Su visita generó furor, miles lo esperaron en Ezeiza, se presentó siempre a sala llena ante un público enfervorizado y se hizo tiempo para tocar en ALPI donde se trataban los chicos con polio. También anduvo por una comisaría, comió comida judía y se divirtió haciendo divertir a los demás. Al más puro estilo Armstrong.

A fines de octubre de 1957 aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza el avión de Aerolíneas Argentinas que traía a uno de los personajes más populares del espectáculo. Una verdadera leyenda viviente no solo del jazz, sino de la historia de la música en general. Para muchos, el “Padre del jazz”, el gran inventor de esta música: Louis Armstrong. “Satchmo” venía a presentarse en Buenos Aires con sus All Stars.

“Fue como si nos hubiera venido a visitar Jesucristo –dice Jorge “Negro” González–. Encima era un tipo muy piola, muy cariñoso, se bancaba cualquier cosa. Era un personaje que te compraba por todos lados y cuando tocaba o cantaba… ahí era impresionante. Armstrong es el músico más importante de toda la historia del jazz. El único músico que, a mi criterio, es perfecto. Además, inventó todo: antes de él no había nada. El quía era un superdotado”.

Tanto los seguidores del jazz tradicional como el público en general lo esperaban desde hacía más de veinticinco años. La popularidad de Armstrong trascendía a la música por muchos factores. Por un lado, su gran personalidad: toda esa gracia y simpatía que lo hacía un personaje único. Por otra parte, sus apariciones en TV y en cine. Recordemos que el año anterior a su visita se había estrenado la película High Society, donde actuaba junto a Frank Sinatra, Bing Crosby y Grace Kelly.

“Satchmo era un personaje muy popular porque además de hacer hot jazz era conocido a través del cine –señala Carlos Inzillo–. Aparte, ya había grabado temas populares y un par de tangos como Adiós muchachos El choclo. Indudablemente, era el número uno. Había muchísima gente que lo conocía e incluso coleccionistas muy fuertes. Tanto es así que, a raíz de esta visita, el sello Odeon sacaba algunas matrices solamente en la Argentina, que tal vez habían sido descartadas y que después quedaron como piezas de colección”.

Los responsables de esta visita fueron Clemente Lococo, dueño del Cine Teatro Ópera, y Fernando Iriberri, dueño de una de las disquerías más prestigiosas de Buenos Aires: la Casa Iriberri, ubicada en la calle Florida 463. Por aquellos años un muy joven “Nano” Herrera se llenó de sorpresa cuando vio los afiches de la presentación de Satchmo.

“En esa época yo andaba por el centro trabajando. Era cadete, llevaba correspondencia, iba a los bancos. Un día veo un cartel y pensé que era una película. Un cartel muy grande que colgaba del Teatro Ópera y decía: ‘Armstrong en vivo con sus All Stars’. Ya por la radio pasaban un éxito de Armstrong en el programa del ‘Negro’ Guerrero Marthineitz y también se podían escuchar los temas de la película High Society. Verdaderamente, no podía creerlo. Para mí, fue una cosa muy fuerte”.

El día del debut en el Teatro Ópera fue otra verdadera locura, a tal punto que se tuvo que cortar el tránsito de la calle Corrientes por la enorme cantidad de gente que se había presentado. Como contrapartida del entusiasmo del público, la prensa especializada fue muy crítica con el gran trompetista. Afirmaban que Armstrong era un músico que ya estaba acabado, que se había prostituido. Sin embargo, no bien sonó por primera vez esa trompeta y se escuchó esa voz tan particular, quedaron de lado todos los preconceptos y las críticas.

Justamente todo esto es lo que comenta Alfonso Ferramosca: “En ese momento había como una especie de aureola, de estigma. Antes de que llegara se decían cosas como: ‘Fue el mejor, pero ahora es muy comercial’. Inclusive el periodismo también fue muy crítico: ‘Viene Armstrong, pero ya no es el mismo’, o ‘Es el Armstrong que viene a ganar plata’. Todos sabíamos que no era el Armstrong de los Hot Seven o los Hot Five, pero todas nuestras dudas se terminaron en el mismo momento en que se puso a tocar. Además, se notaba el espíritu de showman: entraba al Teatro Ópera tocando desde atrás, solo y sin micrófono. A pulmón, con un sonido impresionante”.

El delirio de Ezeiza y la puerta del hotel 

El desembarco fue todo un acontecimiento. Un verdadero desborde. Nadie se quería perder el momento del primer contacto con el ídolo: poder verlo, tocarlo, saludarlo, darle la bienvenida. Había que ir a recibirlo de cualquier manera.

