Periodista que piensa lindo, corresponsal, músico y otros etcéteras con sabor a eso que alguna vez se llamó sociología de la cultura, Abel Gilbert acaba de publicar Satisfaction en la ESMA. Música y sonido (Gourmet Musical Ediciones). Acá les regala y les regalamos un fragmento del capítulo 4, “Canciones oblicuas”.
Volvamos entonces a las palabras y sus traiciones. “Pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”.[1] Lo que Klemperer decía sobre el nazismo puede aplicarse a la Argentina desquiciada. El verbo “matar” vibró entonces como un diapasón demoníaco y diferenciado, entre la especificidad histórica de lo que la acción denota y su deslizamiento hacia zonas de intercambio social donde se invocaba como su negación. Ese “giro lingüístico” (que nada tiene que ver con Ludwig Wittgenstein) fue acompañando la intensidad del conflicto político desde principios de la década.
“A la hora de matar”, rezaban las publicidades de Mediaslip París y mostraban una usuaria hedonista y sensual. En una de las variantes del aviso apuntaba con el revólver hacia arriba, en el otro, contra el lector. La de lencería Tymsa era recomendada para “matar en la intimidad”, y se ilustraba con una mujer en corpiño que sostenía una pistola humeante. En octubre de 1975 se abisma el pozo del significado. En su edición del 30 de octubre, Gente traducía la jerga juvenil a los padres desconcertados. La revista les explicaba cómo entender “curtir”, “mambo” y “matar”. Si alguien quería referirse a algo sensacional, cuantificaba la acción: “mató mil”. El salto exponencial con el que una subcultura comunicaba sus emociones se había transformado al mismo tiempo en horizonte contrainsurgente. No está de más recordar que apenas días antes de que Gente publicara su guía del coloquialismo, Videla había augurado las “muertes necesarias” para “acabar con la subversión”.
El régimen de verdad que comenzó a diseñarse bajo el accionar de la Triple A y adquirió forma definitiva durante la dictadura, fue ocultista y explícito, como el habla. La coexistencia de la ostentación de la violencia y su escamoteo ocurrían al mismo tiempo. Luz y sombra. Silencio y estruendo. “El Estado terrorista creó dos mundos: uno público y uno clandestino, cada uno con su propio discurso codificado”.[2]
La lógica discursiva del terror clandestinizaba el sentido del verbo a la vez que facilitaba su uso banal. “No me interesan aunque estén diciendo cosas maravillosas como Porchetto mata”, explicaba el cantante a Rafael Abud en la revista Rock Superstar en febrero/marzo del 78 sobre el modo en que recibía comentarios halagadores. “Algunos artículos superan mi nivel intelectual. ¡MATA!” se leía en el correo de lectores de Gente en abril de 1977. Pero, a la vez, una larga composición de Alas, con una fuerte marca ginasteriana, podía anular la diferencia entre la excepción (del Estado) y la acepción. “Se quiebra el cielo en corteza de cal/ curan las tumbas trozos de altamar/ siembran dolores de parto animal/ lloran los niños su hambre infernal/ cruzan de sombras sus camas, su voz/ los hombres viento segmento de sol/ pues en la Tierra el reloj se paró/ cuando la muerte contó el dinero”. Los gases lacrimógenos arrojados en el cine teatro Ritz durante un concierto del trío no se debieron a la comprensión del texto: eran un modo de interpretar el código municipal de convivencia. Extrañamente, La muerte contó el dinero fue para Miguel Grinberg apenas una muestra de “un vuelo estetizante poco cercano a la piel”, según escribió en La Opinión el 18 de junio del 77.
La dictadura se veía obligada en distintas oportunidades a cerrar los intersticios, ejercer el monopolio del lenguaje y llamar a las cosas por su nombre, como lo hizo Massera (nada menos que Massera) en la ESMA, el 2 de noviembre de 1976: “Lo cierto, lo absolutamente cierto es que aquí y en todo el mundo, en estos momentos luchan los que están a favor de la muerte y los que estamos a favor de la vida, y esto es anterior a una política o a una ideología, esto es una actitud metafísica… Por eso los vemos escribiendo en las paredes ‘Viva la muerte’ y esa es la única vez que dicen la verdad”.
