“Mank”, de David Fincher, no da lugar a la indiferencia, es una película para amar o para odiar. La historia – cierta o no – de la labor en solitario de Hermann Mankiewicz en la escritura del guion de Citizen Kane, de Orson Welles, no es sólo la historia que se cuenta sino la excusa para mostrar el trasfondo político de una época de Hollywood.
Mank es una película que ha despertado posiciones encontradas. Hay quienes la consideran una gran obra y quienes la ponen al nivel de lo peor que jamás se haya visto. El chiste fácil, de consumo argentino, diría que se trata de una película peronista: se la ama o se la odia. Como hay matices y en Mank abundan, no es ni pelada ni con dos pelucas. Veamos.
El punto de arranque es la génesis de Citizen Kane y su escritura a cargo de Hermann Mankiewicz, en una especie de ratificación de la teoría según la cual Orson Welles no fue el padre de la criatura. Sostener la autoría absoluta de Welles es deslindar el rol preponderante, en la puesta en escena, de al menos tres personas: el montajista Robert Wise (futuro director de La novicia rebelde), el músico Bernard Hermann y, sobre todo, el fotógrafo Gregg Toland. Que Mankiewicz, como guionista profesional, ayudó a un joven de 25 años a darle forma al guión no se discute, pero realzar su figura (máxime cuando el Mankiewicz perdurable fue su hermano Joseph, el de La malvada, Cinco dedos, La condesa descalza) en lo que fue Citizen Kane, es como decir que el Otelo de Verdi es una obra formidable solamente por el libreto de Arrigo Boito.
Curiosamente, en una película que plantea a su modo la escritura solitaria del guión de la, para muchos, más grande película de la historia, el resultado final resulta ser el film más lejano a la estética de Fincher, junto a Alien 3, su opera prima, hecha por encargo; Red Social (más un film de Aaron Sorkin que suyo); y El curioso caso de Benjamin Button, basada en un texto de alguien que merodea Mank e incluso es mentado: Scott Fitzgerald. Todo el resto de su interesante producción son películas de suspenso más o menos logradas (Seven resiste bien el paso del tiempo; The Game es notable; El club de la pelea está sobrevalorada; La habitación del pánico es un buen ejercicio claustrofóbico; Zodiaco es una obra maestra; su adaptación del primer libro de Millennium no está mal; y Gone Girl es pasable) y entre medio fue uno de los creadores de House of Cards, que comenzó como una buena serie sobre realpolitik y después deparó en el surrealismo.
Fincher, sobre un guion de su padre, hace más que nada una película de época sobre el cine de Hollywood de los años 30 que bordea la compleja relación entre el sistema y el libretista a sueldo. O, mejor dicho, entre el estudio y el intelectual. O, con más precisión: entre el capitalismo y el individuo. No es cualquier momento: Estados Unidos trata de salir de la Gran Depresión y Hollywood es una fuente de dinero que seduce a escritores como Faulkner y Scott Fitzgerald. Al segundo prácticamente se lo devoró. Es un clima que capta Nathanael West (muerto en un accidente un día después que Scott) en su novela El día de la langosta. Más aún: Hollywood, que ya se vislumbra como joya de la corona del capitalismo (junto a la industria farmacéutica en cuanto a los negocios legales), toma partido contra la izquierda. Los popes de los estudios sufren ataques de urticaria ante la sola mención de la palabra “comunismo” y no tienen idea de lo que es el nazismo. Si Henry Ford, un avezado antisemita, tomó partido y entendió, como buena parte de su clase, que Hitler era un freno al ascenso de la izquierda, los jefes de los estudios parecen haber actuado por efecto rebote, y con una mezcla de ignorancia, si nos atenemos a la pregunta de Louis B. Meyer, el capo de la Metro, cuando Mankiewicz hace en la casa de Hearst un pantallazo de la Alemania nazi, de la que abomina: “¿Qué es un campo de concentración?”.
Mankiewicz es el prototipo del hombre de letras reducido a escriba de guiones, y que conserva cierta conciencia social. La suficiente para asquearse de la manera en que Meyer lleva adelante la campaña sucia contra Upton Sinclair y su candidatura a gobernador de California, que es lo que explicaría la idea del noticiero apócrifo que abre Citizen Kane (el otro guiño es la mansión de San Simeón con una estética similar al Xanadú de Kane). En rigor, la ignorancia o manera que tiene Hollywood de mirar hacia el costado respecto del nazismo mientras se espanta por el sucio trapo rojo (El gran dictador es de 1940, y se hizo contra viento y marea, después de siete años de dictadura nazi y con la guerra ya comenzada), no es otra cosa que un prolegómeno del comportamiento de los estudios a partir de 1947, cuando la caza de brujas llevó a que se pusieran de acuerdo para cerrarle la puerta a cualquier sospechado de ser comunista. En otras palabras: si Mankiewicz y Welles hubieran querido filmar Citizen Kane en el 47 o 48, no los habrían dejado. Y, por tanto, habría comenzado allí la gran tragedia que indefectiblemente se produjo al comenzar los 50: la salida del sistema por parte de Welles. Alcanza con ver Sed de mal para comprender que una relación más amable de Orson con los estudios (que tampoco fue la ideal en ese caso, allí están los distintos criterios a la hora del montaje) hubiera generado una obra más perdurable y consistente. Es de notar, incluso, que mientras Hollywood se espanta junto al resto del país por la infiltración comunista, Welles filma El extraño, sobre un criminal nazi que se esconde en suelo americano. Lo suyo fue, si se quiere, un anticipo de la relación con los estudios de otro realizador con sus buenas cuotas de megalomanía: Coppola.
