Agustín Alezzo murió ayer, a los 84 años. Gran director teatral y maestro de actores, dejó una impronta que perdurará. Aquí el recuerdo personal de una periodista.
Mi viejo cuelga el auricular del teléfono y nos da la noticia: ¡nos vamos a Mar del Plata! Es noviembre del 72, tengo diez años. Dos meses después conozco el mar. Serán unas vacaciones inolvidables en una casa sencilla, poniéndonos tomate, urgente, contra el ardor de las quemaduras por insolación, luego de incansables zambullidas bajo las olas y de castillos de arena que se lleva la marea.
Por la noche, la fiesta del teatro. Esas vacaciones en familia en La feliz, con ravioladas en Montecatini, paseos por Parque Camet y alguna excursión a tienda Los Gallegos, son mi primera incursión como espectadora en el teatro para adultos y mi primera deuda de gratitud con Alezzo, la otra voz en el teléfono en aquella charla con papá, actor. “Me propone un reemplazo para el papel del reverendo Parris, la próxima temporada”, cuenta que le había dicho. Se refiere a la obra de Arthur Miller Las brujas de Salem, con las bellas Alicia Bruzzo y Leonor Manso, la experimentada Milagros de la Vega y el milagroso Alfredo Alcón, en el teatro Auditorium. Un trabajo nocturno a puro placer, que Isaac Haimovichi desempeñó a cambio de un salario… acompañado por su prole en las últimas filas de la platea.
El viejo había sido compañero de Alezzo en el mítico Nuevo Teatro, dirigido por Pedro Asquini y Alejandra Boero en los 50, grupo con sala propia en la avenida Corrientes, donde Enrique Pinti empezó su relación con la escena siendo el pibe que atendía la boletería. Aquella pareja de jóvenes impuso entonces el teatro circular, en reemplazo del clásico a la italiana, y le dio una impronta singular, como años después hizo Alezzo, cuando en su propia escuela fue pionero del método Stanislavski, formando a varias generaciones de maestros, actores y directores.
De aquella primera camada de Nuevo Teatro habían sido militantes Héctor Alterio, Nelly Tesolín, Augusto Fernández, Carmen Luciarte, Carlos Gandolfo, Sergio Corona y Ester Pochi Ducase.
Mi segunda deuda de gratitud con Alezzo: cuando yo acariciaba la adolescencia, llena de curiosidad e inquietudes, su Grupo de Repertorio estrenó una puesta preciosa de la obra Juegos a la hora de la siesta, de Roma Mahieu, donde brillaban Lidia Catalano y Boris Rubaja, revelando en clave dramática el daño que pueden hacerse entre sí los niños. Eso que hoy se conoce como bulliyng y entonces no tenía nombre propio. En plena dictadura, me deslumbro con Despertar de primavera, de Frank Wedeking, otra puesta de Alezzo, sobre las intensidades de la adolescencia, con los jóvenes y pre televisivos Luisa Kulliok y Norberto Díaz.
Consigno la tercera razón que motiva este homenaje, de inevitable autorreferencialidad: Alezzo lo convoca nuevamente a mi padre, en 1996, para encarnar al genial Gius, de Recuerdo de dos lunes, también de Arthur Miller, una “comedia patética” en un tiempo cruel, sobre seres incapaces de frenar el avasallamiento de la sociedad. Por esa pieza, Isaac Haimovichi recibió el premio Florencio Sánchez de la Casa del Teatro. Gracias, de nuevo, Alezzo.
“Rompió con los requisitos de la escena independiente y produjo una apertura beneficiosa, al decidir trabajar exclusivamente para el teatro. Si antes se trataba de hacer Hamlet y limpiar baños, él dejó de limpiar baños. Fue muy valiente quebrar con ese romanticismo y permitió que lo independiente sobreviviera, de otro modo hubiera desaparecido”, dice el dramaturgo Roberto Perinelli. “Trabajó el método Stanislavski de manera coherente y duradera y con esa técnica inoculó a todas las actrices y actores argentinos, muy considerados por su solvencia e idoneidad en todo el mundo”.
Stanislavski plantea en la primera mitad del siglo veinte un sistema de actuación que llama “el arte de experimentar” y que consiste, someramente, en movilizar el pensamiento consciente y la voluntad del actor para activar otros procesos psicológicos menos controlables, como las emociones y el compartamiento inconsciente, de manera comprensiva e indirecta.
Con Alezzo que, junto a otros, “abrió caminos de ética muy fructíferos, no se va un desconocido sino alguien muy considerado”, continúa el maestro y ex director de la Escuela Municipal de Arte Dramático, integrante del Teatro del Pueblo. “Hay una anécdota que él mismo me contó y que lo pinta: los sábados daba doce horas de clase y, cuando salía, se subía al colectivo y se quedaba mirando los movimientos del chofer como si fuera un alumno suyo al que hubiera que indicarle qué hacer”.
“Hondo desconsuelo provoca en la familia teatral su partida física. Riguroso y finísimo en la construcción escénica de personajes, se le reconoce haber introducido en el país el método Stanislavski, aunque la amplitud y diversidad de su registro estético no quedó sometido a ninguna etiqueta”, señala la periodista y crítica teatral Olga Cosentino, en coincidencia con Perinelli. “Montando textos de Arthur Miller, Tennessee Williams, Gregorio de Laferrére o Harold Pinter, entre tantos otros, las atmósferas y las subjetividades de su ficción
tradujeron siempre las complejidades de lo humano. Y su inevitable fragilidad. La misma que, en apariencia, frustró su última, generosa aventura artística: la apertura de la nueva sede de su teatro escuela El Duende. Aunque acaso esa frustración sea sólo aparente. Porque lo cierto es que, hayan pasado o no por sus talleres, hayan actuado o no bajo su dirección, varias generaciones de actores y actrices del siglo veinte y lo que va del veintiuno llevan en su formación la marca del maestro. Puede conjeturarse, por tanto, que no habrá mutis para la fertilidad de ese legado”.
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