La verdad sobre la muerte se filtraba hasta en el sarcasmo. A fines de abril de 1976 se inició en el Canal 13, intervenido por la Armada, una nueva temporada de El chupete. Alberto Olmedo venía realizando el programa desde 1973. Tres años más tarde, ser “chupado” aludiría a un destino concentracionario. Esa noche, la noche del regreso de El chupete, un chiste –o una mala pasada del inconsciente– superpuso, uno sobre otro, a los dos significantes. Los espectadores fueron sorprendidos por un locutor que anunció con voz grave (esa entonación propia de un anuncio aciago, la “solemne compunción”, de la que habló el diario de Jacobo Timerman) la “desaparición física” del cómico. Luego de trazar una semblanza sobre su trayectoria, invitó a la audiencia a ver uno de los programas del ciclo anterior. De inmediato, un cable de Noticias Argentinas (NA) del 4 de mayo reportó el fallecimiento. Después de 45 minutos de emisión del viejo programa de 1975, el mismo locutor atribuyó el falso anuncio luctuoso a “las locuras de Olmedo” y aclaró que el actor “está perfectamente bien”.
El chasco no pasó inadvertido. Al terminar el tape, Olmedo se presentó ante la cámara y preguntó: “¿Se lo habrán creído, eh?”. “Sí, eso era lo malo: se lo habían creído, cundió la alarma pública… Muchos chicos lloraban a su inolvidable Capitán Piluso”, dijo La Opinión. Y La Nación se refirió a una “broma macabra” que provocó una “conmoción insólita”. ¿Cómo se podía jugar con ese tema? “Un humor demasiado negro”, dijo Clarín. Días después, Olmedo hizo su descargo en la revista Gente. La jactancia de su ambigüedad terminaba por inculparlo más ante los interventores militares de Canal 13. El cómico dijo que no se había propuesto hablar de “muerte” o “fallecimiento” sino de “desaparición” con el propósito de “intrigar apenas brevemente, porque enseguida, tras los títulos de presentación, se descubriría la farsa”. Olmedo “supuso” que los espectadores “lo tomarían” como una simple chanza. En su alegato, el comediante volvía a toparse con lo siniestro. “No sé si he sido claro, ni si he olvidado algunas cosas. Me siento muy mal. Si ustedes vieron Los payasos, de Fellini, tal vez recuerden ese clown que se ponía un casco de madera disimulado por una peluca: le daban un hachazo, salía corriendo con el hacha clavada en su cabeza y así hacía reír. Una noche, en el frenesí del trabajo circense, olvidó ponerse el casco bajo la peluca y luego en la pista le partieron el cráneo. Siento que algo semejante me sucedió en el frenesí de mi labor televisiva. Con la diferencia que el hachazo me lo di yo mismo”. En una viñeta de Landrú, el director de Canal 13 le dice a una de sus estrellas: “Se me ocurrió una idea fantástica para recuperar el rating de su programa. Voy a anunciar su muerte”.
En aquel abril, y a pocos meses de haber disuelto Sui Generis, García ensayaba con un nuevo grupo, La Máquina de Hacer Pájaros. Dar máquina, no maquinarse, convertirse en una fría máquina de matar, máquina blanda, cuerpo maquínico. “Una máquina, sí, pero de hacer música”, dijo Gente el 10 de febrero del 77. El grupo de Charly supuso un salto cualitativo musical. “La onda es hacer una música elaborada, con una concepción en los arreglos. […] queremos ser muy rigurosos con el sonido, hacer una música sutil, que contenga la polenta del rock pero completamente en otra onda […] meteríamos la voz como un instrumento más”, explicó Charly a Expreso Imaginario en septiembre de 1976. “Puede ser totalmente compleja, pero a la vez algo claro, definido, que deje un gran espacio donde la gente pueda moverse”, complementó Carlos Cutaia, el segundo e imaginativo tecladista. El discurso sobre “lo complejo” se incorporaba a la jerga periodística. “La Máquina de Hacer Pájaros plantea una experiencia de música elaborada que nunca fue profundizada en Argentina”, dijo Pelo en noviembre del mismo año.[3]
Las letras de sus dos discos quedan no obstante como documento de las dos maneras de convocar a la muerte. Charly era recurrente hasta el abuso. “Diosa y heroína, dejame la llave antes de ir/ no esperes a la muerte aquí”, cierra en Bubulina. Podría verse en esa saturación algo más que un conflicto semántico. Cómo mata el viento norte presenta en tres minutos atiborrados de sintetizadores y pinceladas estilísticas a lo Genesis esos dos polos. “Cómo mata el viento norte/ cuando agosto está en el día/ y el espacio nuestros cuerpos ilumina”, se canta primero. Y, sobre la mitad de la canción: “mientras nosotros morimos aquí/ con los ojos cerrados/ no vemos más que nuestra nariz”.
