Ya desde el principio, en 1901, con el galardón otorgado al hoy justamente olvidado Sally Proudhomme, cada escritor elegido abre espacio a un debate que excede las cuestiones estéticas. Detrás de toda decisión, hay motivos políticos, juegos de poder y la azarosa interna de la Academia sueca.
.El enorme aparato publicitario del Premio que instituyera el inventor de la dinamita que le sirve de ornato unido al nada despreciable monto de su recompensa (cercana al millón de dólares), han convertido al Nobel en un premio poco común, tan polémico como codiciado. De las cinco especialidades en que se reparte –dejando de lado el de la Paz, que otorga Noruega–, el de literatura es el que suele llevarse la mayor atención y debate. Mientras las otras cuatro materias no admiten mayores discusiones, sino que son aceptadas como un laurel justo e inequívoco, las letras provocan reacciones diversas, enojos o desvaríos, incluso en ocasiones hasta en los propios académicos. El hecho de seguir la elección con el fervor de una competencia deportiva, llevó a que la agencia de apuestas británica Ladbrokes incorporara al juego a los candidatos a tan notable honor. Los nombres que se repiten con mayor frecuencia son los que menos pagan y la incorporación en la lista de algún prestigioso ignoto los que más cotizan (como sucedió en 2015 con el dramaturgo paraguayo Néstor Amarilla). No obstante, la ausencia de lógica que muchas veces guía al gusto literario, también se expresa a través del Premio.
Los caminos al Nobel son inescrutables…
Detrás de un vidrio oscuro
Desde su instauración, en 1901, el Premio se entregó a 117 escritores. Sólo dejaron de otorgarse entre 1940 y 1942 debido a la Guerra. Un rápido repaso a la lista de laureados sorprende no sólo por los nombres que figuran en ella, sino también por los que no aparecen. Entre la legión de olvidados se encuentran autores significativos, nada menos que Ibsen, Zola, Tolstoi, Proust, Kafka, Joyce, Pessoa, Malraux o… Borges (aunque en su caso, más que olvidado fue negado, como veremos).
Es de destacar que la omisión de un autor en muy poco va a afectar el valor por su obra. En el sentido inverso, la concesión de un Premio a la mediocridad tampoco contribuirá a salvarla, aún cuando atraiga un momentáneo rayo de luz sobre sí. Basta con desempolvar algunos viejos laureados. El primer Nobel de Literatura recayó sobre el poeta francés Sally Proudhomme, cuya obra hoy no recuerda nadie. Ni siquiera en su momento (1901) era demasiado apreciada, ya que por entonces la poesía francesa aún seguía sacudida por el hálito vital del simbolismo impulsado años antes por Baudelaire y se esbozaban por entonces las nuevas formas vanguardistas.
El siguiente en la lista fue Theodor Mommsen, un anodino historiador alemán que llegó a Estocolmo para recoger una gloria inmerecida, que tampoco dejaría huella. En 1904, compartido con Frederic Mistral -otro poeta menor francés-, aparecería el primer Nobel en lengua castellana: el español José Echegaray y Eizaguirre. Como dramaturgo, Echegaray se destacó por ser un excelente director de Obras Públicas y Ministro de Fomento. El Premio fue concedido gracias a las gestiones y presiones del gobierno español de turno, que de ese modo condenó a quedarse sin premio a toda la generación del ’98, entre quienes se encontraban nada menos que Antonio Machado y Ramón del Valle Inclán. De todas formas, es preciso resaltar que a Echegaray se lo recordó mucho en España por dos motivos fundamentales: su rostro anguloso figuró por décadas en los billetes de cien pesetas y entre sus herederos figura, sí, un talento especial: Corín Tellado (y dicho esto sin ninguna ironía).
Hasta la década del ’30, los señores del Nobel siguieron alternando errores con algunos aciertos, como los premios concedidos a Rudyard Kipling (1907), la sueca Selma Lagerlöf (primera mujer en obtenerlo y con absoluta justicia: La saga de Gösta Berling o El viaje maravilloso de Nils Holgersson conservan el mismo encanto que cuando fueron escritos), o también los irlandeses William B. Yeats (1923) y Georges Bernard Shaw (1925). Precisamente Shaw fue el encargado de revelar a sus jueces una certeza inesperada al caracterizar la distinción como “un salvavidas que se arroja a un nadador que ya ha llegado a la orilla”. La observación resultó particularmente cierta toda vez que el Nobel elige una obra ya cumplida y que en muchos casos se interrumpe allí mismo.