“Era tanta la ansiedad y las ganas de verlo que cometí el error de ir a darle la bienvenida a pesar de que yo estaba en cama y con fiebre –cuenta el empresario discográfico Alfredo Radoszynski–. Aproveché  un descuido de mi mujer, que había salido un momentito a hacer unas compras, y me escapé a Ezeiza para recibirlo. Al otro día estaba peor, así que me perdí una jam session impresionante en el Hot Club de Buenos Aires, pero bueno, nadie me quita haber ido a recibirlo. Estaba tan trastornado con su visita que pasó cerca de mí, lo toqué en el hombro y le dije: ‘¡Welcome, welcome!’. Había muchísima gente, no puedo decir cuánta, pero era impresionante”.

Muchos de los músicos y agrupaciones locales fueron con sus instrumentos y tocaron, desde la terraza que tenía por aquellos días el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, algunos de sus temas a modo de recepción.

“Fue una locura –recuerda Alfonso Fassi–. Estábamos un montón de músicos tocando por ahí. No puedo precisar qué temas tocamos, pero habremos tocado alguna cosa de bienvenida: Cuando los santos vienen marchando, por ejemplo. Lo recuerdo a Norberto Gandini, porque aparte de tocar en Los Dixielanders yo también tocaba con los Louisiana Syncopators, que de alguna manera después generaron la Porteña Jazz Band”.

“Me fui colgado en el 86 desde Flores hasta Ezeiza –cuenta Chachi Zaragoza–. Éramos como cincuenta mil. Cuando llegó el avión, fuimos unos músicos y tocamos un tema que no me acuerdo cuál era. Lo que sí me acuerdo es que estaban el ‘Gordo’ Roberto Fernández, Miguel Piccolo, Néstor Astarita en batería, Héctor Basso en el contrabajo. Obviamente que no pensábamos deslumbrarlo, pero queríamos darle una bienvenida. Por aquellos años había como una terracita que daba a la pista, y ahí armamos. Armstrong intentó salir una, dos, tres veces y la gente se le tiraba encima. No lo dejaban. Estaba vestido con un impecable traje azul, camisa blanca, corbata al tono. ¡Tenía una pinta! Lo que pasaba era que el ‘grone’ tenía miedo de que la gente se le acercara y le tocara la boca porque tenía un callo a medio cerrar de tanto apretar. Armstrong, a diferencia de la escuela actual, que enseña a tocar y a hacer agudos con el diafragma, los hacía a pura trompa. Así que bajó con una careta de béisbol o de fútbol americano, miró qué estábamos tocando, hizo una señita y después se metió para adentro. Era todo un despelote, un descontrol. Yo entré y salí de la Aduana como veinte veces y nadie me dijo nada. Cómo sería el descontrol que a Edmond Hall, el clarinetista, le robaron. Le sacaron unos cuantos dólares que tenía encima. Eso me lo contó él mismo”.

Ni bien el tren de aterrizaje apoyó sus ruedas en suelo argentino, un aluvión de gente invadió la pista y se fue alrededor de la nave. Un verdadero delirio que culminó con la aparición de los propios bomberos para facilitar el descenso de la estrella.

“Todo el mundo en la pista y los bomberos tirando agua con las mangueras –relata Julio Isequilla–. Cuando Armstrong trató de bajar, la gente había irrumpido en la escalinata y no lo dejaban. Para dispersar llamaron a los bomberos del aeropuerto y con las mangueras los sacaban. Mojaron a todo el mundo, pero muchos no aflojaron y lo llevaron a Armstrong a la rastra hasta el salón VIP de Ezeiza”.

Satchmo y su esposa fueron hospedados en el Plaza Hotel de la zona de Retiro, mientras que el resto de sus músicos lo hicieron en el Hotel Continental. Mucha gente se agolpaba en la Plaza San Martín para saludarlo o simplemente verlo. Lo mismo pasaba en las proximidades del Continental: era un desfilar permanente de fanáticos y músicos intentando rescatar alguna foto, autógrafo o saludo por parte de los integrantes de los All Stars.

“Nosotros hemos ido a ver a Edmond Hall, y el tipo muy atento se quedó un rato con nosotros –cuenta el gran artista plástico Hermenegildo Sábat, amante del jazz y fanático de Armstrong y sus músicos–. Pero me di cuenta de que lo hacía verdaderamente de educado, porque no creo que le gustase mucho. Eran tipos que estaban muy cansados. ¡Es una vida muy cansadora, una vida muy atareada!”.

