Decía Aristóteles: el hombre es un animal político. Pero puede que sea un animalito a secas. Y que este domingo, entre pandemia, pospandemia, desazón, estupidez, comodidad, rabia y grasitud –y dadas las opciones- vote como un chancho.
And for all the little piggies
Life is getting worse,
Always having dirt to play around in.
Piggies/ Cerditos. The Beatles.
Para entrar en materia. Según las estadísticas oficiales, en Argentina, hasta el 30 de julio pasado, fallecieron 130.472 personas por COVID-19. En EEUU fueron 1.170.864 muertes. En el mundo, 6.776.000 y muy seguramente hay subregistros graves de los fallecimientos, no solo en algún rincón remoto africano sino bien adentro de Occidente. El total de muertos en nuestro país equivale a un promedio entre la población total de Pergamino y la de todo el partido de Tandil. El total de muertes mundiales supera por poco a la entera población de Paraguay y casi que duplica la de Uruguay.
Pero es como que aquí no ha pasado nada.
Ustedes recuerdan algunas cosas peculiares que sucedieron cuando el mundo estuvo cerrado por pandemia. Se despejaron los cielos, hubo menor polución, aparecieron especies de animales donde se supone que no debían. En Nordelta la gente que habita maquetas se las vio de frente con feroces carpinchos. Este cronista, con un precario permiso de circulación camino a la costa atlántica, no solo se conmovió por el paisaje de rutas desiertas (bello planeta sin gente, experiencia mística con la música puesta en el auto) sino por el avistamiento de ñandúes en la pampa temprana, cuando se supone que los ñandúes debían estar más al sur.
Todos dijimos: qué genio el planeta que apenas nos retiramos se recupera de las ruinas que dejamos.
Pero es –casi siete millones de muertes después- como si la pandemia no hubiera sucedido, como si en el diario no hablaran de ti y ahora nos dedicáramos a otros estruendos, como la malaria o la guerra en Ucrania. Según la BBC la guerra causó 25 mil muertes rusas, por lo bajo. Las cifras son absolutamente controversiales. A principios de año un jefe de Estado Mayor del ejército noruego afirmó que en casi un año de enfrentamientos la guerra causó cerca de 180.000 muertos o heridos en las filas del Ejército de Rusia, y 100.000 del lado ucraniano, además de 30.000 civiles fallecidos. Cuantos muertos y cuántos heridos en el relativo eufemismo “bajas”, imposible saberlo. Hablamos, algo, de esas víctimas y no de las de la pandemia.
Como sea, aun con subregistros o malos registros, sí sabemos que la pandemia dejó esos casi 6,8 millones de muertos. Pero, como decía Videla sobre los desaparecidos, no están, no existen, son una entelequia.
Luego sucedió lo que escribió el español Bernardo Gutiérrez y Socompa publicó ayer mismo: “Después de la pandemia, esa bomba llamada normalidad parece haber sepultado los gemidos del fin del mundo que un día llegamos a sentir”.
No es tanto sino exiguo lo que se pensó o escribió acerca del impacto de la pandemia en los comportamientos “políticos” de las sociedades (luego aclararemos el porqué del uso de las comillas), aunque sí se reiteró esto: casi todos los gobiernos que afrontaron o no la pandemia perdieron las elecciones. Armen fila. Fin de la reflexión.
Tampoco se publica ni se discute casi nada sobre la pospandemia y sobre las extensas, fieras secuelas y pálidas que la pandemia dejó en centenares de miles o nuevos millones: problemas cardiorespiratorios crónicos, “niebla mental”, desarreglos auditivos y gustativos, enormes dificultades para retomar la vida, la laboral o la que fuera, insomnios, amnesias parciales, problemas en el habla, depresiones de importantes a graves y muy graves, cantidad de malas novedades psiquiátricas.
Uno se entera de esas cosas cuando va al médico, cuenta tal síntoma o padecimiento enigmático, y con absoluta normalidad (y algún cansancio) el médico dice “Ah, sí. De eso hay mucho después de la pandemia”. Pero en los medios no hablan de ti y los gobiernos tampoco. No sabemos lo que pasó con las familias, las parejas, los jóvenes (de esos sabemos un cachito más y lo que sabemos es doloroso), las psiquis y los mundos afectivos de todos.
