Desde Cervantes a Joyce, de Borges a Fontanarrosa, es posible encontrar en la literatura un antídoto contra la seriedad que se esconde detrás de censores y poderosos. El humor, una forma de contar el mundo de la que nuestro país participa con frecuencia.

En el reciente Hay Festival realizado en Querétaro, México, participé de un panel sobre “Humor y literatura”. Como algunos de los asistentes me pidieron que difundiera el texto de mi participación, lo copio aquí con la advertencia de que es un esquema al que introduje variaciones al leerlo. Gracias Querétaro por este Festival y al público de la charla por sus aplausos.

Como cualquiera que le dé una mirada a mi currículum podría comprobar, no soy un escritor. Solamente un editor de libros por casi 50 años, una actividad que puede convertir a quien la ejerce en un escritor “solapado”, o sea un redactor de los textos que aparecen en las solapas (o las contratapas) de los libros que publica.
Sería legítimo que se preguntaran qué me califica para participar de este panel. Diría en primer lugar, que soy de risa fácil como opinan con unanimidad quienes me conocen. Eso todavía no constituye delito como el llamado “gatillo fácil”, tendencia en las policías latinoamericanas a disparar primero y preguntar después.
¿Qué me hace reír? La nómina es larga y ancha: Woody Allen, Les Luthiers, los Hermanos Marx, Cantinflas, los Simpson, los libros de Enrique Jardiel Poncela, el escritor español que cultivó como género la “astracanada”, de su creación, un humor que lleva el delirio al extremo. Y por supuesto, los libros de los muchos humoristas, de humor gráfico o escrito que publiqué en mi larga carrera de editor. Me gusta reír, me gusta que la gente a quien quiero se ría.
Con relación a esto, se me ocurre pertinente citar (de memoria y con posibles imprecisiones) una tira de la Mafalda de Quino. En ella la protagonista conversa con Libertad, la pequeñita, que le cuenta que su madre trabaja de traductora y le pregunta si conoce a Jean-Paul Sartre. Ante la cara dubitativa de Mafalda, Libertad afirma: “el último pollo que comimos se llamaba Jean-Paul Sartre”.
Confieso que muchos pollos que comí, y otras viandas, más viajes que hice, más placeres que me di de publicar autores que sabía no serían de gran venta, se llamarían Quino, Fontanarrosa, Maitena, Liniers; Kemchs y Dzib entre los mexicanos; Zapata, venezolano.
Pero yendo al tema que nos convoca apunto lo siguiente:
Los editores solemos ir a la caza de citas, y en esta expresión hay que acentuar la pronunciación castiza de “caza” para evitar malentendidos: nos gusta encontrar frases y textos felices, reproducirlos y recibir la aprobación –si es posible, admirativa—de quienes los leen o escuchan a través de nuestra mediación.
“La meta de la sátira es la reforma y la meta de la comedia es la aceptación”, escribió el poeta W.H. Auden, citado por el humorista colombiano Daniel Samper Pizano en un texto referido al atentado que segó la vida de varios colaboradores del semanario francés Charlie Hebdo. Y agrega Samper: “Defiendo el humor porque es una forma de expresión que pone armas notables en manos de los débiles. (…) Pero además porque es la forma más humana de comunicarse. El hombre no solo es el único animal que ríe (dejemos para otro momento la discusión acerca de si los sonidos parecidos a carcajadas que emiten las hienas son también una forma de risa): es el único que hace reír a sus semejantes.”