Hay una anécdota muy especial que verdaderamente no sabemos si es real o forma parte de los mitos urbanos alrededor de su visita. Sea como fuere, pinta de cuerpo entero la personalidad de Louis Armstrong.

“Un día, mientras Armstrong y su esposa estaban alojados en el Hotel Plaza, se apareció una barra de chiquitos negros de aquí –cuenta Gustavo Bergalli–. Entraron al hall del hotel y le dijeron al recepcionista que querían ver al señor Louis Armstrong. En la recepción les preguntaron: ‘¿De parte de quién?’. A lo que estos chicos contestaron: ‘Somos sus primos’. Para no echarlos directamente, el encargado del hotel llamó a la habitación y atendió el promotor argentino que, sorprendido, le dijo al conserje: ‘¿Cómo los primos?’. Entonces le cuentan a Armstrong: ‘Sí –dice–, déjenlos pasar que seguramente son mis primos’. Había como seis o siete. No hablaban inglés, venían a pedirle guita y Armstrong les dio. Un tipo con una generosidad tremenda, como Gardel. ‘Pero Louis… si les dio plata –le dijeron los promotores–, ¿cómo van a ser sus primos?’. Y él, con esa humanidad que lo caracterizaba, les respondió: ‘Son mis primos, de alguna forma son mis primos’”.

Llegó el día tan esperado: al teatro 

Los conciertos se realizaron en el Cine Teatro Ópera desde el 30 de octubre hasta el 13 de noviembre. Los músicos que acompañaban a Louis Armstrong eran sus famosos All Stars: Trummy Young en trombón, Edmond Hall en clarinete, Billy Kyle en piano, Barrett Deems en batería, Squire Gersh en contrabajo y como vocalista la gran Velma Middleton (grande en talento y en todas sus dimensiones). El valor de las entradas variaba desde $40 hasta $150 por las primeras filas y, a cambio de unas pocas monedas, los acomodadores le entregaban al público un programa de mano muy simple: una sola hojita impresa de ambos lados. Por $12 podían comprar un programa tipo revista y muy completo, con biografía y mayor cantidad de datos. Una verdadera oferta.

La noche del debut de Satchmo fue un verdadero descontrol de público. Era tanta la gente agolpada en el teatro que desbordaba el hall, llenaba la vereda e incluso ocupaba casi toda la calle, a tal punto que se tuvo que cortar la circulación de la avenida Corrientes. Todo el mundo esperaba la aparición de los músicos, nadie quería ingresar. Más tarde, con todo el mundo en el interior de la sala, se vivió un gran clima de excitación y ansiedad: todos esperaban a la orquesta y su ídolo. Sin embargo, la primera persona que se asomó al escenario para hacer la presentación oficial fue Hugo Guerrero Marthineitz, que ofició de maestro de ceremonias.

“Cuando aparece la limusina que lo traía a Armstrong pudimos verlo con una de esas caretas de catcher, para evitar que lo golpearan en la boca –recuerda Julio Isequilla–. Pero, ¿cómo haría para bajar con semejante cantidad de público? Cuando vieron el tumulto, dieron una vuelta porque no podían entrar. Era imposible. Los organizadores del concierto empezaron a abrir como una especie de callejón sobre Corrientes, pusieron unos soportes en el cordón de la vereda e hicieron entrar la limusina hasta el hall del Teatro Ópera. Así y todo, no se podían abrir las puertas de la cantidad de gente que se apretujaba. ¡La cara de pánico de Armstrong! Bueno, se abrió el callejón y entró por la puerta principal, no por la entrada que lo llevaba a los camarines. El resto de los músicos, incluida Velma Middleton, entró cuando la gente ya estaba sentada en la platea y el pullman. Adentro estaban todos de pie y era un griterío permanente. Uno habla de los fanáticos del rock, pero eso yo nunca lo había visto en mi vida. Cuando aparecen los músicos todo el mundo aplaude, pero cuando sale Armstrong vestido con una suerte de esmoquin blanco, todo era incontenible. Tanto es así que cuando empiezan a tocar no se escuchaba nada por los gritos, entonces tuvo que salir al escenario Hugo Guerrero Marthineitz: ‘Señoras y señores, por favor, siéntense y cálmense’. Carlos Sampayo, en su libro Memorias de un ladrón de discos, lo describe muy bien y con mucha propiedad: ‘Aparece Armstrong en el escenario y ríos de meadas cruzaban la platea…’ (risas). Esa era la metáfora. Fue una maravilla total”.

