Se supone que la cosa trata de mutantes, pero eso importa tres belines. En épocas oscuras de problemitas socio-mentales y otros, un “producto” que va contra las rutinas conocidas y se toma todas las libertades creativas, a riesgo de confundir gozosamente a la teleplatea.
Entre pandemia, Netflix y política –que en este ispa siempre es urgida y sufrida- cada tanto aparece en la ficción por pantalla alguna cosa que refleja de manera más o menos directa climas culturales, civilizatorios y a nuestras propias almas maltratadas. Es el caso de la serie Legion, que arrancó –y terminó- su tercera temporada (Netflix y algún otro sitio).
A gusto del que escribe se trata de una serie con rasgos extraordinarios y rupturistas, como cuando hablábamos de vanguardias, o cuando éstas existían, con la paradoja presunta de que deviene de mundos con algo de infantiles. En este caso la muy profusa y enredada progenie de los X-Men de Marvel. A este escriba le causa verdadero interés y/o fascinación el asunto de productos culturales nacidos de mundos presuntamente infantiles o adolescentes y que luego, tras largos viajes y torsiones, son… adultizados. Adultizados es un neologismo fulería, dado que a partir de cierta edad y viendo la evolución del prójimo cuando crece y envejece, uno descubre que el célebre niño que llevamos dentro siempre está ahí y ni ese niño ni ese señor grande merecen reproches por mantenerse en envase chico. Grandes películas como La Mosca (1986, Cronenberg. nacida de una anterior peli clase B hecha para adolescentes), o Alien, o la saga libresca y fílmica de Harry Potter son y fueron disfrutables por adultos. Unos cuantos Tarantinos (últimamente muy repetido) parten de consumos lejanos de infanto-adolescencia, o ciertos Tim Burton, o las Batman de Nolan (sobre las que se sanateó demasiado) o la impresionante Guasón, devenida también de otros Batman y Guasones.
No es el objeto de este texto explorar los caminos misteriosos que llevan de los comics (que fueron consumidos por artistas contemporáneos cuando tales) a productos culturales maduros, logrados, inteligentes, a menudo angustiantes; ni tampoco examinar qué fibras nos tocan. Solo plantearlo. En sentido contrario, y en mucha mayor proporción, hay en la sobreabundancia de películas mediocres basadas en cómics, con súper héroes o no, en su consumo masivo, una cierta infantilización de las audiencias -es decir de la sociedad-, que a la vez tienen derecho a zafar de la vida cotidiana según se les cante. El síntoma que uno ve en esa infantilización: la carga de nadería, estupidez y de violencia. Caso piloto o experimental de un sujeto expuesto largamente a esas descargas masivas: la sociedad estadounidense, que produce mediante pelotudez masiva, vértigo y violencia presidencias Trump, peligrosas para las sociedades y el mundo.
Existen ejemplos maravillosos de productos culturales dedicados presunta y originalmente para pequeños o jóvenes (o disfrutables por ellos) que son clásicos para adultos. La Alicia de Lewis Carrol (hay de eso en Legion), viejos libros de aventuras o no (Defoe, London, Verne, Salgari), Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, la ternura enormísima de uno de los mejores textos de (presunta) ciencia-ficción de todos los tiempos que es Las Cosmicómicas (¡¡1963!!), de Ítalo Calvino, que uno disfrutó en la adolescencia y que sigue siendo… uno de los mejores textos de (presunta) ciencia-ficción de todos los tiempos.
Ya ven, un cacho modesto de cultura legitima a este escriba para compartir su fascinación por una serie, Legion, devenida de un cómic sobre mutantes, ese mismo en el que nacieron armadas enteras de X-Men, a menudo ridículos.
El origen, la libertad
Uno dejó de leer cómics hace mil años y no se arrepiente de lo no mucho que leyó en esa materia, incluida la revista Metal Hurlant y un poco de Fierro. Porque uno dejó ese campo de lectura hace eones, fue a Google para saber algo acerca de dónde y cómo nació el mutante Omega, David Haller, el protagonista híper problemático de Legion. Tal parece que sucedió –el nacimiento- en la confusión de la larguísima y enrevesada trama de mil historias de mutantes y que el parto se produjo en marzo de 1985. Dicen los biógrafos que David Haller, héroe y villano de Legion, es hijo del profesor Charles Xavier y de Gabrielle Haller, miembro del cuerpo diplomático israelí (cosas raras veredes en los cómics), asunto que en la serie importa relativamente un rabanito, salvo hacia el final.
La serie se inspira en ese cómic y le interesa un carajo respetar o irrespetar la biografía de David Haller, muchacho atormentado. La maravilla central –o una de las maravillas centrales- de Legion es precisamente ésa: su casi absoluta falta de respeto por todo. En Legion todo importa nada, si hablamos de verosimilitud o algo parecido, excepto el placer de sus hacedores por hacerla con pleno disfrute de sus libertades creativas.
