El inglés Anthony Burgess fue un escritor de un raro sentido del humor, una idea ácida de la sociedad y una notable eficacia narrativa. Se lo conoce sobre todo como el autor de La naranja mecánica, pero recorrer el resto de su extensa obra es un camino seguro al placer y un encuentro permanente con la inteligencia.
En la frondosa oferta de efemérides que aporta este año ’17, aparece uno poco propenso a acaparar atenciones. Sucede que este 25 de febrero Anthony Burgess tendría que celebrar su centenario. Algún despistado mirará para otro lado o preguntará con lacónico desdén: “¿Borges?” Casi, pero no. Burgess, un inglés tan católico como iconoclasta. Ganó
prestigio como el creador de La naranja mecánica, en particular luego de la versión cinematográfica de Stanley Kubrik (1971), aunque abominara que se lo recordara por esa obra cuando acumula más de cuarenta títulos y cientos de ensayos y artículos que fueron traducidos a una treintena de idiomas.
Alto, con un remolino amarillo y gris de cabellos que resultaba un jeroglífico -imposible adivinar de dónde provenían- , marcado acento y humor brittish, bebedor y, muy en particular, un perpetuo inconformista que plasmó una implacable visión pesimista sobre todas las cosas, lo cierto es que Burgess tuvo una vida rica y variada en un constante sube y baja emocional.
Nació en Manchester en 1917 como John Anthony Burgess Wilson. Cursó estudios en la Universidad de su ciudad natal y entre 1940 y 1946 debió servir a su país en varios frentes de batalla. Terminada la Segunda Guerra Mundial, trabajó para el Ministerio de Educación británico, por lo que fue nombrado responsable del Servicio Colonial de Kuala Kangsar, Malasia, y posteriormente trasladado junto a su mujer Lynne a Brunei (1954-1959). Fue en este último destino cuando, tras un desmayo sufrido durante una clase, le diagnosticaron un tumor cerebral que lo condenaba a una esperanza de vida máxima de dos años. Para asegurar el porvenir económico de su familia, el moribundo comenzó entonces a escribir a velocidad crucero, al punto de concebir cinco novelas y media en el término de un año. La literatura y la música habían sido desde siempre su verdadera pasión, pero sólo la amenaza de la muerte disparó la vocación.
De esta experiencia surge la Trilogía malaya (Malayan Trilogy, 1956-59) que integran las obras Time for a Tiger (1956), The Enemy in the Blanket (1958) y Beds in the East (1959). La trilogía conforma un fresco narrativo ingenioso, inventivo y melancólico sobre los últimos días del Imperio. A ellas le seguirán The Right to an Answer (1960), una de sus obras más divertidas, donde Burgess plantea una crítica profunda a la pérdida de los valores tradicionales en el marco de una sociedad de consumo; y Devil of a State (1961). Por la elegancia y el humor que despliega en sus textos, la crítica observa la influencia positiva de autores como Evelyn Waugh y James Joyce. Este último será uno de sus más importantes modelos, a quien le dedicará dos estudios.
El parentesco con el irlandés se incrementará con su próxima obra a partir de la experimentación que realiza con el lenguaje en A clockwork orange (La naranja mecánica, 1962). La misma reconoce un origen traumático: en 1944, Llewela (Lynne) Jones, primera esposa del escritor, fue víctima de robo y violación en las calles de Londres por cuatro marines del ejército norteamericano. Esta era la “media” novela que había intentado escribir en aquel fructífero año de su supuesta convalecencia y que no había terminado. Finalmente, ese terrible episodio abre la historia de La naranja…
Anthony Burgess gustaba de fumar unos habanos delgados y largos que se insertaban con precisión entre sus dedos igualmente delgados y largos. El cigarro iba y venía hasta sus labios y los ocasionales anillos de humo se concentran sobre su cabeza otorgándole un halo místico. “Adoro estos cigarros”, repetía cada vez que encendía uno. En 1990 llegó a Estocolmo para presentar la versión local de su libro de relatos The Devil’s Mode (Los tonos del diablo), al tiempo que en Londres sucedía lo propio con la segunda parte de su autobiografía, You’ve had your time. La ocasión fue propicia para una larga charla con quien esto escribe. Al llegar al tema de su más famoso libro, Burgess descartó la idea de que su malestar con él tuviera algo que ver con el difícil episodio que debió atravesar su esposa.
“No, no”, afirmó enfáticamente mientras agitaba las manos como si quisiera apartar un insecto invisible. “Sucede que lo considero una expresión ingenua, al menos a juzgar por el grado de violencia que encontramos en la actualidad. Tal vez acerté al profetizar el síntoma, pero no los alcances de la enfermedad.”