Durante todos esos días desfilaron por la sala y los camarines numerosas personalidades de la cultura porteña dispuestas a intercambiar abrazos y saludos con el gran trompetista norteamericano. Fundamentalmente, personajes del tango como Aníbal Troilo o el maestro Héctor Varela. Apostado en los camarines, Nano Herrera fue testigo de buena parte de esos encuentros.

“Tuve la suerte de ir todos los días. Llegaba al Ópera, me mandaba para abajo y me iba para los camarines. Entraba colado todos los días gracias al gran baterista Barrett Deems. Resulta que yo trabajaba de cadete, iba al colegio y, por supuesto, las entradas costaban el doble o el triple del sueldo: ‘Jamás voy a poder entrar acá’, pensaba. Pero como una necesidad fui al teatro y en el hall lo veo al baterista Barrett Deems, que estaba caminando. Iba y venía. Entonces me acerqué y él me preguntó si tenía chicles, así que le fui a comprar y aproveché para pedirle: ‘¿Por qué no me invita a mí, que no tengo ticket?’. Todo eso con mi pobre inglés. Me respondió: ‘No problem, come on’. Desde entonces, todos los días ahí. Pasé como pancho por mi casa, pero no fui al camarín de Armstrong para pedirle autógrafos porque creía que eso iba a ser una cosa impertinente. Agarré y fui al camarín donde estaban sus músicos. Estaban Edmond Hall con su clarinete, un gran músico, y Trummy Young también, un personaje, un tipo muy elegante. Toda muy buena gente. Un bajista que se llamaba Squire Gersh, porque no vino Arvell Shaw, que yo quería que viniera, que era el bajista que me gustaba ver en las películas. Y el pianista era Billy Kyle, que era un tipo que tenía problemas con el alcohol.

Armstrong estaba en su camarín solo, con su señora. También viajaba con el médico. Lo cuidaban muchísimo, recibía gente, se escuchaban las risas. La mujer los echaba a todos porque él se portaba como un chico, no podía comer tanto como comía. No querían que se acercara la gente, entonces Lococo le puso unos policías para que lo cuidaran. Ahí pasó algo maravilloso. Armstrong no le decía nada a los policías, pero un día salió con unos sobrecitos y les dijo: ‘Muchachos, les quiero dar algo… estas son sales digestivas que yo utilizo y me regalaron en Alemania’. Se llamaban Swiss Kriss y él las promocionaba. Se las dio como diciendo: ‘¿Por qué no se toman una purga y se van todos a cagar?’. Hoy, con el tiempo, me doy cuenta de la ironía de este tipo: un grande.

Yo estaba todo el tiempo con sus músicos y resulta que un día, mientras estaba sentado afuera del camarín, veo mucha policía parada al lado de la puerta. Entonces me asomo, miro por el pasillo grande del Ópera, y lo veo venir ¡al Gordo Troilo! Me volví loco y me agarró gran curiosidad para ver cómo sería ese encuentro. Entonces llega Troilo y Armstrong sale a recibirlo. Se miraron, se abrazaron y se dieron un beso como si se conocieran de toda la vida. Una cosa que aún me emociona, pensar que estos dos grandes se dieron un beso. Seguramente Troilo sabía de Armstrong, pero Armstrong de Troilo no lo creo. Todo eso me pareció una cosa fantástica, esa comunión entre el tango y el jazz”.

Buena parte de las personas que asistieron a esos conciertos guardan los recuerdos intactos, como si estas presentaciones hubieran sido ayer. Alfonso Ferramosca evoca con precisión aquellos famosos sobrecitos del laxante.

“Cuando se puso a tocar era como si todos los demás desaparecieran. La sonoridad era terrible. No tanto por el volumen, sino porque tenía como una especie de resonancia. Era impresionante. Aparte era un tipo muy amable. Les estaba ofreciendo a todos unos sobrecitos de un laxante porque parece que era el representante de publicidad. Se comentaba que, cuando estuvo en Inglaterra, le ofreció el laxante hasta a la Reina de Inglaterra (risas). También recuerdo que estaba con una pomada para los labios. Tenía los labios destruidos, muy cortados y muy inflados, como si fuera un sobrelabio muy grande de tocar agudos y todas esas cosas. Cuando vino acá tendría 56 años pero se ve que ya venía de esforzarse mucho. Ahora, tocando era impresionante. Se le formaban como globitos alrededor de la trompeta”.