Si vamos a la historia, de allí surge que los poderosos desconfían de la risa. Y otra vez cito a Samper: “Si ustedes revisan el Antiguo Testamento, encontrarán guerras por doquier, abundantes asesinatos, esclavitud, niños en venta, numerosos adulterios y pecados de todo tipo. También vidas virtuosas y circunstancias ejemplares. Pero risas, no. La Biblia ora, sufre, llora, goza, asombra, escandaliza, enseña. Pero no ríe. El único personaje que se regala el lujo de la carcajada en las páginas bíblicas es el profeta Daniel, adivinador de sueños y domador de leones.”
“El cristianismo y la Iglesia católica han sido tradicionalmente enemigos de la risa:
“Más vale sufrir que reír” (Eclesiastés. 7 – 4). “Conviértase vuestra risa en duelo y vuestra alegría en consternación” (Carta de Santiago, 4 – 9). “El monje no debe ser de fácil y pronto reír; debe hablar suavemente y sin risa” (Regla de San Benito). “Es propio de los soberbios apetecer cosas alegres…pues en el corazón del necio siempre hay alegría” (San Bernardo en el siglo XII). (Fin de la cita).
Ya que estamos en la Iglesia, un par de latinajos vienen a cuento. Castigat ridendo mores (enmendar las costumbres riendo) es un aforismo que aplicaron sin explicitarlo grandes autores desde Molière en adelante. Lo escribió un poeta francés del siglo XVII, que escribía en latín: Jean-Baptiste de Santeul.
Y en Derecho Penal romano, –cita que se justifica por mi inconfesable pasado como abogado—el animus jocandi gratia (lo que sería en castizo “espíritu de chunga” o intención de broma) era el elemento espiritual que excluía el carácter delictivo y punible de la injuria: para que hubiera injuria era necesario el animus injuriandi: la diferencia permitió absolver a muchos graciosos profesionales procesados por ese delito.
El eminente lingüista ruso Mikhail Bajtin, que teorizó acerca de Rabelais y del fenómeno del Carnaval, entre sus diversos estudios precursores, sostuvo, en su libro La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, que ciertos aspectos esenciales del mundo son solo accesibles mediante la risa.
Isabella Cosse, uruguaya, socióloga y estudiosa del lenguaje, recuerda que Freud en El chiste y su relación con lo inconsciente, escrito en la Viena burguesa del novecientos,  “explicaba que reírse con otro expresaba la existencia de una amplia concordancia psíquica. También advertía sobre la importancia de la ironía –es decir, enunciar lo contrario de lo que se quiere comunicar–, a la que concebía como una forma particular de la comicidad, diferente del chiste”. Heine afirmaba que el supremo ironista era Dios, “el gran autor del Universo, el Aristófanes del cielo” y en este caso, dice Guido Almansi en su libro Amica ironia, “el rol de la ironía se torna central en la creación del mundo y en la conducción de sus asuntos.”
El filósofo francés Henri Bergson, publicó en 1900 tres textos bajo el título de La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad. Allí expresa: ¿Qué significa la risa? ¿Qué hay en el fondo de lo risible? ¿Qué puntos en común encontraríamos entre la mueca de un payaso, un juego de palabras, un enredo de vodevil, una escena de fina comedia? ¿Qué destilación nos dará la esencia, siempre la misma, a la que tantos y tan variados productos le deben su indiscreto olor o su delicado perfume? Los más grandes pensadores, desde Aristóteles, han afrontado este pequeño problema que siempre se resiste al esfuerzo, se resbala, huye y se vuelve a erguir, impertinente desafío lanzado a la especulación filosófica.
Volviendo a Samper: “Los griegos eran poco dados al humor, aunque hubieran producido genios de la sátira y el sarcasmo como Aristófanes”. Aunque Aristóteles afirma que el hombre no debe reírse nunca pues pierde su dignidad, hay autores que consideran a Sócrates “dueño de un ingenio plácidamente burlón.”
Pero sin remontarse tan lejos en la historia, Guillermo Cabrera Infante, el gran escritor cubano de Tres tristes tigres, entre muchos libros recordables, declaró: “Me siento, ante todo, un escritor cómico”. Y James Joyce dijo que el Ulises “era una broma que duraba 500 páginas”.


Es indiscutible la presencia, a veces dominante, del humor en el Quijote, en Shakespeare, en Rabelais. Y más recientemente en García Márquez, Vargas Llosa, Jorge Amado, John Irving, el guatemalteco Augusto Monterroso, los mexicanos Jorge Ibargüengoitia, en Los relámpagos de agosto, Juan José Arreola en La feria y Confabulario y Carlos Monsiváis en muchas de sus crónicas. ¿Quién podría discutirle el título de humorista a Mark Twain? La guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez, novela fundadora de la literatura “escrita en puertorriqueño”, es del principio al fin un relato que divierte a través de sus ritmos y juegos de palabras.
Yendo a mi país, la Argentina, desde los Consejos del Viejo Vizcacha incluidos en el Martín Fierro de José Hernández, el poema gauchesco considerado la piedra fundamental de la literatura nacional, parte una inagotable serie de escritores que cultivaron el humor con eficacia en sus narrativas.
En lugar relevante, Osvaldo Soriano, el de Triste, solitario y final y No habrá más penas ni olvido , entre tantas novelas, para citar a uno de los más notorios, y Roberto Fontanarrosa conocido inicialmente por su tarea como dibujante y luego autor de tres novelas y decenas de libros de cuentos de puro humor, bien difundido en México. Aunque cultivó el humor en muy diversas facetas, su especialidad fue la parodia: imitó con enorme gracia el lenguaje de las telenovelas, el de los relatores deportivos de radio y televisión, el de la ciencia ficción, el de los textos que aparecían en la revista Selecciones del Reader’s Digest, muy popular hace varias décadas. La historieta con su personaje Boogie el Aceitoso, una caricatura de los asesinos a sueldo de las películas norteamericanas dejó de publicarse en el diario El Tiempo de Bogotá, Colombia, porque según sus directivos “hacía simpática la figura del sicario”. ¡Qué prueba del poder del humor!
A propósito de Fontanarrosa hay una anécdota que me parece reveladora sobre algunos mecanismos del humor y qué es lo que provoca la risa.


