En la Casa del Bicentenario, Riobamba 985, se está desarrollando la 30° edición de la tradicional Muestra Anual de Fotoperiodismo Argentino, organizada por la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA). Acá podés leer el texto que María Pía López escribió especialmente para el anuario y ver algunas de las fotos de la exposición. (Foto de portada: Natacha Pisarenko)
Un año puede ser narrado de distintos modos, con imágenes diferentes. ARGRA llama anuario a una selección de fotos. Una foto es registro de un hecho, testimonio gráfico, prueba, pero su verdad no se agota allí sino en la mirada singular que la produce. Deudora del hecho que registra pero también de la mano que lo encuadra. Cada foto es hecho autoral, la selección que las reúne otra mirada. La cantidad de imágenes compiladas en un libro, entonces, es multiplicidad de perspectivas. Borges, en “El Aleph”, imaginó un punto en el universo desde el cual se viera la totalidad del mundo, imágenes de distintos tiempos, coexistencias imposibles. Pero el ojo que ve es solo uno. Infinito lo que ve, monolítica la perspectiva. El anuario de ARGRA sólo puede ser visto como vasta composición de diferencias o construcción coral de una mirada sobre un año. Pero a la vez como un grito colectivo y unísono. Los fotóperiodistas se vendan los ojos para denunciar los despidos en Télam. Se muestran privados de ver y con las cámaras en las manos. Lo hacen y nos recuerdan que son también nuestra posibilidad de conocer, de registrar, de comprender.
2018 será recordado por cada quien por algunos hechos. Por alguna manifestación, por un desdoroso acto del gobierno, por una catástrofe natural en la que se perdieron cosas y vidas. 2018: persecución a las comunidades mapuches, represión policial, pelea en Kurdistán. Es un trabajador atropellado que vuela por el aire, el velatorio compungido de Camilo Castrillan, la desdicha de la inundación, el agua que es lodo, amenaza y expulsa, un desalojo en Juarez Celman. Hay menos imágenes del fervor que de la tensión y del dolor. Y quizás eso represente un sentir colectivo en las memorias de un año que tuvo mucho de expropiación y despojo de los sectores populares, de pérdida de condiciones de vida y de padecimiento de tropelías institucionales. Obras que no surgen -salvo algunos retratos- de la composición en estudio, sino del instante capturado en el espacio público. Son tomadas en situaciones de riesgo porque también el cuerpo de la o el fotógrafo se pone en riesgo.
Testimonio y belleza a la vez. Muchas tomas componen una armonía frente a lo violento o lo ocasional y furtivo. Cuatro jugadores de fútbol son tomados cuando sus cuerpos se enfrentan en una suerte de ballet, cuatro personas tratando de escapar de una zona inundada configuran una coreografía semejante. Hechos inconmensurables. De un lado el dinero y la fama, el gran show del deporte profesional; del otro esos cuerpos huyendo de una catástrofe. Y sin embargo, una imagen recuerda a otra, porque les reporteres encontraron en ella un principio de composición semejante.
Están la furia y la fiesta en la nueva sección de géneros. La ritualidad y la teatralidad performática de las movilizaciones feministas, de las vigilias por la legalización del aborto, del Encuentro nacional de mujeres, componen un capítulo aparte. Presentan otras imágenes de la calle y otra fuerza movilizada, la de un sujeto político -mujeres, lesbianas, travestis, trans- que construye un repertorio de luchas y un modo de aparecer, que produce intervenciones cromáticas y representaciones artístico-políticas. El contrapunto son los retratos de mujeres quemadas, de las huellas en los cuerpos de la violencia del fuego. Ese daño, inscripto de modo irreversible, es el que combate un movimiento multitudinario que grita que no queremos ser víctimas. Cuando salimos a la calle ya no lo somos.
La calle es el tema fuerte de este anuario. La calle como territorio de peleas políticas, de construcción de lo colectivo, pero también como escenario del drama vital. Los colchones que dejan de estar en un ámbito hogareño para poblar el espacio público, las personas y sus cosas en la intemperie, son monumentos al despojo. Señales de lo común agrietado, de la brutal individualización que responsabiliza a los despojados, y de un modo de gestión del espacio público que quiere menos resolver el problema que esconderlo. Un banco diseñado para que no se pueda dormir en él y un colchón en el piso. Una muñeca en el banco. La desolación. Eso, también, fue 2018. Aunque son imágenes que parecen no fechadas, su multiplicación en las calles impregna nuestras retinas.
Vasto es el anuario y apenas mencioné por aquí algunas de sus imágenes, como polícromo el año y múltiples las miradas y los recuerdos. Quizás más allá de las obras particulares, importe esa vastedad, lo heterogéneo y lo plural de la reunión que acontece en cada compilación anual. El libro incorpora la foto de los reporteros de ojos vendados en una protesta y a la vez muestra la multitud de ojos, miradas y perspectivas. Necesitamos esos ojos y esos enfoques, que son parte de la memoria colectiva y de la capacidad de interpretar lo que acontece.
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