Agasajos, comidas y jam sessions 

Por aquellos días, la actividad cultural y musical de Buenos Aires giró alrededor de la visita de Satchmo. La mayoría de los músicos de jazz se volvían locos por homenajear y agasajar a su ídolo. Así fue como comenzaron a aparecer invitaciones a distintas comidas en restaurantes, clubes o incluso casas particulares, que por lo general terminaban con inolvidables jam sessions. Una de aquellas cenas fue organizada por el Hot Club de Buenos Aires en la Cantina Di Napoli, ubicada en Paraná entre Corrientes y Sarmiento.

“Con Armstrong estuvimos en un restaurante que estaba sobre la calle Paraná, entre Corrientes y Sarmiento –dice Alfonso Ferramosca–. El gerente era Boris Farberman, una especie de director del Hot Club de Buenos Aires, calculo que desde la década del cuarenta hasta los años setenta. Cuando se entera de que Armstrong iba a venir a Buenos Aires, dijo: ‘Si Armstrong viene a Buenos Aires lo voy a traer a tocar a mi restaurante’. Por supuesto que nadie le creyó, pero como era un tipo tan insistente lo fue a ver a Lococo y le debe haber insistido tanto que al final Armstrong realmente fue a tocar a la Cantina. Eso fue increíble. Cuando nos dijeron que iba a tocar Armstrong nadie creía nada, pero la realidad es que apareció, comió y tocó. Ese día no toqué. Armstrong lo hizo con sus músicos y con algunos de acá como Baby López Furst y me parece que los Dixielanders también”.

“Armstrong pidió algo parecido a una comida tradicional de Nueva Orleans, algo con pollo –dice Ubaldo González Lanuza–. Creo que estaban Trummy Young y el baterista Barrett Deems, pero más que nada recuerdo a Edmond Hall, sentado en un rincón de la cantina que tenía como una especie de salón residencial, donde no se comía y se hacían tertulias. Era un lugar señorial, con algunas sillas y alguna mesa, así que en una sala estaba Armstrong cenando con los músicos locales muy ansiosos por tocar con él. Yo tuve la suerte de ser invitado con los miembros de la Guardia Vieja Jazz Band, que dirigía Luís Rodríguez Jurado, trombonista. También recuerdo que había algunos periodistas que querían hacer la gran nota, aunque muchos no estaban preparados para eso. Después de la cena, tocó Armstrong con algunos músicos que se animaron, como el Negro Rodríguez Jurado. Resulta que Armstrong no tenía boquilla y Rodríguez Jurado se la prestó y tocó y cantó algo. Todos estaban apretados alrededor de él porque ahí no había escenario: era un salón, como si fuera una residencia. Nosotros estábamos admirados escuchando los blues que tocaba Armstrong, todos mudos y con un grado de emoción y de tremenda timidez por estar al lado del inventor de todo. A mí ni se me ocurrió llevar el instrumento, solamente quería estar como oyente. Yo era muy jovencito y tenía miedo de excederme e intentar tocar al lado del Padre. Había ahí como una especie de respeto místico hacia la figura de Armstrong. Solamente quería estar al lado de él, escucharlo, mirarlo, sentirle la respiración. Nada más. Éramos muy tiernos”.

Jorge Cichero, baterista de The Georgians Jazz Band y de los Picking-Up Timers, entre otras bandas, también formó parte de esa histórica velada. Su ventaja, en todo caso, es que sí tocó esa noche: “Me acuerdo que estaba sentado más o menos a un metro de Armstrong y no podía creer estar viéndolo mientras comía su arroz con habichuelas al lado de Lucille, la mujer. Después llegó el momento en el que tocamos frente a él. Ahí se formaron los grupos: estaba el Negro Rodríguez Jurado con [Juan] Duprat, Baby [López Furst] y yo. Los Picking-Up Timers de entonces. Inclusive hicimos una mezcla, y yo toqué un par de temas. Tenía una foto que no puedo encontrar donde me estoy agarrando la cabeza al lado de Edmond Hall mientras miro al baterista Barrett Deems tocar como la gran puta. Entonces yo estoy como diciendo: ‘¡Esto no puede ser!’. Esa noche fue inolvidable. Terminamos tocando ahí mismo, entre las mesas y delante de Armstrong, que en realidad ya estaría podrido de eso, ¿no? Armstrong también tocó y me acuerdo que incluso le dijo al baterista ‘Play soft’, como diciendo ‘no me tapes’ (risas)”.

Otra de las reuniones que se realizaron para homenajear al trompetista norteamericano fue organizada por el Círculo Amigos del Jazz en una residencia de la avenida Medrano. Todo parece indicar, la casa de Carlos Parera.