En una feria del libro en castellano celebrada hace casi 20 años en Nueva York, nos sorprendió a mi socia y a mí que atendíamos el precario stand, que cantidad de jóvenes estudiantes mexicanos compraran ejemplares de diversos tomos de la historieta Las aventuras de Inodoro Pereyra de Roberto Fontanarrosa, publicados por Ediciones de la Flor, nuestro sello. La sorpresa obedecía a que se trata de una sátira sobre el personaje del gaucho argentino, escrita en una jerga que parodia el habla de la gente de campo y las glosas de los locutores de los programas radiales de música folklórica, bastante ininteligibles hasta para los propios argentinos. Cuando les preguntamos por qué los compraban a pesar de eso, la respuesta no nos sorprendió menos: “Porque no entendemos nada y eso nos da mucha risa”.
Pero es bien sabido que si un argentino en un panel internacional como el que integro no menciona a Borges, se le retira el pasaporte y a veces, hasta la nacionalidad.
Borges ejercía el humor sutil y casi británico en la vida cotidiana. Al respecto, dos anécdotas.
Dada su inclinación a ocuparse en sus cuentos de la vida onírica, muchas personas de su entorno se le acercaban para contarle sus sueños, relatos que él escuchaba con atenta distracción. Un día un señor le relató que había soñado que su amante iba a despedirse de él para enterarse al día siguiente de que ella había fallecido durante la noche. El comentario de Borges, con su voz cansina y falsamente aguardentosa fue: “¡Qué atenta, che, qué atenta!” Esta palabra en el habla de Argentina equivale a “amable” o “cortés”.
En las frecuentes visitas de Borges a Madrid era a menudo escoltado por el escritor gaditano Fernando Quiñones que lo pasaba a buscar por el hotel Plaza, donde habitualmente se alojaba, para llevarlo a comer ravioles, ese plato de pasta originalmente italiano que prefería porque le resultaba fácil de llevar a la boca a pesar de su ceguera. Un día salía Borges del hotel con Quiñones en tanto una pequeña multitud lo vitoreaba “¡Bravo, Maestro!”. A lo que Borges acotó dirigiéndose a su acompañante: “¡Cómo lo conocen a usted, Fernando!”

Foto: Rafael Calviño

Su traductor al inglés preferido, Norman Thomas di Giovanni, cuenta que cuando lo acompañaba al mingitorio Borges le hacía leer los grafiti de las paredes, a los que todavía percibía borrosamente. Y cuando di Giovanni le leyó el clásico “En este lugar sagrado, adonde acude tanta gente…” en un baño que no estaba en la Argentina, Borges comentó: “¡Qué universal es la poesía!”
Pero me estoy alejando peligrosamente de la literatura. Borges no incurrió en el humor salvo muy sesgadamente en textos propios (por ejemplo en “El impostor inverosímil Tom Castro”, incluido en su Historia universal de la infamia), pero sí se lo permitió en los escritos a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares. Con el autor a quien bautizaron H. Bustos Domecq y sus casos, ejercieron un humor a veces sutil y otras más burdo. Como ejemplo, el cuento “El testigo”, incluido en Dos fantasías memorables, un monólogo en estilo seudogauchesco desopilante.
El libro La gracia de leer, subtitulado (Casi) 200 años de humor literario argentino, (una antología preparada y prologada por Ariel Magnus, responsable también de varias novelas de contenido humorístico como la Carta abierta a mi vecina de arriba), es una selección de textos de muy diversas épocas que incluye nombres que podrían sorprender como cultivadores del género, junto a otros más claramente enrolados en él. Insoslayable Macedonio Fernández, admirado por Borges, cultor de un humor metafísico (su cuento “El zapallo que se hizo cosmos” es de cita inevitable), integra un índice en el que aparecen muchos otros.
Conrado Nalé Roxlo, poeta exquisito, con textos suscriptos con su nombre (los de una Antología apócrifa en la que parodió con eficacia a autores de diversas épocas y procedencias) y otros con su seudónimo para el humor, Chamico. Algunos próceres del siglo XIX como Domingo Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López y Lucio V. Mansilla cuya Una excursión a los indios ranqueles es una sátira ejemplar sin apartarse de la crónica realista. Y, entre los más contemporáneos, Manuel Puig, Juan José Saer y la indescriptible Angélica Gorodischer quien hoy, con sus más de 90 años, sigue ejerciendo el humor en su obra y en sus discursos en los ámbitos más diversos.
También Cortazar, no incluido en esta antología, escribió relatos humorísticos y hay escenas de sus novelas Los premios y Rayuela donde ese es el tono predominante.
Rodlfo Walsh, autor del primer libro de faction en la historia (su Operación Masacre) y de investigaciones periodísticas que desenmascararon crímenes políticos en la Argentina, fue asesinado por la dictadura cívico militar que gobernó en mi país, por su compromiso militante que lo llevó a denunciar los atropellos contra los derechos humanos. Parecía insospechable de humor excepto para quienes lo conocimos y supimos de su esprit anglosajón en la vida cotidiana, pero escribió “Corso”, un cuento muy corto, enormemente divertido, que me hubiera gustado poder leerles si el tiempo no se me estuviera acabando. Transcurre durante un festejo callejero del Carnaval, algo que en la Argentina se denomina con el título aludido.

Para no hacer este texto interminable, vuelvo a la inspiración bíblica: “Quien esté libre de humor, que arroje la primera piedra”. O, mucho mejor, que se la arrojemos a él.