Pese a que recorrió varios géneros, siempre se pensó a sí mismo como tanguero. Puteador serial, imitador de personajes, cabrón por momentos, casi siempre bien humorado, Molina fue tan entrañable como persona como indispensable a la hora de hablar de la música de Buenos Aires.

No le gustaba que le dijeran elegante, distinguido ni refinado, sentía que esos elogios, aunque fueran bien intencionados le bajaban el precio a su estirpe tanguera y de barrio, a su identidad netamente porteña acunada en su niñez en el barrio de Almagro. Igual siempre fue un hombre elegante y su canto no podía escaparle a esa condición, pero sobre todo fue un cantor inteligente, me refiero a la inteligencia ejercida en el modo de cantar y en elegir qué cantar. Una elección, en su caso, nacida de  concentrar una fuerte tradición de lo mejor del género y del linaje gardeliano pero a la vez de intentar romper algunos esquemas rígidos, también en el decir. Era consciente que al hacerlo se ganaba detractores pero su naturaleza quijotesca de caballero andante no le permitía esquivar esas polémicas que han dividido las aguas entre quienes lo ungían como “el mejor cantor que existe” y quienes con desdén opinaban “Molina no canta tango”.

La oposición de miradas lo divertía, siempre que transcurriera dentro de los códigos del buen gusto. Cultivó como nadie el arte de la conversación, la discusión y el humor ácido. Y toda esa impronta la llevaba puesta al escenario como uno de sus mejores trajes.

Lo que más voy a extrañar de Horacio son esos momentos increíbles con sus ocurrencias, sus imitaciones geniales, su risa a carcajadas y sus puteadas sublimes. No solía imitar a personajes importantes, podía ser de repente el mozo que lo había atendido en un bar, o una conversación escuchada al pasar en la calle. De un vistazo podía pescar un detalle, una manera de hablar, algo que sin dudas heredó su hija Juana, una maestra del retrato humorístico.

Foto: Ximena Echart

Las charlas con él siempre empezaban con alguna puteada a alguien o algo, sobre todo a situaciones que rompían el orden de las cosas (o al menos el orden que él consideraba aceptable) y eso era algo que le resultaba insoportable. De todas maneras, no perdía la compostura y sus insultos eran muy elaborados como para no dejarse ganar por una furia de medio pelo. Alguien no era simplemente un pelotudo sino un embrión inacabado de pelotudo.

Recuerdo varias veces que no alcanzaba a bajar del ascensor de su departamento del barrio de Belgrano y me recibía comentando en voz alta algo que acababa de oír en la radio o leer en el diario y no tenía más remedio que sumergirme en un intenso intercambio antes de decirle hola.  Así era Horacio, apasionado como pocos por todo lo que le interesaba, la música, los libros, la comida, los vinos, las mujeres y el amor. La política también de a ratos, pero muy atrás en la fila respecto de esos otros grandes temas.

Su apasionamiento lo llevaba a ser obsesivo y a buscar una perfección que no disimulaba y que ha quedado plasmada en sus discos, varios de ellos verdaderas obras de arte como Clásicos, Barrio Reo, Buenos Amigos o Alfredo Lepera por Horacio Molina.

Otra obsesión que tenía era que se lo considerara un cantor de acá. Más allá de su recorrido internacional,  especialmente en Francia donde residió varios años y donde iba a presentarse con frecuencia, de haber estado relacionado con la música del Brasil por su participación en La Fusa y su amistad con Vinicius de Moraes, Joao Gilberto y la familia Caymmi, ente otros, y ser uno de los primeros impulsores de la música del uruguayo Eduardo Mateo en Argentina, Molina no puede ser pensado sin Buenos Aires. Fue esencialmente un cantor porteño. Creo que esta ciudad fue uno de sus grandes amores, y como toda relación de amor tuvo sus desencuentros. Se apasionaba y hasta le brotaban lágrimas cuando hablaba de su barrio Almagro,  aunque le encantaba vivir en Belgrano y también frecuentar los cafés de la Recoleta, caminar por Corrientes y por San Telmo.  Ese sentimiento de porteñidad, entiéndase sin maniqueísmos ni caricaturas que detestaba sino más bien como fruto de la sensibilidad necesaria para sumergirse en el interior de una herencia aceptada, es lo que le ha permitido abordar los tangos con profundidad, matices, sobriedad, todo acompañado de  una musicalidad extrema.

Los que tuvimos la dicha de conocerlo vamos a extrañar al amigo entrañable. Por suerte quedan una veintena de discos, videos, conciertos, versiones de hermosos tangos y canciones que sirven de pruebas para aceptar o refutar las andanzas de su oficio de cantor.  Algo de ese andar hay en esta estrofa de la canción que inmortalizó su gran amiga Mercedes Sosa:

Mi oficio de cantor es el oficio
de los que tienen guitarras en el alma
yo tengo mi taller en las entrañas
y mi única herramienta es la garganta…