“El encuentro en la calle Medrano fue una cosa que surgió muy de golpe –dice Ferramosca–. Nos llamaron para tocar y fuimos. Seríamos cinco o seis. Me acuerdo vagamente que la casa era muy grande, que estaba llena de gente y que había mucho humo. Los que tocaron eran Armando Gómez en trombón, Baby López Furst tocaba el piano, yo toqué el clarinete. No recuerdo quién tocaba la batería, ni el contrabajo. Tocamos Saint Louis Blues y después algo más, pero bueno… cuando Armstrong se puso a tocar el tipo tenía un volumen impresionante. Todos sumados parecíamos un 10% de lo que tocaba y sonaba el tipo, en sonoridad, en calidad. Era terrible”.

Poco después sobrevino una historia desopilante que comenzó en el escenario del teatro y continuó con un almuerzo de comida judía en la casa del baterista Leo Vigoda. Al final de esa historia, todos terminaron declarando en la comisaría del barrio.

“La anécdota arranca el 31 de octubre de 1957 en el Teatro Ópera –recapitula Vigoda–. Yo tenía un amigo que era fotógrafo del ambiente artístico: el ‘Gordito’ Mauri. Era el fotógrafo oficial de todos los locales nocturnos como el Chantecler, el Tabarís. Esa noche me hizo subir al escenario del Ópera en un intervalo, cuando cierran el telón y se retiran los músicos. Entonces yo, dando vuelta entre los instrumentos, me siento en la batería de Barrett Deems… ¡Imaginate! Estaba totalmente deslumbrado. Me pongo a tocar un poquito, a jugar y de repente se aparece Armstrong y se pone a tocar unos pocos acordes conmigo. Era un tipo divino, un personaje maravilloso. Ese es el momento donde Mauri nos hace posar a los dos y me saca esa famosa foto”.

“Cuando nos sacamos la foto Armstrong mira en la solapa de mi saco y ve que tengo una Estrella de David. Automáticamente me pregunta en inglés: ‘¿Vos sos judío?’. Con mi inglés de Tarzán, le digo: ‘Yes, I am’. Entusiasmado, con esa voz ronca, me responde su característico ‘Oh, yeah!!!’ y me pregunta dónde podía comer comida judía. Yo me quedé duro, no podía creer nada de lo que me estaba pasando. Me pongo a pensar y no se me ocurre ningún lugar: ‘Esto no es Nueva York donde hay un montón de esos lugares así’. De repente se me cruza por la cabeza invitarlo a casa: ‘Un momentito… ¡mi mamá! –le digo–. Si usted acepta venir mañana a comer comida judía a mi casa yo lo voy a buscar al hotel, así no está dando vueltas por Buenos Ares’. Mi vieja me iba a matar, pero bueno, era Armstrong. Me vuelvo a casa y empiezo a contarles toda esta historia. Automáticamente mi viejo me pide que le ponga en el Winco todos los discos que tenía de Armstrong. Mi vieja protesta y protesta pero se pone a cocinar un plato que es muy conocido: varénikes. Son como una especie de empanadas hervidas con cebollita frita y todo eso.

Armstrong viene al día siguiente. Gran conmoción. Viene mi hermana, mi cuñado, hasta un alumno de mi papá que estudiaba clarinete. Nosotros vivíamos en una casa tipo chorizo en la calle Tucumán al 2100, entre Junín y Uriburu, que tenía lo que por aquellos años se llamaba sala a la calle: el living comedor (solamente para las visitas) que era también sala de ensayo, escuela de música, etc. Ahí estaba el piano, la batería y el resto de los instrumentos para los alumnos.

Nos ponemos a comer y Armstrong, enloquecido con los varénikes de mi vieja, se comió todo. Todo, ¿entendés? De repente se tira hacia atrás, se apoya en el respaldo de la silla, se abre la camisa y veo que también tiene una cadenita con la Estrella de David. Yo sabía lo que era eso. Blackie [la productora de televisión y cantante de jazz Paloma Efron] me había comentado que se había conocido con Armstrong en los Estados Unidos y le había contado su historia: de chico él consiguió una changa con una familia judía que repartía carbón en un carro tirado por caballos. De los suburbios de Nueva Orleans se iban al centro, al Storyville, donde estaban todas las prostitutas y los prostíbulos, y les entregaban carbón. La señora de esa familia le compró una corneta elemental que iba tocando para que las chicas salieran a la calle con la canasta a buscar el carbón. Un día esta señora le prestó cinco dólares para que se comprara una corneta de la Guerra de Secesión. Entonces comienza a practicar con esa corneta y es un hijo de puta cómo la toca. La mujer esta lo quería tanto que aparte de pagarle chaucha y palitos no lo dejaba ir de la casa sin comer. Y, por supuesto, le daba de comer la misma comida judía que a su familia. Los varénikes y todos esos platos típicos son comidas de la miseria: solamente harina, puré de papas y una cebollita. Louis se aficiona a eso y, en agradecimiento, se compra cuando puede la Estrella de David y ama todo lo que conocía del judaísmo. Todo esto es lo que me contó Blackie y yo lo recuerdo cuando se abre la camisa.