En 1931, la Academia se permitió un lujo: por única vez en su historia se entregó el Premio a título póstumo. La distinción recayó en el sueco Erik Axel Karfeld, un modesto aunque elegante autor de poemas de temática pagana. El honor que fuera vedado a Tolstoi y hasta al propio Strindberg (para citar a una gloria local), tiene su explicación. Desde 1907 Karfeld integró el Comité de Selección del Nobel y a partir de 1912 fue secretario permanente de la Academia. Un gesto lo redime: en 1920 se negó obstinadamente a que sus pares lo premiaran y propuso en su lugar al noruego Knut Hamsun. Una elección más que razonable desde el punto de vista literario (Hamsun ya había publicado Hambre en 1891, una de las obras que marcarían a muchos autores del siglo XX, Kafka entre ellos), aunque habría que obviar el hecho de que años más tarde Hamsun se convertiría en colaboracionista nazi. Este antecedente causó una herida en el seno de la Academia, y la causa política sería la principal razón por la que luego resultarían ignorados escritores como Louis-Ferdinand Céline o Ezra Pound.
El Huevo de la Serpiente
Más allá de penas y olvidos, el Nobel siguió (y sigue) siendo la mayor recompensa a la que un escritor puede aspirar. No obstante, su concesión motiva las más diversas reacciones en los propios protagonistas. Codiciado en extremo por algunos, como Borges, quien no se cansó en reconocer que representaba “una cierta esperanza para mí” (aunque en seguida se ocupaba de aclarar: “Si no lo recibo, igual creo que será una sentencia justa. A fin de cuentas, la mayor parte de la humanidad muere sin recibir el Nobel”). O Henry Miller, quien, en las últimas dos décadas de su extensa y licenciosa vida, expresó a los cuatro vientos su deseo de obtenerlo, tal como figura en varias partes de su correspondencia con su amigo Lawrence Durrell. Incluso confesó abiertamente haber pedido a otros escritores de diversos países que hicieran lobby por su candidatura. Todo resultó inútil, salvo el gasto en franqueos.
Otros, en cambio, lo han rechazado o al menos desdeñado. Claro que las causas nunca son las mismas. En 1958 el ruso Boris Pasternak, autor de Dr. Zhivago, fue “convencido” por Nikita Kruschev, Primer Ministro de su país, quien objetó la distinción como “un acto puramente político, hostil a nuestro país y encaminado a intensificar la Guerra Fría”. El resultado final fue que Pasternak debió renunciar al premio. Lo curioso es que ese mismo año los científicos soviéticos P. Cherenkov, I.M. Frank e Igor Tamm aceptaron sin inconvenientes el Premio Nobel en Física. Luego de publicar subrepticiamente su obra en Milán, Pasternak acabó expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos y tras su muerte, en 1960, sus familiares fueron perseguidos.
Jean Paul Sartre se enteró de su candidatura por un artículo periodístico en 1964. Antes que le fuera otorgado, escribió una carta a la Academia Nobel anunciando que rechazaría el Premio. La carta no llegó a tiempo, el anuncio oficial fue hecho y Sartre ratificó su rechazo. Su carta no era muy específica: invocaba razones personales y otras “más objetivas”, que no desarrollaba. La controversia del mundillo literario francés en torno a la actitud del autor de La náusea, se tradujo, como era previsible, en dos posiciones antagónicas. La primera defendía la independencia personal de Sartre y su resistencia a ser “institucionalizado” o “embalsamado en vida”. Las consideraciones más malévolas incluían un abanico de razones, desde el argumento de André Maurois quien afirmaba que “el frac no le sienta demasiado bien a alguien tan feo”, hasta aquellas que interpretaban el rechazo como “una consideración hacia Simone, que podría sentir envidia.”
El irlandés Samuel Beckett, en 1969, no lo rechazó, pero recibió la noticia con cierto laconismo: “¿Podría decirme qué he hecho para merecer semejante calamidad?”, dicen que dijo. Gabriel García Márquez, muy por el contrario, al enterarse dio rienda suelta a todo su histrionismo: “Me alegro por dos motivos: el primero, es que ya no tendré que seguir esperándolo. El segundo, es que debo ser el Nobel más joven de la historia.” En este punto se equivocaba, ya que el más joven fue Albert Camus, en 1957, cuando contaba 44 años de edad. A Gabo no pareció importarle el equívoco y llegó a la ceremonia de Estocolmo vestido con el liqui, traje festivo del campesinado colombiano, una flor amarilla en el ojal, setenta bailarines de cumbia y trescientas botellas de ron cubano, “regalo de mi amigo Fidel para los camaradas latinoamericanos de Suecia.” Todo le fue permitido, menos el ron, requisado por las autoridades. Era exagerado, incluso para el triunfo del realismo mágico.
Persona
Sundbyberg es un tranquilo suburbio de Estocolmo y allí vivió Artur Lundkvist (1906-1991) junto a su mujer, la poeta María Wine. Era un hombre con rostro de caballo y manos de boxeador, tan enormes como su curiosidad. Fue fundamental en la introducción del modernismo a las letras de su país, y autor de un centenar de obras que abarcaban diversos géneros (poesía, narrativa, ensayo, crónica de viaje), pero en particular resultó un difusor permanente de autores extranjeros. Viajero incansable, tradujo a numerosos escritores de habla castellana, como Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Xavier Villaurrutia, entre otros.
