente tampoco Pixar pagó derechos a los herederos de Akira Kurosawa por valerse del argumento de Los siete samurais para su exitosísimo film Bichos.

Hay como una especie de sentido común magnate, si se lo puede llamar así, que supone que cuanto más dinero se tenga más se debe ganar. “Queremos shows en lugares más chicos, entradas más baratas, una renovación de la lista de temas, la eliminación de las secciones de vientos y coros, la expulsión de las bandas soporte y que todos los fanáticos actúen de manera responsable”, reclama el frente de liberación Rolling Stone en una clara intromisión en el derecho a la ganancia sideral. Suena ingenuo pedirle a un grupo que la junta con pala que, en nombre del viejo espíritu del rock y de la democratización del acceso a la música, reduzca sus ganancias.

En el fondo lo incompatible es la lógica enloquecida de una industria cultural asediada por el fantasma de la ganancia rápida y permanente y las necesidades de la gente de compartir aquello que le gusta. En todo el sistema de bajadas de Internet, la única ganancia es de los sitios que almacenan y distribuyen archivos, haciendo la salvedad de que tienen la opción (más lenta, por supuesto) de bajar el material sin tener que pagar por él. Pero los proveedores individuales de música, libros y otros productos lo hacen de forma gratuita, como sucedía en los hoy casi desaparecidos (a fuerza de denuncias legales) blogs de música que ponen sus discos (muchas veces inhallables o digitalizados a partir del vinilo) a disposición de quien quiera y algunos veces piden a cambio apenas un comentario. Estamos en el terreno de las relaciones personales cuyo alcance Internet ha ampliado de manera exponencial. Lo que antes nos grababa un amigo ahora lo encontramos en la red. Eso que pretende vender You Tube, pero que llena de publicidad de la manera más desaprensiva, al punto de meter un aviso en medio del movimiento de una sonata para piano.

Allí, lo que abunda no daña, es el camino de que el producto cultural se encuentre con su consumidor, a diferencia de las editoriales españolas (que se limitan a exacerbar lo que sucede en otros sitios del planeta) no dejan que al afán de lucro lleno de obstáculos ese camino.