Entonces a Armstrong no se le ocurre nada mejor que decir: ‘¿Cómo puedo agradecerles todo esto?’. En ese momento, mi viejo le responde en idish: ‘¿Por qué no tocamos algo juntos?’. Y Armstrong responde: ‘Cómo no… pero no traje la trompeta’. ‘No se haga problema –le dice mi viejo–, acá hay una’. Sale corriendo a buscar una trompeta para Satchmo, él saca del bolsillo del chaleco una boquilla (después me la regaló y la guardo hasta el día de hoy como trofeo), mi vieja se sienta en la batería Ludwig y mi viejo en el piano Rachals. Yo agarré mi violín y el alumno de mi viejo su clarinete. Todos agarramos algún instrumento. Hasta mi hermana y mi cuñado agarraron una pandereta y una maraca. La cuestión es que se arma una pizza terrible. Esto era el primero de noviembre, entonces hacía calorcito y estábamos con las ventanas abiertas. Al clarinetista ese de trece años se le ocurre tocar algo que pudiera mezclar jazz con música klezmer: ‘¿Por qué no tocamos And The Angels Sings?’. Mi hermana y mi cuñado, que sabían inglés, eran los interlocutores. Entonces Armstrong dice: ‘Pero ese tema es de Benny Goodman y está Harry James en trompeta’. ‘No hay problema –le contesta mi viejo–, Harry James no está, así que no va a escuchar’ (risas). Lo tocamos con tanto bochinche que se empezó a juntar gente en la calle y el tranvía que pasaba, al ver tanta gente, paró. ¡Se juntaron tres tranvías! Al final vino el policía de la esquina y tocó timbre en casa: ‘Perdóneme pero esto es imposible, es una locura’. ‘Disculpe agente –le dijimos–, pero lo que pasa es que está el Negro Armstrong’. Te la hago simple: nos tuvimos que ir todos a la comisaría, incluido Armstrong. No estuvimos ni detenidos ni presos, pero vino el autito y nos llevaron, un poco por joder. Al final, aunque no tenían idea de quién se trataba, le terminaron pidiendo autógrafos. Después vino a la comisaría el agregado cultural y lo retó como a un chico: ‘¡Pero cómo vas a estar haciendo estas cosas! Si sabés que tenés que tocar a la noche en el teatro…’. Armstrong era un chiquilín”.

Otro de los encuentros surrealistas con Armstrong también fue por medio de una religión. Es una historia que arrancó en un bar de la calle Esmeralda llamado Black & Black y terminó, en este caso, en una cena con amigos en el restaurante El Tropezón.

“Estaba en un bar de la calle Esmeralda donde tocaba un trío de amigos míos que cantaban música centroamericana del tipo de Los Panchos… eran mendocinos los tipos –recuerda el padre del bajista Norbis Córdoba–. Me habían invitado porque yo andaba para todos lados con mi Ford 41 y mi trompeta desenfundada: ‘Traela algún día al bar así tocamos juntos’, me decían. Ese día fui, dejé el Fordcito estacionado enfrente del Black & Black y entré al bar para tomar una copa con los muchachos. Uno de ellos me dice: ‘Hoy va a venir Jimmy’. Jimmy era un baterista que tocaba en la calle 25 de Mayo. Un músico más, sin pena ni gloria, pero la cuestión era que estaba vinculado a Armstrong porque tenía un ascendente religioso dentro de la misma congregación o secta. La cosa es que, cuando llega, Jimmy me dice: ‘Hoy va a venir Armstrong’. Entonces le respondo: ‘¿Cómo que va a venir Armstrong?’. Y él insiste: ‘Si, le dije que venga para acá’. Yo no le podía creer, pero Jimmy me mostró que en la solapa del saco llevaba un escudo que pertenecía a la congregación a la que también pertenecía Armstrong, aunque él era de menor jerarquía. Este Jimmy era norteamericano: un negro petisito al que nunca le conocí otro nombre. Tocó muchos años ahí, incluso después de todo esto. La cuestión es que esa noche efectivamente se apareció Armstrong con su médico –que era negro– y con su administrador –que era blanco– y creo que se llamaba Rosemberg. El tipo le manejaba toda la guita. Armstrong no pagaba nada, no compraba nada; todo lo cobraba y lo pagaba este. Una vez que estuvo adentro, Jimmy me lo presenta: ‘Este muchacho es trompetista’. En realidad, por aquellos días era un estudiante de trompeta. Enseguida agarró la camisa y me la firmó. Tenía una amabilidad increíble. Me decía ‘Papa’, ¿entendés? Yo me ofrecí a llevarlos a comer y les pedía disculpas por mi auto tan viejo, pero él me decía: ‘No hay old car, hay amistad’. Desde el bar de Esmeralda nos fuimos todos a El Tropezón: una vedette del momento que se llamaba Lyn May, Armstrong sentado a mi lado, un amigo mío, el médico, el representante. Todos a El Tropezón de la calle Callao pensando que Armstrong se iba a comer un buen puchero. Pero no, se tomó un vaso de leche y los otros comieron algo pero no tanto”.