El libro se publicó en el ’62 en tanto el film se estrenó una década después. Aceptando sus palabras, cabe la pregunta: ¿es mayor la violencia en la actualidad que entonces? Quizá no haya que sacar conclusiones apresuradas. Sólo en la década que va entre el libro y el film podemos recordar las batallas anticoloniales en África y Asia; la represión racista en el sur de EEUU; las dictaduras expandidas en casi toda América Latina; Vietnam, o que el último decapitado por guillotina en Francia fue un tunecino en 1977. Lo que sí puede verse con cierta ingenuidad es cómo se muestra la violencia entonces respecto a ahora: sin dudas, hoy es mucho más descarnada, penetrante, más cruel. Pero Burgess acertó al analizar el fenómeno de la violencia, casi con miras proféticas:
“Creo que el libro fue mal comprendido, y peor todavía después de la película. En verdad, lo que me interesaba mostrar era la violencia del Estado, que siempre será más virulenta que la violencia individual. En el caso de Alex, se apoya en la búsqueda de mecanismos conductistas para erradicarla: ‘Si piensas en la violencia te sentirás mal, vas a vomitar sin cesar’, le dicen mientras le muestran escenas horribles junto a estímulos maravillosos, como la música de Beethoven. El joven que se aparta de lo que marca la Ley se convierte en un perro de Pavlov. En lugar de buscar argumentos para reflexionar sobre la violencia, se lo priva de su libertad, de su libre albedrío. La gente no entendió esto. Me llamaba a mi casa y me decía: ‘Ah, Usted apoya la violencia… Una monja fue agredida por cuatro chicos y eso sucedió por su culpa’. No, sólo me limité a mostrar las cosas como son. Y aún pienso que quizá sea preferible tolerar una mala acción antes que el individuo sea manipulado por la ciencia –sea ésta cuál fuera- para convertirse en un títere a voluntad de los deseos del Estado.”
Todo parecido con la realidad no es pura coincidencia. No, no parece haberse equivocado en su reflexión sobre “los alcances de la enfermedad”. El film vino a agudizar aún más las tensiones. La película recibió feroces críticas cuando se estrenó en Londres, por lo que Kubrik se negó a que se la siguiera exhibiendo en el Reino Unido y desde entonces nunca ha sido repuesta.
“A pesar de haberse filmado en Gran Bretaña los productores decidieron utilizar la versión norteamericana, que había censurado el capítulo final. El libro tuvo dos finales. El editor norteamericano me dijo: ‘Nosotros podemos tolerar muchas más cosas que Uds. los británicos’. De modo que Alex es ‘reeducado’ pero algo falla y vuelve a cometer crímenes. Mi versión era distinta. Yo lo hacía madurar, recapacitar y darse cuenta de las implicancias de la violencia entre los jóvenes. Lo hacía volcar toda esa energía hacia algo positivo, que lo vinculara a la pasión, como la música. Pero obviamente a los estadounidenses no les interesa un final así”.
A pesar de confesarse “un católico convencido”, Burgess no comulgaba para nada con la idea de un paraíso celestial. Por el contrario, reivindicaba la ira: “Cuando los escritores asumimos seriamente la responsabilidad de construir un mundo de palabras, nos involucramos en la creación de personajes y tramas como si fuéramos Dios mismo, debemos hacerlo desde dos sentimientos esenciales: una fuerte misericordia por todos los seres vivos, la que inevitablemente deriva hacia un fuerte enojo ante lo que nos rodea. Es la ira lo que caracteriza a muchos de los más grandes escritores, y pienso en Dickens, Tolstoi, Dostoievski… La ira sobreviene al constatar que el mundo no es lo que se nos ha prometido, de hecho, es una verdadera calamidad. Es la Ira de Job clamando al Dios de todas las cosas. Todas las preguntas que se le hacen a Dios conducen a una sola: ‘¿Por qué?’ Pero no llega ninguna respuesta. Dios quizá nos dice: ‘¿Puedes hacer esto y aquello?’, pero no es esa la respuesta que buscamos. La respuesta que necesitamos debe estar dirigida a preguntas más básicas: ‘¿Por qué está todo tan mal?’ Silencio. El cristianismo ensaya algún tipo de explicación, pero ahora, en el otoño de mi vida, ya no puedo aceptarla. No hay explicación alguna que justifique el sufrimiento, la tortura, la violencia, la tiranía. Seguimos buscando, pero sin éxito”.
El 22 de noviembre de 1993 en Twickenham, un suburbio de Londres, Burgess dejó de buscar. El tiempo no fue suficiente para proyectos demenciales, como una ópera sobre la vida y obra de Freud u otra sobre D. H. Lawrence. Alcanzó, al menos, para dejar listo el original de Un hombre muerto en Deptford. No se trata de una novela más, sino que merece ser leída como la última risa del gran provocador: al cumplirse el cuarto centenario de la desaparición de Christopher “Kit” Marlowe, genio literario y bad boy de las letras británicas, Burgess se aleja de todo tipo de pompa solemne y grave para dejar como testamento un homenaje irreverente y vital.
Ahora nos toca celebrar los primeros cien años de su nacimiento. Entre la risa y la ira.