El caso de Por probar el vino y el agua salada es más enigmático: se menciona a un “rey de los locos” y que “Satanás volverá a bien castigarnos/ por dudar del rey de este lugar”, un rey que “murió en paz” por “la gente”. García le canta a una mujer (¿o a la muerte misma?) y al jugar con las palabras sus preguntas saltan hacia otra dirección. “¿Cómo te puedes reír así, hermosa, cuando forzaste mi mente?/ ¿Cómo te puedes a reír así, hermosa, cuando mataste a mi gente?”. Pero todavía queda un matiz desconcertante. En la coda, García no repite el verso clave, “por probar el vino y el agua salada”. Dice, en cambio: “por probar el vino y la miermelada”. ¿Probar mierda (“por dudar del rey de este lugar”)? ¿Mermelada? Como si en eso que simula un balbuceo hubiera querido dejar un registro de los problemas del decir y/o callar. “No cabe hacer una distinción binaria entre lo que se dice y se calla; habría que determinar las diferentes maneras de callar, cómo se distribuyen los que pueden y los que no pueden hablar, qué tipo de discurso está autorizado o cuál forma de discreción es requerida para unos y otros. No hay un silencio sino silencios varios y son parte integrante de estrategias que subtienden y atraviesan los discursos”. Lo que señala Foucault podría ayudarnos a comprender aquello que “parece” vacilar en la voz de García.[4] No se trataba de un fallido incorregible: el “error” podría haberse subsanado con una nueva toma del canto. No se hizo. Pero, además, la voz no muestra indicios de un cambio repentino. El neologismo “miermelada” dista de ser la expresión de un cantante que cavila e intenta reparar lo mal hecho, al punto de que mantuvo ese “error” y lo estilizó en todas las presentaciones.
Un “fallido” ensayado. ¿Simulacro de autoncensura para en rigor comentarla?
El 7 de enero de 1977 La Máquina viajó a Tucumán, la provincia arrasada por el Operativo Independencia y que a esas alturas estaba al mando de uno de los duros entre los duros, el general Antonio Domingo Bussi. El grupo fue escuchado por cinco mil personas en el Palacio de los Deportes. La construcción del microestadio se había iniciado en 1962. Al momento del Golpe, el recinto estaba sin terminar. Bussi quiso mostrarle a los tucumanos que, además de sanguinario, era desarrollista y ordenó terminarlo en treinta días. (Pedro Ricardo Rodríguez y Juan Faustino Rodríguez, hijo y padre, el primero obrero del surco, el otro, dirigente sindical, fueron secuestrados el 16 y 25 de enero, respectivamente, cuando se daban los últimos toques al estadio. El padre murió fusilado, en presencia de su hijo.) La fuerza de los soldados y la población se mancomunaba en la obra pública. La estructura del techado de cuatro mil metros cuadrados se efectuó en cuatro días.[5] “Cinco músicos y un conjunto que a pocos meses de formado ya es un fenómeno en la música del rock. Ocho mil personas en Tucumán, un disco agotado, son algunas pruebas”, dijo Gente el 10 de febrero sobre las presentaciones. “El hecho de que la Secretaría de Cultura de una provincia auspicie un recital de rock. O que haya empresas que financien recitales habla a las claras de una preocupación evidente y sana por y para la música rock. Si hace cuatro años vos decías que iba a haber una Secretaría de Cultura que te iba a auspiciar un recital, te decían que estabas loco”, le aseguró García al semanario más complaciente con el régimen. (María Cristina Aráoz era una trabajadora textil de Confecciones de Tucumán S.A. Fue secuestrada el 5 de enero, dos días antes del recital. Nunca más la volvieron a ver.)
