Este es un país de cuentistas y esa añeja tradición no decae. Editada por Filosofía y Letras, acaba de aparecer una compilación que reúne a gente que le sigue dando duro al oficio de narrar y que muestra que después de Borges, Cortázar y Walsh todavía queda mucho por imaginar.
¿Hay un nuevo cuento argentino? Toda novedad participa de una cierta fetichización del pasado. El pasado, se ha dicho, viene a ser un atractivo turístico en donde la gente hace las cosas de otra manera. En el ámbito de las Letras, esa fetichización tiene el nombre de operación crítica. Y está muy bien. La antología publicada por la editorial de Filosofía y Letras parte de la premisa de que existe una narrativa anterior, más “seria”, más “dramática”. Los nombres trascendentales de Borges y de Cortázar la encabezan. Frente a ella, el nuevo cuento se presenta “sin certezas filosóficas”, se pregunta por el “(sin)sentido de la Historia y de las historias”. El sin es el sino para los narradores de tres generaciones: la primera de ellas nacida entre 1960 y 1970, que “despertó a la conciencia ciudadana con la guerra de Malvinas” y comenzó a publicar en los 90’s; una segunda, que vivió su adolescencia bajo el menemismo y salió a escena a partir del 2001; y una “tercera nueva generación”, todavía difícil de caracterizar ya que recién está haciendo sus primeras armas. Lo nuevo se hermana con lo no tan nuevo en la tesis de la antóloga del volumen, Elsa Drucaroff, crítica literaria y académica de amplia trayectoria. Hay cuentos que ya son clásicos (“El aprendiz de brujo”, de Rodrigo Fresán, o “Todo puede pasar”, de Martín Retjman); nombres que gozan de gran reconocimiento internacional en el presente (Samanta Schweblin o Andrés Neuman, representantes de la generación intermedia), y la más joven camada de cuentistas, con autores desde ya no tan familiares para el lector. Esa la tesis y esta la selección. Bienvenida la polémica.
Vamos de nuevo, entonces ¿hay un Nuevo Cuento Argentino? Salgamos del sí/no. Señalemos continuidades, porque de antemano tenemos la ruptura como propuesta. Señalemos continuidades, porque en pasadas páginas, se ha dicho, están los restos de un futuro que vuelve. Por ejemplo, señalemos la continuidad de Onetti, a quien todos queremos tanto. No sé si su “secreto apuntaba a las entrañas de lo humano”, como señala Drucaroff, sí creo que tiene una frase tangible, de largo aliento, fácil de reconocer, como se puede leer en la prosa de Leonardo Novak; o la ensoñación (vieja obsesión rioplatense que Onetti tomó prestada de Arlt), como principio constructivo de un relato, tal como sucede en “El fin del mundo ya llegó”, de Azucena Galettini; sí creo que en el “El ocupante”, de Oliverio Coelho, hay una reescritura de temas célebres para el cuento argentino: “Rosales no quería hacerse pasar por otro, sino ser, cabalmente otro”; sí creo que, en varios momentos del libro (“Los viejitos” de Patricia Suárez, o “Roberto” de Agustina Bazterrica), con esas voces que no comprenden del todo lo que está sucediendo mientras lo narran, verdugos o verdugueados de la historia, se perciben cercanos los personajes maníacos de Cortázar. ¿Esto quiere decir lo obvio, que los cuentistas de las últimas generaciones se apoyan en los hombros de los gigantes? Sí, claro, la cuestión es si quieren o alcanzan a mojarles la oreja. Esa es la mejor forma de convivir con una tradición, democracia donde solo los muertos votan. Nada nuevo estamos diciendo.
Si hay cuento, hay género. Si hay antología, seguro habrá géneros. Pienso en el terror, esa modulación estridente, con frecuencia noctámbula, de nuestro(s) pasado(s). “Carne” de Mariana Enríquez, un homenaje antropófago al último héroe del rock nacional y su lucidez desencantada; o “Huevos revueltos”, con su homenaje a la pasión importada por el tupperware y la comida frizada. Pienso en la ciencia ficción, cómo se ejecuta en “Los ojos fatigados”, de Guillermo Martínez; y cómo el revés rupestre de la ciencia ficción, la parábola kafkiana, encuentra en “El cavador”, de Samanta Schweblin, un relato previsiblemente perfecto. Pienso en el western, porque leo en “La mortificación ordinaria” de Fabián Casas, la reescritura de una película de cowboys disfrazada con la historia política de nuestro país (los héroes están condenados al heroísmo, se ha dicho). Pienso, por último, en la serie de ficciones de pueblo chico que se puede formar con “Los novios”, de Martín Kohan, “La volanta”, de Marcos Crotto, o “Perra Suerte”, de Gervasio Noailles: construcción de climas opresivos, con actitudes normativas más o menos identificables y transgresiones que amenazan con poner en riesgo el precario equilibrio propuesto. Lugares en donde la gente parece hacer las cosas de otra manera. Microespacios avituallados. Burbujas liminares. Cuentos.