Contar de qué se trata la serie al escriba no le importa mucho y a la vez sí importa. No le importa porque, por lejos, lo mejor de Legion es el tratamiento narrativo, visual y sonoro y no que tenga un Nivel de Profundidad Dostoievski. Importa sí contarla porque la serie es muy contemporánea y es una de las muchas que tratan (de nuevo: reflejo de un malestar cultural y la angustia existencial modelo siglo XXI) el tema de la enfermedad mental, el viejo asunto de locura presunta versus presunta cordura, la percepción de realidad, la relatividad del bien y del mal, el sufrimiento psíquico en este caso encarnado en súper mutantes con súper poderes, sufrimiento también expresado en sus relaciones afectivas, o en su misión en el mundo, o su lugar en el mundo. Hay también en Legion la típica odisea entre las extrañezas y ajenidades de los mundos tecno y virtuales y la vieja realidad en la que presuntamente vivíamos hasta hace algún tiempo (símil, pero solo símil Black Mirror).
En el origen, entonces, el protagonista David Heller, alias Legión (de la Biblia y con el diablo diciendo: “Mi nombre es Legión porque somos muchos”), es hijo de aquel profesor con capacidades especiales, Charles Xavier, que en las películas de los X-Men, entretenidas y flojitas, encarna Patrick Stewart, también capitán de la segunda Enterprise.
El amigo David (enorme y versátil interpretación de Dan Stevens) nace con recontra súper poderes pero parece padecer (“parece” es una constante de Legion) de una esquizofrenia múltiple y espantosa. Lo conocemos en la primera temporada dentro de un psiquiátrico entre cómico, nazi, grotesco y desesperante, convencido por otros de que padece de esa enfermedad mental que lo llevó a la marginalidad, el consumo de drogas, intentos de suicidio y a hacer unos cuantos desastres, con muchas víctimas fatales que lamentar. Pero hay quienes le dicen que no, que no está chapa, que lo suyo –lo que ve oye, lo que sabe, lo que es capaz de hacer- son súper poderes que -esto es un clásico- debe aprender a manejar.
A partir de ese conflicto del protagonista consigo mismo, con los demás y con la convención de realidad, en Legion se cruzan y enrevesan, desde distintas líneas temporales, múltiples históricas fantásticas, absurdas, surrealistas, oscuras, desopilantes. Síntesis de un crítico robada de la web: Legion “es un cóctel de Twin Peaks, ácido lisérgico, X-Men, guiones rocambolescos y onirismos exacerbados”.
Aprendamos del esquizo
El ideólogo, instigador y guionista de Legion es el también productor y escritor Noah Hawley, hombre que se hizo prestigioso por la serie Fargo. Es oportuno mencionar que Hawley tuvo sus buenos fracasos –al menos en términos comerciales- con series anteriores y que como autor de unas cuantas novelas no se recibió ni de escritor de moda ni de best-seller. De las muchas entrevistas que concedió Hawley, se desprende que la serie bebió de lo que aparece en ella: mucha inspiración y estética sesentista banana reciclada de mil modos, Stanley Kubrick, David Lynch, media historia del cine. Legion podría merecer mil reproches por su confusión –de hecho, los recibe- pero el amigo Hawley se la banca: “Si la historia, como en este caso, es sobre un flaco que es esquizofrénico o tiene estas habilidades, no sabe qué es real y qué no es real, entonces la audiencia tendría que tener la misma experiencia. A medida que las cosas se aclaren para él, también lo harán para nosotros”.
Uno de los méritos y juegos repetidos de Legion es precisamente que el espectador no suele saber qué es lo real y qué no lo es o si todo es real y hay que bancársela y gozarlo. Hacer laburar el bocho del espectador, dejarlo patidifuso, no es precisamente una regla de oro en la industria del espectáculo. De esa falta de respeto por las reglas de la industria, las convenciones narrativas, la subordinación a las fórmulas convencionales o de éxitos presuntos, de dejar en off-side a las audiencias, deviene lo mejor de Legion, que es su libertad a tope y su cosa anárquica y barroca. También el espectador puede ser efímeramente feliz viendo la serie importándole un carajo todo. Aun en aquellos capítulos en que pase poco y nada, uno se queda pasmado viendo imágenes y puestas de una belleza y gracia delirante.
Batalla de rap
Legion se disfruta muy especialmente por su alucinante calidad visual, por los miles de recursos que emplea, de una variedad y origen genealógico más que generoso. Hay un nivel de virtuosismo y cambio permanente y sorpresa que podría calificarse de ostentoso, pero no, pura delicia. Contrastes, animaciones, efectos especiales bellos y ajustadísimos de los que no se abusa, fotografía originalísima y muy cuidada, interiores paródicos imaginativos, exteriores bellos, superposición y sobreimpresión de imágenes, cambios de color, textura y de estética permanentes que hacen un todo coherente. Hay uso de pantalla dividida no solo con fines narrativos sino artísticos, con cuidado en el uso de la paleta de colores. Hay escenas de acción relativamente escasas y a muy a menudo resueltas de manera irreverente, alternativa. Nada de sencillamente solazarse con cerebros que hacen estallar las cosas; explosiones; ceremonias de artes marciales suspendidas en el aire o, qué lindo, cuántas cosas se rompen.
