Es uno de los críticos argentinos más lúcidos, autor de libros imperdibles como La música del siglo XX, Efecto Beethoven y Piazzolla. A través de sus textos, Fischerman ha desarrollado una mirada en la que se trata más de entender y disfrutar que de emitir juicios definitivos.
La música sucede en el aire y en la memoria”, es una de sus definiciones con la que Fischerman subraya una idea que recorre esta entrevista, que las fronteras entre géneros, entre la llamada música culta y la popular son laxas y muchas veces impuestas por razones de mercado.
–¿Cuáles deberían ser las ambiciones de un crítico musical o qué necesidades debería llenar?
-Es todo un tema. Cuando los críticos comenzaron a existir, explicaban a la gente las reglas de la corte. Cuando la música sale al público, los críticos hacen de traductores que explican las buenas costumbres, lo que está bien y lo que está mal, con el margen de error que eso supone y con una especie de contradicción que sigue vigente y es el pedido del público de que el crítico se pronuncie: ¿hay que escuchar o no esta música?, ¿hay que ir o no a este concierto? A nadie le gusta el crítico al que todo le parece bien. Eso por un lado, lo otro es que no se puede decir con certeza qué está bien y qué no. Una pintura del romanticismo trabaja bajo las líneas del romanticismo, el rock & roll trabaja con las reglas del rock & roll, pero al mismo tiempo siempre lleva esas reglas un poco a otro lado. El arte nunca cumple totalmente las reglas de su época y de alguna manera el crítico debe ubicarse en ese lugar de “respeto”, es el guardián de la corrección estilista pero de que también haya una ruptura suficiente para que eso sea arte y no solo entretenimiento de confitería. Una cantante que canta igual a Celia Cruz y que hace su mismo repertorio puede hacerlo bien, pero no va a ser una artista al menos que haga algo distinto. O solo será una entretenedora. Me parece que esta época en la que todo se parece al centro de compra de música que nos hace creer que tiene toda la música, pero en realidad está toda lo que cabe, nos corresponde hacer puentecitos. Que al que está encarrilado en una autopista se le pueda mostrar que a 10 centímetros hay otra donde pasan otras cosas y que si tomas un desvío te encuentras con un lugar en el campo, en medio de arbolitos, que no te lo imaginabas.
-¿Qué entra en juego cuando se quiere valorar las músicas de tradición popular?
-Uno no puede jugar a algo con los patrones de otra cosa. Esa idea de que la música es un lenguaje universal… si uno se pone a hilar fino, no la música sino las músicas son lo menos universal que hay. Cada una tiene sus propios códigos de valor. No es lo mismo un buen cantante de blues que de lírica, de salsa o de tango. Lo que es bueno para un tipo de música es contraproducente para otro. Un cantante de salsa que cante como Plácido Domingo será un fracaso total. Lo que uno tendría que decir de una música es si funciona para aquello para lo que está hecha. La música de tradición popular nunca es solo sonido, se parte de la base de que lo que no está en la partitura no es contaminación sino que hace parte del asunto. Insisto, son idealizaciones, pero eso está en el centro: ¿qué es lo que pasa en el lugar cuando sucede?, ¿cómo entra el cuerpo en cuestión?, ¿cómo dialoga eso con las tradiciones? Lo otro es no perder de vista que la música también es sonido. Es todo esto, pero no sin el sonido.
-¿Y qué obstáculos se encuentran?
-En ninguna lengua existen imágenes auditivas, todas son visuales. Para hablar del sonido podemos decir que es aterciopelado, cristalino, rugoso, apastillado. También podemos hablar de las sensaciones: música melancólica o evocativa. Pero eso se lo ponemos nosotros. Estamos usando metáforas para tratar de describirla porque no hay palabras para hablar del sonido. Habida esa dificultad, el crítico debería hablar de cómo suena y no como está hecha la música. En el cine el crítico habla de los ángulos que se usaron, de lo que la gente puede ver, pero en la música difícilmente se puede hablar de lo que se escucha. Y al faltarnos ese sostén visual, existe la dificultad de volver atrás. Si alguien me dice en una pintura que está la figura de un tigre agazapado, vuelvo a mirar el cuadro para encontrarlo, pero en la música esto no aplica. Puede que eso que escuché con total claridad no lo alcance a escuchar otro o al revés. En la música nunca se escucha todo, hay que partir de la base de que siempre se pierden cosas. Por eso la música permite muchas escuchas.
–¿Cómo uno puede establecer la diferencia de la música buena y la que le gusta a uno?
-Se trata de no encasillarse en categorías universales todo el tiempo. Si vamos a juzgar las obras como abstractas, lo hacemos con obras que entren en ese juego. No le puedes pedir a un futbolista que agarre la pelota con las manos. Si le pides a Indiana Jones que reflexione sobre el vacío existencial, fallaste. No podés medir ese tipo de cine con esa vara. Hay música que te deja casi en estado de conmoción, pero no a todos les gusta relacionarse de esa manera con la música, así como hay a quien no le gusta ver una película donde en 15 minutos no está pasando aparentemente nada sino que solo cambia la textura. En ese sentido, hay cosas que nos hablan y cosas que no. Eso tiene que ver con el lenguaje que nosotros aprendimos, los sistemas de valores que son internos.
El que puede disfrutar de una sonata de Bach o de la sinfonía de Beethoven, que son más abstractas y más largas, no quiere decir que está más alto en la escala humana ni que está más lejos del mundo que el que disfruta un vallenato. Entre otras cosas, porque una música que recurre a su propio valor, a la idea de universalidad, le interesa a un 0.4% de la población mundial. Entonces no es universal, hay algo que falla. Lo que pasa es que ese 0.4 es el que ponía las reglas. Decían: lo que me gusta a mi es la medida del hombre. Pero es un porcentaje muy pequeño.
–¿Hay algo del movimiento del reguetón que le preocupe, que homogenice la oferta musical, por ejemplo?
-Desde que existe la industria del entretenimiento hay intentos por homogenizar, porque para el mercado venderle a todos lo mismo es más fácil que fabricar cosas distintas para cada uno. Pero la cultura es más rica que eso, es más rica que los encasillamientos que quieran hacerle y siempre va a aparecer alguien en el reguetón o en la música que sea, que empiece a hacer algo distinto. Las canciones que cantaban los borrachos en la Edad Media o en los teatros de Shakespeare eran también muy populares, y después se canonizan con cantantes educados y se convierten en música clásica pero no lo eran en su momento. Venían compositores y con esas obras hacían otras maravillosas. No me parece distinto, ¿cuál sería el problema con el reguetón? ¿Qué a mí no me guste? Eso no es un problema. Yo por cuestiones generacionales, del lugar donde vivo, puedo tener gustos que vayan hacia otro lado, pero me parece que el público que sabe de reguetón también sabe qué esperar de este. El reguetón es una música sencilla, que va al punto, con algunos niveles de producción más complejos, muy apuntada a la idea de fiesta permanente. Eso es todo. Pero con el reguetón me pasa lo mismo que le puede pasar a los reguetoneros con una ópera, que les parece igual, pero eso es por falta de frecuentación. A ellos seguro que el reguetón no les resulta igual, habrá mejores canciones o artistas que les gusten más. Cada campo tiene sus expertos.
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