El audio del concierto insinúa un García distendido y locuaz. “Me gustaría bailar”, invita en Boletos, pases y abonos. El momento de las gentilezas se presenta antes de la siguiente canción. “Nos gustaría agradecer a la gente que hizo posible que toquemos acá, realmente creo que hay una cosa muy linda porque a nosotros nos encanta tocar en estos lugares, nos encanta venir al Interior y nos encanta tocar para ustedes. Entonces, mientras más gente nos traiga, y sobre todo si es gente tan seria que hace las cosas tan bien, creo se merece el aplauso”.[6] Y toca Música del alma: “Ya la noche ha pasado debe amanecer/ Salgamos de las cuevas ya no hay más que hacer/ Por mí por voz y la humanidad/ Mirémonos ya no hay más que hablar/ Tomemos todo el aire que nos queda para respirar”. El falsete de García, su modo dulzón, acaso naif, edulcora la asfixia. ¿Cuánto había de meditado en ese juego? Acaso era solo una manera intuitiva más de ponerle música a las palabras.
Lo cierto es que Charly debió tomar aire y respirar para seguir con el repertorio de esa noche en la que, en otra parte de la ciudad, se preparaba el secuestro de la agricultora Rosario Argañaraz (tenía 52 años cuando la capturaron, el 8 de enero). Era el turno de Por probar el vino y el agua salada. ¿Cómo ser fiel a su letra sin traicionarse después de la cortesía para con los implacables anfitriones? Una de las preguntas que se hacía de la canción (“¿Cómo te puedes reír así, hermosa, cuando mataste a mi gente?”) habría adquirido un inequívoco tono acusatorio. Y como Charly sabía que el escenario era un campo de negociación permanente con el poder, cambió “mataste a mi gente” por “montaste a mi gente”. La imagen ecuestre pasó completamente inadvertida. Pero su potencia distaba de ser inocua. Aunque no tiene el peso de verbos como “garchar”, “sodomizar”, “cojer”, “romper el culo”, el acto de montar a caballo o de cabalgar es una metáfora del acto y la dominación sexual.
Osvaldo Lamborghini sabía de qué se trataba: “El Loco ya la cogía a su manera, corcoveando encima de ella, clavándole las espuelas”, o “las bien plantadas nalgas que sobre las mías galopaban”, se lee en El fiord. En un poema fechado en 1980, el autor –un verdadero desconocido para García– es más procaz: “Yo no podría decirte no, ese “no…o”/ Porque te me había apegado: así/ Cuando me bajaste la malla con musculosa mano/ Sin saber lo que ocurría pensé:/ Ahora tendré otra alma en mi alma/ Grabada, y otro cuerpo henchido en mi cuerpo/ Hasta diría: en mi corazón/ Fue más poderoso el amor que el dolor de la penetración/ Eras bañero. Yo me enorgullecía/ ¡cuántos se habrán ahogado mientras vos te dedicabas a montarme/ Y con los años, cuántos me habrán montado”.[7]
[1] Klemperer, V. LTI. La lengua del Tercer Reich…, p. 31.
[2] Feitlowitz, M. Un léxico del terror…, p. 55.
[3] “El vuelo de La Máquina”, Pelo Año VII, Nº 80 (Buenos Aires, XI-1976).
[4] Foucault, M. Historia de la sexualidad…, p. 19.
[5] La Gaceta (22-III-2011).
[6] “La Máquina de Hacer Pájaros – Tucumán 7-I-1977” [https://www.youtube.com/watch?v=YeNt3Zk-Dqg].
[7] Lamborghini, Osvaldo. “El salvavidas” (29-XI-1980), Poemas 1969-1985 (Buenos Aires: Mondadori, 2012).
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