El descenso a las profundidades del Pozo de Vargas, en Tucumán, donde fueron hallados e identificados los restos de su padre desaparecido por la dictadura, se transforma para el protagonista de esta novela de Ernesto Espeche en un viaje que entrelaza Memoria e Identidad y reconstruye – presentifica – la historia argentina de la década de los ’70 y sus efectos hasta hoy.

Treinta y nueve metros es la profundidad del Pozo de Vargas y también el título de la novela de Ernesto Espeche que se desarrolla – desciende por las las honduras de una búsqueda compleja e inquietante – en, también, treinta y nueve capítulos.

Se trata de la primera novela de Espeche, investigador, docente, periodista, activista por los derechos humanos e hijo de dos militantes del PRT-ERP desaparecidos por la última dictadura cívico militar.

El punto de partida del relato es el hallazgo y la identificación de los restos del padre del protagonista en la provincia de Tucumán, en las profundidades del Pozo de Vargas, un antiguo pozo de agua que lleva el nombre de los propietarios del campo donde está situado y que fue utilizado por la dictadura para desaparecer definitivamente los cadáveres de más de cien militantes durante la represión ilegal en esa zona.

Desde allí la novela entrelaza, en capítulos alternados, el descenso del protagonista, acompañado por un antropólogo forense, hacia el fondo del pozo donde se han encontrado los restos de su padre con una serie de relatos corales – todos en primera persona – que intenta reconstruir, como si se tratara de fragmentos de un espejo roto que van mostrando imágenes parciales, la historia de los padres del protagonista y de un período de la Argentina.

La prosa de Espeche es a la vez precisa y poética. No escatima información al relatar la historia, pero cada dato, cada hecho, cada anécdota se enlaza de manera indisoluble con emociones que los rescatan de un pasado – de una muerte, podría decirse – para devolverlos vivos al presente. Para que no hayan simplemente sido, sino que sigan siendo.

Treinta y nueve metros es una novela de Memoria y de Identidad, a través de cuya lectura va tomando fuerza una idea de una enorme potencialidad literaria, existencial y política: que la una sin la otra – la Memoria sin la Identidad, y viceversa – existen falladas en sus soledades, sin terminar de concretarse, y que solo de su encuentro, de su entrelazamiento – en su cópula, si se quiere – puede nacer (reconstruirse resignificada) una verdad que permanezca viva y pueda ser recuperada por las generaciones posteriores.

El descenso del protagonista hacia el fondo del pozo no es solo el trayecto doloroso – pero no por eso menos anecdótico – hacia el lugar donde fueron desaparecidos en su materialidad los restos de su padre; es en realidad una suerte de viaje por la Memoria en busca de la propia Identidad, en cuyo transcurso esa Memoria y esa Identidad ya no serán las mismas, porque estarán – un poco más, apenas – completas.

A lo largo del texto, Espeche juega magistralmente con ese viaje propio – cuyo verdadero destino desconoce porque es mucho más que huesos -, inquietado por preguntas que se hacen más hondas a medida que va descendiendo por el pozo, y los relatos de vivos y de muertos – familiares, compañeros de militancia de sus padres, voces testimoniales – que le ofrecen pequeñas piezas, a veces rotas o inacabadas, para armar el rompecabezas irremediablemente incompleto de las respuestas.

Treinta y nueve metros enfrenta también al lector con las consecuencias del terrorismo de Estado, con la persistencia de sus efectos. El descenso hacia el fondo del Pozo de Vargas es en el relato la exploración de una herida profunda que no lograr cerrarse en cicatriz y transformarse en simple huella del pasado.

La herida – con su dolor y sus efectos – sigue abierta. Porque toda identidad se construye con identificaciones, con miradas frente a espejos simbólicos, que en el caso del narrador – protagonista le fueron robados cuando sus padres fueron desaparecidos por fuerzas que – para el niño que era – resultaban incomprensibles.

Hay un juego universal que, generación tras generación, ayuda a los niños pequeños a elaborar la angustia que les produce perder de vista, no tener continuamente presentes, a sus padres. En la Argentina casi todos lo jugamos diciendo: “¡Cuco!” y, tras la pausa, “¡Acá, está!”.

A los hijos de las víctimas del terrorismo de Estado la dictadura genocida les robó la posibilidad de seguir jugando ese juego que ayuda a crecer. De los dos tiempos del juego, los dejó anclados en uno, el del Cuco.

Espeche – aunque no lo diga explícitamente – no lo ignora y lo resuelve magistralmente en un momento muy logrado de su relato. Cuando el narrador – protagonista comienza su descenso hacia el fondo del pozo, fuera de él quedan sus hijos, a quienes escucha decir, jugando: “papi sube, papi baja”.

Tal vez sea un hombre más completo – un padre que ha podido encontrar algo más de su padre en su descenso hasta el fondo del abismo – el que retorne de esa búsqueda para decirles: “¡Acá está!”.

 

Presentación virtual:

🗓️ 11 de diciembre | 🕖 19:00 h

📌 Por Zoom: https://bit.ly/2JycK1I

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