Supongamos que, de mínima y aunque lo neguemos, la pandemia nos dejó más tristes, más pesimistas, más aislados, más escépticos, poco confiados en el futuro y en mundo y en el otro (“El infierno son los otros”), ¿eso debe leerse “políticamente”? ¿Hay un voto pospandemia? ¿El recrudecimiento de las derechas y extremas derechas es –entre otros factores- un efecto pandemia? ¿Deben estas cosas pensarse “políticamente”, “ideológicamente”? ¿O todo se nos escapa de las manos? ¿Sabemos pensar lo que sucede?
Este domingo, bajoneados, ¿qué onda? ¿Vamos a votar a unas PASO algo ridículas o se quedamo’ en casa? Si vamos, ¿votamos en blanco? ¿Hay alguien ahí que vote con fe, con esperanza, con alegría?
Unos siglos después…
Hay una preciosa película de animación de Pixar, ya de Pixar/Disney del año 2008, que se llama WALL.E, o WALL-E. Como otras películas de Pixar, ésta en particular tiene la virtud de entretener y o servir a niñes & adultes. Eso sucedía con grandes obras: la Alicia de Lewis Carrol, el Gulliver de Swift. Hay algo de maravilloso en ese logro, en ese milagro literario.
El argumento de WALL.E es el que sigue, una distopía más, y vamos los niños que van a los cines. En un futuro la humanidad –lo que haya sobrevivido de humanidad- dejó la Tierra porque la Tierra es un desierto de escombros sin aire, sin nada, sin vida orgánica. WALL.E, uno de los personajes centrales de la peli, es un robot simpático y más bien petiso que todavía funciona, dedicado a recoger y comprimir escombros y basuras y a alinear todo de manera simétrica. También se interesa –por curiosidad natural o artificial- en mínimos objetos de origen humano. El nombre WALL.E viene del inglés: Waste Allocation Load Lifter-Earth class. Cuestión que WALL.E se dedica a estos menesteres mientras lo que sea que queda de humanidad –pasaron siglos- habita un crucero espacial de lujo, el Axioma. Esos humanos que habitan la nave y sorben jugos y comen y comen y consumen son repulsivos. En el mucho tiempo transcurrido los pasajeros degeneraron hasta lucir un modelo de la obesidad extrema. Son perezosos, inútiles, blandos, bastante tontos, atendidos por máquinas. Si se caen de donde sea son incapaces de reincorporarse.
Es obvio que la peli no habla de un futuro lejano.
Cosa interesante, al googlear sobre la peli encontré este precioso comentario con cita de un tal Antonio:
“(la peli) A mí me recuerda a este párrafo de George Orwell en El camino de Wigan Pier:
‘La tendencia del progreso mecánico es, pues, frustrar la necesidad humana de esfuerzo y creación, al hacer innecesarias e incluso imposibles las actividades de la vista y de la mano (…) ¿Por qué seguir usando las manos? ¿Por qué seguir usándolas incluso para sonarse la nariz o para sacarle punta a un lápiz?
Seguramente sería posible adaptarnos a los hombros algún aparato de acero y goma que hiciera todas estas cosas y dejar que los brazos se fuesen anquilosando hasta convertirse en muñones de piel y huesos (…) En realidad no existe ninguna razón por la que una persona hiciera otra cosa que comer, beber, dormir, respirar y procrear; todo lo demás podría hacerlo la máquina en su lugar. Por tanto, el fin lógico del progreso mecánico es reducir al ser humano a algo parecido a un cerebro en una botella. Esta es la meta hacia la que ya nos estamos moviendo, aunque, por supuesto, no tengamos intención de llegar a ella, de la misma manera que un hombre que se bebe una botella de whisky cada día no tiene el propósito de contraer una cirrosis hepática’”.
Qué pedazo de párrafo, amigo trotskista Orwell.
150 años atrás…
Escrito en 1937, El camino de Wigan Pier es un relato sobre lo que vio Orwell en un viaje por el norte de Inglaterra para saber más sobre las condiciones de vida de la clase obrera en las zonas más industrializadas del país. Tiempos Modernos de Chaplin es –caramba, carambísima- justo de un año antes. Metrópolis de Lang es de 1927, diez años antes. Un mundo feliz, de Huxley, es de 1932. Y todavía antes, un Verne mucho más pesimista y sombrío que el Verne joven, escribió novelas con críticas y advertencias contra el desarrollo tecnológico, el capitalismo y los capitalistas, el imperialismo: El eterno Adán, La impresionante aventura de la misión Barsac, la triste historia de El faro del fin del mundo y la aún más desencantada Los náufragos del Jonathan (1987), en la que fracasa también el ideario anarquista.