Durante un encuentro de 1989, Lundkvist, dejando aparecer una sonrisa maléfica de tanto en tanto, hizo visibles sus fluctuaciones con el Nobel durante una entrevista.
“Yo no tenía ningún interés por ingresar a la Academia. Francamente, nunca aprecié demasiado el honor de ser miembro. Me parece una institución bastante conservadora. Cuando tuve la noticia, en 1968, me encontraba en Alicante y no contesté de inmediato. Me pregunté: ¿cuál es la razón por la que debo formar parte? Entonces, al pensar en la influencia que podía ejercer, se me ocurrió que podía ser importante para presentar mis candidatos. Así que entré con una misión: darle el Nobel a Neruda. Eso fue obra mía.”
A pesar de su distancia con la Academia, Lundkvist no creía en olvidos. “No son tales. Tolstoi lo rechazó, Kafka y Proust murieron antes de que se publicaran sus obras, y respecto a Joyce… Bueno, creo que Joyce no fue comprendido en su tiempo por los académicos ni casi por nadie. Ni siquiera hoy hay mucha gente que lo comprende.”
Y por supuesto, también le negó a Borges la condición de olvidado. Se encontraron en dos ocasiones, una en Buenos Aires y otra en Estocolmo. “Hablamos de distintas cosas, pero sobre todo de las eddas. Es extraño: dos escritores de culturas tan diferentes unidos por las eddas. Siempre aprecié mucho más su poesía que su prosa, que me parece excesivamente sobrevalorada. No cabe duda que fue un escritor muy hábil, con un número reducido de ideas que iba variando continuamente.”
A pesar de que resultó claro, en particular luego de 1976, que cierta visión sobre la posición política de Borges era un obstáculo para alcanzar el Premio, Lundkvist se obstinaba en rechazar ese argumento y buscaba sostenerlo en cuestiones estéticas, lo cual resulta casi inverosímil. Lo cierto es que así como fue responsable del Nobel a Neruda y García Márquez, también lo fue de la objeción a Borges. “Tuvimos una presión enorme para premiarlo. Por supuesto, sabíamos que tenía posiciones abiertamente reaccionarias, pero ese no fue el motivo, sino que sus aportes a la literatura no resultaron suficientes. La poesía es muy refinada, pero su narrativa provoca extrañeza, sorpresa, por provenir de modelos muy antiguos de la literatura nórdica y anglosajona no muy conocidos. Esa incitación al culto del héroe no sé muy bien para qué sirve. En su obra hay una reiteración de muertes a cuchillo que me resulta francamente absurda.”
Gritos y Susurros
Lundkvist también fue cuchillero. Las polémicas provocadas en el seno de la Academia durante su gestión comenzaron a multiplicarse, muy en particular en los últimos años de su participación. En el ’83, el irreverente Lundkvist desacreditó a sus compañeros por la elección de William Golding, “a quien ni siquiera se puede considerar escritor”, en detrimento de su candidato, Claude Simon, que se consagraría al año siguiente. Algo similar volvió a ocurrir en 1988, cuando los laureles recayeron sobre el egipcio Naguib Mahfouz. No sólo hubo molestias entre los académicos por entender que el sirio y sempiterno candidato Ali Ahmad Said Esber, más conocido como Adonis, además de excelente poeta, representaba mucho más cabalmente al mundo árabe, sino que otro egipcio, Yousif Idris, denunció que “alguien” lo había llamado un par de días antes para asegurarle que el Nobel era suyo. Hubo otras desavenencias, como en el caso del premio otorgado a Camilo José Cela, y diferencias que permanecieron en sordina.
El siglo XXI trajo algo de calma, aunque nunca faltan las quejas porque el destinatario no es uno u otro. Hace unos pocos años, una académica sueca especializada en literatura japonesa, indicó por lo bajo a esta fuente que “Murakami es un buen escritor, pero sería aún mejor si redujera sus esfuerzos por ganar el Nobel”. Lo cierto es que ganen o no, las obras de excelentes autores como Joyce Carol Oates o Philip Roth, por caso, seguirán gozando del interés de muchos lectores y no se verán menoscabadas en absoluto.
Por otra parte, tampoco hay que ser injustos. Gracias a la Academia hemos podido acceder a Elias Canetti, Josiph Brodsky, Isaac B. Singer, Jaroslav Seifert, Wislawa Szymborska y tantos otros, que sin el premio posiblemente habrían quedado reducidos al encierro en el condado de sus lenguas. Y a veces, quizá, ni siquiera.