“Pasamos toda la noche ahí y después lo llevé al Plaza Hotel en mi Ford 41. Era un dos puertas, así que era un despelote salir de ahí. Ya serían las cinco o seis de la mañana y había amanecido. En retribución, Armstrong nos invitó al día siguiente al teatro. Yo todavía no lo había visto, así que fuimos y estaba Jimmy esperándonos en el hall. Nos llevó directamente al camarín. Armstrong estaba con un pañuelo atado en la cabeza, sin saco y sin zapatos. Nos recibió enseguida con esa boca grande sonriendo, a los abrazos, enloquecido con las minas. Las minas le encantaban, y había dos. Con una estuvimos en bambalinas viendo el comienzo del concierto, pero como había tanta gente yo pregunté si nos podían ubicar en algún lado para disfrutarlo. Había dos o tres plateas destinadas para Armstrong y nos llevaron para ahí con la mina y con otro tipo. Cuando terminó el concierto, lo esperamos, lo saludamos y nos fuimos”.

El gran agasajo oficial tuvo lugar, por supuesto, en la Embajada de los Estados Unidos. Fue una recepción donde, en medio del cóctel, una agrupación argentina musicalizó el evento.

“En aquella oportunidad yo trabajaba para la embajada americana y tenía un pequeño conjunto con el que, cuando había una reunión o cóctel, tocábamos toda música americana –dice Horacio Malvicino–. Así fue como toqué con Armstrong, un tipo bárbaro. Un tipo de esos que siempre están con ganas de tocar, aunque en esa oportunidad estaba de invitado. La reunión se hacía para tomar una copa con el embajador y el artista que venía, que en ese momento era un representante de la cultura norteamericana. Recuerdo que había mucha gente del ambiente: jazzistas, tipos del espectáculo, algunos colados, etc. Era una reunión de 7 a 9 y listo. La cosa es que Armstrong, como Ellington, eran tipos a los que les encantaba subir y ponerse a tocar. ¡Era más fácil que tocaran a que no lo hicieran! Nosotros estábamos animando la fiesta con una musiquita de fondo para que la gente tomara una copa, temas conocidos que incluso hoy se siguen tocando en todos los hoteles del mundo. Pero como había traído la trompeta, subió y tocó con nosotros. Tal vez todo esto formaba parte del show, porque pasó lo mismo con Ellington. Tal vez es parte del marketing que ha hecho el Departamento de Estado durante toda su vida, como lo hace ahora con Wynton Marsalis, que ya prácticamente es un empleado del Departamento de Estado”.

Durante esos días, la actividad de Louis Armstrong fue tremenda. Por un lado, todos los conciertos en el Teatro Ópera y las reuniones protocolares. Por otro, las cenas con amigos y sus consecuentes jam sessions. Además, Armstrong participó de un programa de televisión en el legendario Canal 7 junto a Blackie y su último concierto en el Teatro Ópera se transmitió en directo por LR1 Radio El Mundo en un programa especial presentado por Jorge Omar Del Río (el espacio fue cedido por el programa de la gran Niní Marshall). Finalmente, Armstrong sorprendió al público tocando para los chicos en el instituto de ALPI (Asociación Lucha contra la Parálisis Infantil), una entidad que se había formado unos pocos años antes a raíz de una epidemia de poliomielitis que azotó a Buenos Aires.

 

Este texto forma parte del libro Grandes del jazz internacional en  Argentina, editado por Gourmet musical.

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