Entre todos los homenajes que se le han hecho a nuestro querido Marcos Mayer, quisimos rescatar esta selección de frases y textos de nuestro compañero que hizo Daniel Freidemberg. Pasen y lean, que Marquitos está presente.

Lo bueno y lo malo de tanto palabrerío con que nos bombardean día a día es que la realidad está en otra parte.

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Vivimos en un tiempo en que, si bien no hay certeza de nada, todo resulta verosímil.

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No se puede intentar ser sabio, vivir de acuerdo a la verdad en mundos que se desmoronan. La desesperación nunca piensa.

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¿El arte perturba a la razón? No, la razón es el problema. La razón es la que nace perturbada. Es nuestra razón la que no se acomoda al mundo. Me parece que en el arte hay como un espacio donde eso estalla.

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Las cosas aparentemente innecesarias –se puede vivir sin arte, o sin amor, pero no se puede prescindir del agua– terminan por poner en cuestión el mundo de lo aparentemente objetivo. Cuando Walter Benjamin dice que los cuadros nos miran, está hablando de una relación de uno a uno. Un cuadro nunca mira a una multitud, nada más ciego que la Gioconda acribillada a fotos por cantidades de turistas que la van a visitar al Louvre. Esa relación es la que no tiene precio. El momento del encuentro de las miradas, lo que descubrimos y lo que nos revela. Para todo lo demás está Mastercard.

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Donde se nos hace la grieta es en la cabeza y en el cuore cuando nos resistimos a la pausa para pensar las cosas y no entendemos que ese momento empleado en tratar de entender es parte de la rebelión y no su enemigo.

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Todo empezó cuando se me ocurrió que no hay mejor compañía para una biblia que un calefón y que es una cagada todo este rechazo al cambalache. El cambalache es ese lugar de los encuentros impensados donde no todo puede explicarse, donde hay cosas que son porque sí, al menos hasta que podamos imaginar una razón por la que están ahí. Y pensé que lo difícil es comprender sin entender, lo difícil pero lo único posible es vivir en un cambalache.

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Insisto en señalar que la meta del arte no es la obra en sí, sino la libertad de crearla, declara Dolores Cáceres, la responsable de la muestra de las tres salas vacías, en una nota de Daniel Gigena en La Nación. Reconozco que no entiendo. ¿Entonces la meta de un panadero no es el pan sino la libertad de encender el horno? ¿Lo que importa no es el espectador sino el artista que tuvo la libertad de no hacer nada?

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Requisitos básicos para convertirse en un periodista estresha: gran capacidad de laburo, ausencia absoluta de escrúpulos, apelación permanente al énfasis (que siempre da preocupación), saber todo de antemano, conteste lo que conteste el entrevistado, y no salirse nunca del lema “mejor apostrofar que dejar tiempo para pensar”. Después no digan que no les avisé.

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Hay una relación contradictoria entre la política que no puede permitirse presentarse como ambigua (aunque después lo sea) y la llamada cultura que cuando no es una forma abierta de propaganda conlleva el peso de no poder ser apresable.

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El problema de Macri y su gabinete no es sólo que no lean libros, sino que creen que no hay que saber. Y están orgullosos de su brutalidad. Macri es alevoso porque exhibe su ignorancia como un valor.

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Tal vez Andahazi sea el ejemplo más obvio y desembozado de que el narcisismo puede llegar a ser una categoría política, una tonalidad, una seducción que tiene algo de prepotente.

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El buscar estar siempre contra la corriente como militancia y combatir por principios cualquier sentido común, el que sea, lleva a declaraciones como las de Rita Segato, que están al borde de justificar el golpe en Bolivia.

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Un idioma es una posibilidad, pero también un límite a lo que pueda llegar a pensarse. Como sea, parece que pensar no da descanso, si vamos a creerle al psicoanálisis que soñar es una forma, con sus propias reglas, de seguir pensando quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos. Hay quien sostiene la posibilidad del cuerpo que no piensa. No deja de ser envidiable. Al fin y al cabo, la sensación casi todo el tiempo es que algo nos hace pensar en lo que quiere y no que pensamos lo que queremos.

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Se podría pensar al arte como una especie de inadaptación en estado de querella con lo que sucede a su alrededor. A diferencia del entretenimiento que iza una bandera blanca frente a las turbulencias que estremecen la paz, el arte nunca termina de entregarse por completo. Por eso podemos ver más de una vez una película, contemplar sin cansancio un mismo cuadro, escuchar hasta el hartazgo la misma melodía o releer un libro como si fuera el primer encuentro con él.

Esa reticencia a entregarse por completo, que forma parte de los placeres que nos propone el arte es, de alguna manera, una manera de resistir a la tentación de las certezas. Una novela o una canción se agotan cuando se sabe –o se cree saber- todo acerca de ellas. Es probable que las relecturas y renovadas escuchas sean distintos en cada uno porque no se practica la incertidumbre de la misma manera. El arte, más allá de las dificultades para definirlo, tiene tal vez como una de sus funciones ponernos en estado de interpretación permanente, tal como plantea Walter Benjamin cuando se refiere a las narraciones en ese texto maravilloso que es el que dedica a Nikolai Leskov. Interpretación permanente que es tal vez la mejor manera de no terminar de llegar a ninguna parte, como en las historias de Kafka. Siempre hay un núcleo que no termina de develarse y ese juego de descubrimiento permanentemente provisorio y precario es una situación que mezcla el placer con la amenaza de decepción. Muchas de las historias de Henry James plantean ese doble juego. Las cosas nunca terminan de saberse, eso las vuelve atractivas pero decepcionantes. A veces, como plantea Peter Handke no nos queda otra alternativa que aceptar al cansancio como un estado inevitable, antes de ponernos en marcha.