En alguna secuencia una pelea cumbre entre facciones rivales o súper mutantes se resuelve con una danza. En otra, con un vaudeville resumido con la estética y los títulos del viejo cine mudo. En otra más, con cero explosiones, y previa animación que ronda lo abstracto, un súper villano mutante que se enfrenta con David Heller termina con el malo presunto tirado mal en el pasto y con el otro cagándolo a piñazos con mucho disfrute en la cara, como podría suceder en una calle del Bronx o un escampado de Florencio Varela.
Hay otra secuencia cumbre, en un lugar fuera del tiempo. La batalla se resuelve con imágenes fijas medio esfumadas que avanzan como a saltitos cuánticos. Hay luego otro enfrentamiento de mutantes, con una previa que tiene una onda A la hora señalada, o el mítico tiroteo de western del Corral OK, en Tombstone. Suspenso, hasta que uno de los mutantes le dice al otro: “Hay un solo modo de resolver esto, con una batalla de rap”. Entonces ambos súper mutantes se ponen a rapear letras y rimas delirantes, cada uno rodeado de sus fans.
Por si todo esto fuera poco, cada tanto la trama es interrumpida por largos cortes que tienen el lenguaje de un viejo documental científico de los 60, irónico y serio a la vez, alerta a la locura social, con una mixtura de lenguajes psicoanalíticos y conductitas yanquis de los 60, más bizarrismos variopintos.
Puede suceder a menudo que la narración se sostenga en la pura calidad visual y puede que lo visual se autonomice de la narrativa, haciéndola pedazos, puro goce abstracto. Legion rompe todo y le rompe el quetejedi a casi todas las series que se ven donde sea. Siempre con esa puesta alla moderna de ciertos ‘60, con un humor similar al de esos ’60, a la vez puesto en cuestión por la oscuridad, el pesimismo y el sin sentido del siglo XXI.
Música asesina
Siendo que hay tanto disfrute visual, con Legion hasta se podría hasta prescindir de la trama y del volumen, bajarlo a cero. Pero mejor no hacerlo. Porque el arte sonoro de la serie es otro hallazgo: efectos, musicalizaciones, climas, temas clásicos del pop, el rock y otros géneros reversionados con mucho talento e ironía, más mucho sarcasmo y hallazgo en los efectos sonoros.
El joven músico y compositor Jeff Russo (que además de tener sus propias bandas intervino en series como Fargo, The Umbrella Academy, en diversas sagas de Star Trek y más) es el encargado del asunto. Se enorgullece de haber usado orquestas y “un montón de viejos sintetizadores”. Algún crítico dijo que la música de la serie es “asesina” y tiene razón. Dicen los responsables de la serie que hay fuertes influencias de Pink Floyd en climas y musicalizaciones. De hecho la coprotagonista, interpretada con enorme madurez por Rachel Keller, actriz joven, bella, algo anchita, se llama Sydney o Syd Barret, por el fundador mítico de Pink Floyd, el que se puso shine on you crazy diamond. Pero la cosa va más allá. También en materia de musicalización Legion abreva de mil fuentes. La atmósfera general podría definirse como kingcrimsoniana por lo loca y lo neura, Sin embargo, caramba, no hay nada de King Crimson.
Hay otras excelentes actuaciones. La de Aubrey Plaza haciendo de una suerte de reventada punk muy drogona, atorranta y malita, medio hecha polvo, pero siempre reviviendo con diversos envases y presentaciones. La equilibradísima, justa interpretación de Melanie Bird a cargo de Jean Smart. Hay un dandy diletante, sesentista por excelencia, al que uno imaginaría contoneándose en un happening con Andy Warholl, whisky en mano. Ese personaje, el de Oliver Bird, es encarnado por el actor Jemaine Clement, que aparece en la trama viviendo dentro de un iglú o cubo de hielo en el cielo, el espacio o el plano astral, al que se accede por lo que parece una infinita escalera anti incendios.
A todo esto, y pese a tanta locura presunta, en el mundo que llamamos real, el guionista y productor Noah Hawley, que también supo tener sus bandas de música, se jacta de tener una vida de lo más normal y de pisar Hollywood lo menos que pueda. El tipo dice que la pasa bomba laburando en casa, llevando a sus pibes a la escuela todos los días. Siendo que lo que más se destaca de Legion es el disfrute de la libertad y el hago lo que se me canta, no viene mal citar lo que cuenta el instigador ideológico de Legion: “El verdadero éxito es tener la mayor cantidad de control sobre tu vida. Decidí que no iba a vivir en Hollywood y que, de todos modos, me iba a dedicar a esto y nadie se opuso. Luego, decidí que no iba a ir a la oficina todas las semanas y tampoco nadie se opuso”.
Algo parecido hacía Norman Brisky en La Fiaca, sátira costumbrista argenta del año 1969. Por algo tantas veces hizo de loquito, desde que se hizo famoso publicitando la crema de afeitar Gillete, diciendo extraviado y gozoso: “Ni la veo ni la siento”.
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