Los Fincher, y el Mankiewicz de la película, entienden a Hollywood como parte de un entramado de poder político y económico, en el que Hearst hace su juego. El magnate pone sus buenos dólares para que Marion Davies filme en la Metro, pero cuando el negocio no le cierra a Meyer, Hearst va a la Warner. Así funcionan las cosas. Y aquel que pone en tela de juicio el statu quo debe ser combatido, como Sinclair, del que se recuerda su aventura en México con Eisenstein. En ese sentido, la parábola del mono organillero con la que Hearst ilustra a Mankiewicz no es otra cosa que una reafirmación del orden de clase; una nada sutil manera de decir: “Vos estás ahí y yo estoy acá, y como yo estoy acá, vos obedecés y no podés sacar los pies del plato”. Mank, a su modo, saca los pies con el guión que sabemos no es obra únicamente de él.
De un modo descarnadamente realista (la realidad que ponen en escena los Fincher, se entiende), Mank abreva en varias fuentes. La más obvia, el punto de arranque, es la escritura de Citizen Kane. Pero también hay alusiones, en el clima que recrea, a El último magnate, de Scott Fitzgerald, basada en el productor Irving Thalberg, que aparece en el film; claramente “El día de la langosta”; en algún punto remite, forzando la analogía, a la relación de Hitchcock y Chandler en el guión de Extraños en un tren que el creador de Marlowe abandonó (dicho sea de paso: hay una alusión absolutamente anacrónica a Marlowe, como bien apuntó Marcelo Zapata, lo mismo que una cita a destiempo de Groucho Marx) ; y, de manera más que evidente, a Barton Fink de los hermanos Coen, que está ambientada a comienzos de los 40. Todas las líneas del guión confluyen hacia un punto: la idea borgeana (por cierto que Borges reseñó Citizen Kane en Sur) de Kafka y sus precursores aplicada al Hollywood de los años 30: que el macartismo fue preconfigurado por el sistema de estudios una década antes de la irrupción del Comité de Actividades Antiamericanas (a su modo, Mank anticipa también al Dalton Trumbo de la lista negra) y que como empresas insertas en un sistema capitalista de producción en serie ayudaron a transmitir esos valores en la creación de sentido. Algo que graficaría, muchas décadas más tarde, Oliver Stone, cuando dijo que Vietnam se perdió, entre otras cosas, porque John Wayne no llegó a filmar cuatro o cinco películas más vestido de boina verde.
La caza de brujas, se entiende, puso en primer plano esa imbricación. Lo cual no quita que, como muchas cosas de Occidente, el cine de Hollywood fue capaz de crear su propia autocrítica sin que fuera funcional al sistema que criticaba, como Sunset Boulevard de Billy Wilder o The Bad and the Beautiful de Vincente Minnelli, si bien son críticas a la lógica interna de los estudios, no al rol del cine industrial dentro del capitalismo (en ese sentido hay que mirar y volver a mirar la película que Wilder filmó justo después de Sunset Boulevard y que directamente muestra sobre un hecho pequeño no solamente lo que es el periodismo sensacionalista, sino también cómo funciona la maquinaria del capitalismo: Ace in the Hole). A nivel europeo, salvando las diferencias, fue la Nouvelle Vague la que tomó esa posta autocrítica respecto de las tensiones en la producción cinematográfica, como se ve en El desprecio de Godard y en La noche americana de Truffaut; y el Fellini de Ocho y medio fue otro exponente.
Así, el punto en cuestión no es si Mankiewicz tuvo o no tuvo una participación preponderante en un guión que claramente lo excedió (también lo superó a Welles), sino la tensión entre lo que el artista quiere poner en escena y lo que el dueño de los medios de producción está dispuesto a permitir. Como en el periodismo, donde el anunciante paga el contenido por omisión, esto es, de lo que no se va a hablar, en el cine industrial pasa algo similar. Máxime cuando el tema de la película es el ascenso de un millonario constructor de sentido social que forma parte de esa maquinaria que lo pone en pantalla. Y que fue posible porque se coló por la rendija en uno de los últimos momentos en que se pudo hacer.
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