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En nuestra elección de los textos del pasado hay una toma de posición. Y, también, en la manera de valerse de ellos. Pueden ser una guía literal para los actos más concretos de la vida, como la consulta permanente al I-Ching o el ejercicio de una costumbre hoy casi perdida, que consiste en abrir la Biblia al azar para descubrir bajo qué signo habrá de transcurrir nuestro día. También puede ser una forma de fijar principios, lo que se llama la cita de autoridad; por ejemplo, la apelación a las Sagradas Escrituras para intentar refutar, en nombre de la “palabra de Dios”, los planteos de la teoría de la evolución. No es el único uso posible. Puede encontrarse en esos textos que ciertas preguntas siguen insistiendo, pese al paso del tiempo y a los cambios de época. El conflicto del Quijote, entre la realidad y lo que ha leído, no pierde su vigencia cuando pensamos que hoy se cree, sin duda alguna, que la Tierra es redonda, mientras que toda nuestra experiencia nos indica que es, al menos tal cual la vemos, plana. Vivimos entre dos versiones, una libresca y otra empírica, que muchas veces están en flagrante contradicción. Pero el hecho de que esas preguntas se mantengan hace que los clásicos tengan una cualidad que no sería bueno olvidar: les ponen palabras (las mejores, las más certeras) a cuestiones actuales.

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Como trata de fomentar un aspecto no muy lúcido de la condición humana como es el consumismo, la serie de valores que suele propugnar la publicidad son como menos dudosos: el espíritu de competencia, el afán de figuración, la fe en que los objetos que poseemos nos harán más felices y mejores, que ayudarán a definirnos y a diferenciarnos, aunque compremos lo mismo que compran los demás. Lo sorprendente es que, actualmente, cuando parecería aumentar el consumo, cuando el mercado de clientes está en expansión, se reivindique un antivalor como es la tontería. Y se trataría de una virtud, si pudiera llamársela así, que involucra a un montón de gente. Les queda claro a nuestros publicistas que está muy bien que así sea. El mensaje es más que claro: dejemos de pensar, hagámosle el mejor sitio a nuestra estupidez y disfrutemos de esas cosas que podemos comprar y que son más placenteras porque hay otros congéneres que la pasan bien comprándose las mismas cosas que compramos todos. Consumir es participar de una tribu en la cual lo único que se exige es un bolsillo abierto y una sonrisa imborrable.

Algo típico de la ideología “verano”. La creencia de que con la inmediata llegada del calor hay que dejar de pensar y entregarse a la boludez con una sonrisa perenne, por lo menos hasta que la sensación térmica del otoño nos haga recordar el sentido de la palabra templado.

Ahora, ¿siempre dejar de pensar es caer inevitablemente en la estupidez?  De hecho, cuando soñamos no estamos pensando, ni cuando hacemos el amor (es más, se estropea si pensamos mucho), ni cuando practicamos deportes. Soñar, tener sexo, jugar al fútbol no son actividades estúpidas, aunque se las pueda hacer de forma estúpida. Es más, los Monty Python tenían en su programa de televisión un sketch acerca de un supuesto “ministerio de pasos tontos”, que por cierto eran muy trabajosos y ensayados. No necesariamente los descansos cerebrales nos entregan a la imbecilidad. Y muchas veces se verifica lo contrario.

Por otra parte, esta forma de la boludez que transmite la publicidad se piensa como pasiva, se consume un brebaje -no es casual que la mayoría de esta clase de avisos se vincule con lo líquido- y de pronto somos tontamente felices, que es la mejor manera de ser tonto. Es como si los tarados no sufrieran. No sería muy difícil demostrar lo contrario. Homero Simpson, que es desde hace veinte años el tonto por antonomasia de la tele, vive sometido a las penurias que le produce no ser lúcido. Es más, su tontería no le impide darse cuenta de sus limitaciones. Esta contradicción, aunque no sea la palabra exacta, es una de las razones de la persistencia del éxito de la tira y el hecho casi increíble de que no muestre síntomas de agotamiento pese al paso del tiempo. Los Simpsons es una demostración de que la miseria tiene mil matices y de que la tontería es una condición humana con espesores y variantes.

[…] Se podría pensar que, cuando opera en Bouvard y Pécuchet, en Buster Keaton o en Homero Simpson, la tontería tiene algo de resistencia. Se sigue, muchas veces de manera autista, por el propio camino, sin seguir reglas y guiados por conocimientos improbables y recetarios desequilibrados. Mientras que, del lado de lo social, de lo colectivo o, mejor dicho, del colectivo del consumo, es como si la integración exigiera cambiar la boludez que nos es propia por otra ya fabricada, que suele venir en botella de vidrio o de plástico.

Hay una manera personal de ser idiota de la que es imposible escaparse porque, de última, es parte de la historia de nuestras limitaciones. Existe un estilo propio de cometer tonterías, nos define, hace que seamos quienes somos, pero no nos obliga a la boludez permanente. Eso viene de afuera. De quienes nos mienten y suponen que les vamos a creer, de los que se van de vacaciones debiéndole plata a quien, por no cobrarla, debe quedarse en su casa y de quienes quieren vender un agua con el argumento de que ha sido bendecida por un hit de Diego Torres.

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