Una lectura que propone a Los Inconsolables, de Kazuo Ishiguro, como un abordaje de desoladora belleza sobre la incomodidad fundante de la condición humana.

Es muy probable que Kazuo Ishiguro necesite que alguien ducho en el castellano que se habla en el Río de la Plata le explique el juego de palabras que, abusando de la sonoridad de su apellido, sirve de título a estas líneas. Porque, en cuanto al Nobel de Literatura, la historia ha demostrado más de una vez que a seguro se lo llevaron preso, tanto en lo que hace a candidatos que son fija y nunca entraron ni a placé –la eterna expectativa por Borges -, como en la calidad que se espera –y no se encuentra – al abordar la obra del escritor premiado. En muchos casos, los designios de los miembros de la Academia son, como los del Señor, inescrutables. En este caso, a Ishiguro no lo llevaron preso. Amén.

Esto viene a cuento de la lectura de Los inconsolables (The Unconsoled, traducción de Jesús Zulaika), la novela publicada en 1995 por este escritor japonés nacido en Nagasaki en 1954 y radicado en Inglaterra desde los seis años. El tipo, claro, escribe en su lengua adoptiva y se lo considera un escritor inglés.

Como no pertenezco a la cerrada secta de los críticos literarios –todavía más: ni siquiera me considero un comentarista de libros -, lo que sigue es apenas la impresión de un lector. Y cuando digo lector digo esto: un tipo que cabalga con D’Artagnan, que navega y aborda carabelas con el señor de Ventimiglia, que se encandila con el reflejo del sol sobre la arena al lado de Mersault, que se asquea del mundo conduciendo un auto de noche con Marlowe, que siente las mismas urgencias que Molly Bloom o que se vuelve magdalena para sumergirse con respiración asmática en las profundidades de una taza de té llena de recuerdos. Pero que sobre todo, despojado hace muchos años de las obligaciones sobre lo que hay que leer que le fueron inculcadas, es capaz de abandonar sin culpa cualquier lectura en el momento que deja de interesarle.

Así agarré las casi seiscientas páginas de Los inconsolables y no las pude soltar, capturado por una sensación de incomodidad constante y creciente que ni siquiera intentaré explicar. No voy a contar acá la historia de la visita del célebre pianista Ryder a una innombrada ciudad de Europa del Este para brindar un concierto y, fundamentalmente, devolverles las esperanzas a sus habitantes en el papel de una suerte de árbitro de la elegancia musical.

La novela es extraña desde el principio mismo, cuando el maletero Gustav aprovecha un viaje en ascensor que lleva tres o cuatro páginas para explicarle al visitante todo lo que se juega en la conservación del oficio (que es arte, ojo con esto) de cargar valijas con dignidad. A partir de ese momento, Ryder inicia un recorrido casi onírico, con distopías y ucronías, relacionándose con personas desconocidas a quienes sin embargo no sólo conoce sino que son parte íntima de su historia y de su vida emocional. Frente a ellas, los recuerdos de Ryder afloran de manera difusa y fragmentaria, como si hubiera sumergido en su té una magdalena ya mordida, fallada.

Todos esperan algo de él, pero nadie, ni él ni los otros, sabe bien de qué se trata. Lo único que parece quedar claro es que son cuestiones cuya importancia radica, paradójicamente, en su banalidad.

En la contratapa de la edición en castellano de Anagrama –debo confesar que fue lo primero que leí, apenas tuve el libro en mis manos-, el crítico Iain Finlayson dice de Los inconsolables: “El primer impulso es descubrirla como kafkiana, pero quizás sería mejor Lewis Carroll. Pienso que es mucho más Alicia a través del espejo que El proceso”.

En el mismo juego de comparaciones, yo – este lector que se deja llevar por la novela – diría que Los inconsolables se parece mucho más a El Castillo que a El Proceso, y que, si hablamos de Carroll, los habitantes de la ciudad que inventa Ishiguro son de la misma opinión que Humpty Dumpty cuando dice: “Cuando yo uso una palabra significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos”… pero pretenden que sea Ryder quien pronuncie esas palabras para poder imprimirles ellos los significados que anhelan, los de su goce. Se otorgan, ni más ni menos, que el lugar del Otro y así condenan a Ryder a la misma caída estrepitosa que sufre el huevito de Alicia desde la altura del muro donde lo han puesto.

Para ir redondeando, en Los inconsolables Ishiguro logra un abordaje de desoladora belleza sobre la incomodidad (el desajuste) fundante de la condición humana. Y logra que el lector se (re)encuentre con esa incomodidad reconociéndola como ajenamente propia, reconociéndose de manera siniestra en ella.

Tal vez por eso cuando terminé de leer la novela lo primero que me vino a la cabeza fue aquello que Conrad le hizo decir a Kurz en El corazón de las tinieblas:

“El horror, el horror”.