Breve mención aparte cabe hacer al atendible criterio de Drucaroff de elegir autores con “con producción privilegiada de cuentos”, antes que aquellos más reconocidos como novelistas. Sabemos, la cuestión es espinosa. Pienso en Eduardo Muslip por ejemplo, escritor que ya tiene una obra texturada, provista de lo que toda obra tiene que tener para alcanzar ese estatuto: obsesiones y un estilo. Son casos en los que cuentos o novelas habilitan a ser leídos como una continuidad, en el ectoplasma redivivo de la escritura. Por otra parte, ajada pregunta de Letras, ¿qué distingue a un cuento de una novela? Ajada respuesta: una marquesina editorial. Una antología. Nosotros, los cisnes tenebrosos. Y está muy bien.
Finalmente, ¿hay un nuevo cuento argentino? Está Argentina, eso seguro, su Historia reciente y no tan reciente, evidente en algunas de las decisiones tomadas para la selección (mencionamos ya el relato de Casas, y agreguemos el de Laurencich con la mención explícita a la Noche de los Lápices, por dar casos notorios, pero no excepcionales). En “Por primera vez en mucho tiempo nos sentimos a salvo”, de Pía Bouzas, aparece el exilio, tema caro a nuestra idiosincrasia política y literaria. La primera frase podría ilustrar la tesis de Drucaroff: “Decidimos ir a Barcelona por Miriam”. El exilio aparece sin la Historia, individual y dramatizado por las relaciones sentimentales de los personajes, no por ninguna vicisitud política: “Por estas razones uno se va de la Argentina, porque piensa ‘esto no es vida, en otros países las cosas tienen que ser diferentes’”, escribe Bouzas. Lo extraordinario, a pesar de ello, es la tenacidad de la rémora: vuelvo a leer y sigo detectando allí las marcas del exilio pretérito. Como si solo pudiéramos leer lo que la Historia nos deja leer. Mala coreografía para la danza del significado, como si nos pesara mucho la valija de nuestros padres muertos. Seguimos bailando con ese gran Ausente, el pasado, donde las personas viajan a Barcelona para salvar su vida, y no para visitar los Gaudí.
Dicho esto, ¿quiénes somos nosotros? Argentinos, seguramente, o habitantes del suelo argentino, congregados en torno a esta nueva antología del cuento argentino. En mi caso, porteño, villacrespense para más datos. Leo con asombro que, si damos por ciertos los datos biográficos de los autores, el Nuevo Cuento Argentino fue escrito (números más números menos) en un 80% en Buenos Aires o alrededores, un 10% en Gral. Cabrera, provincia de Córdoba, un 5% en Rosario y un 5% en Bahía Blanca. Todo indica que, en cualquiera de los casos, lo que habría es un Nuevo Cuento Porteño, o Bonaerense a lo sumo. No es un señalamiento, es un mea culpa, o una culpa a coparticipar para aquellos que leemos y criticamos narrativa nacional en el presente.
Nota final. El encanto y el desencanto
Hay un nombre que funciona como un abracadabra en nuestra Historia: Rodolfo Walsh. Su sola invocación nos pone en alerta, nos recuerda lo bueno, lo bello y lo verdadero, y nos hace reflexionar sobre quiénes somos y qué estamos haciendo con nuestra vida. En mi caso, he logrado que el hechizo dure aproximadamente los 24 fotogramas que tiene un segundo, y luego puedo retornar a mis actividades. Rodolfo Walsh, no en vano, es el primer escritor que aparece en el prólogo de Elsa Drucaroff, en relación con un argumento colateral. Aprovechemos su mención, entonces, como quien no quiere la cosa. Favorezcamos el desencanto. En su destacada labor de escritor, Walsh se dedicó a labores propias del escritor. Por decir, editó más de una celebrada antología de cuentos, o consagró una extensa nota crítica a Ambrose Bierce, en una operación clásica de elegir un precursor literario. En tanto escritor, también formó parte de una generación que convivió con figuras tutelares a las cuales no se podía ignorar, con las cuales era forzoso dialogar y confrontar: el nombre trascendental de Borges estaba ahí, dominante, unánime, aunque no era el único.
Por ello apresuro esta reflexión final: no sé si hay un nuevo cuento argentino, pero los representantes de mayor edad de la antología (Fresán, Nielsen, Retjman) ya no tuvieron que asumir una posición de combate con figuras dominantes en el campo literario. No había ya que matar a Borges ni a nadie. Como en el relato de Coehlo, los narradores de un tiempo a esta parte ya no confrontan con sus padres, confrontan con sus impostores. El nuevo cuento argentino, bajo esta mirada, vendría a ser esa impostura de pensar que podemos seguir escribiendo cuentos como si nada, como si realmente nada hubiera pasado. Aunque haya pasado de todo. Y está muy bien.