Ya ven ustedes que llevamos más de un siglo de distopías y no sirvió para nada si se considera que en julio, hemisferio norte, hubo temperaturas de más de 40 grados de Francia a China y que en España se quemaron las cosechas por falta de agua, tal como sucedió con nuestra sequía y que Montevideo se quedó sin agua y que de la Antártida se siguen desprendiendo icebergs del tamaño de provincias.
¿Qué sucede con estas cosas –este futuro– cuando la gente vota?
¿Qué sucede cuando, homenajeando a los Sex Pistols, medio mundo canta interiormente No future?
¿Qué era lo que cantaban los Sex Pistols en 1977?
God save the queen
The fascist regime
They made you a moron
A potential H bomb.
Cerebros fofos como chanchos
Hay muchas cosas que sabíamos sobre la humanidad y su degradación, y la del planeta, 150 años antes de las redes sociales, si es por situarnos en la humanidad en marco histórico capitalista. Hoy creemos saber bastante sobre los nuevos daños, graves, causados por las redes sociales de las que –al estilo algo apocalíptico y culposo del coreano Byung Chul Han- en teoría somos parte y malditos cómplices. Según el coreano-germano nos autoexplotamos como idiotas o algo parecido. Según la mayor parte de los alarmados por los efectos de las redes sociales –críticos no necesariamente “por izquierda”- las redes nos vampirizan por ofrecer gratificación instantánea a nuestro narcisismo y esa búsqueda fácil y haragana de gratificación inmediata la buscamos en la vida y no la encontramos y entonces, zás, bajón, amargura, incertidumbre, inseguridad. Reventamos como chanchos.
Las redes –decimos todos o casi todos- potencian los peligros de la polarización y los discursos de odio. Los discursos de las redes son no solo odiosos sino absurdos. Las redes son el imperio de la no racionalidad, el fin de la argumentación, las fake, la ignorancia oceánica, el terraplanismo, el aislamiento, la fragmentación, nuestros cerebros –diría Orwell- metidos en una botella, solo que ya fofos y marchitos.
Agregaría Ignacio Ramonet -Socompa fresco de hace unos días- que la desconfianza radical en ciertas racionalidades, la conspiranoia, el miedo al desclasamiento, son algunos de los fenómenos que nos llevan a la extrema derecha.
Añadiría por su lado el filósofo escritor Amador Fernández-Savater (Socompa no tan fresco, de hará un par de meses):
“Llevado esto mismo al plano político, el problema es que la izquierda no sabe qué hacer con los cuerpos. Cree que el cambio es cosa de pedagogía, de moral, de argumentos, de explicaciones, de números, de gráficas, de relatos, de significantes, de imaginarios. Es profundamente idealista. Un verdadero materialismo no puede pasar más que por los cuerpos y sus pulsiones. No es que la gente sea mala, tonta o esté desinformada. No se trata de comunicar mejor, tener más medios o presentar bien los números. La ola reaccionaria se expande gracias a la crispación de los cuerpos”.
Y el italiano Giuliano da Empoli diría esto otro.
“Todas las encuestas indican que la gran mayoría es relativamente indiferente al hecho de ser vigilada y al uso de sus datos personales. Y esto no se debe tanto a una ignorancia del fenómeno ni de sus resortes, sino a otra razón mucho más decisiva: la comodidad. El entorno confortable que garantizan las nuevas herramientas digitales es el bien supremo a cambio del cual la privacidad parece un sacrificio insignificante. La fluidez, el placer garantizado de una vida sin fricciones sobre la que nos deslizamos como patinadores sobre hielo, la guía de algoritmos que liman las asperezas y muestran el camino son la gran promesa de la vida digital. He aquí la razón por la que su alcance es tan poderoso y resiste toda crítica”.
Mirá vos, la “comodidad”, algo tan vulgar, tan berreta, convertida en alta categoría sociológica y filosófica.
¿Vamos, los pibes?
Y ponele ahora, escribiendo muy atrevidamente, muy riesgosamente, ¿qué pasa si aplicamos la idea de gratificación inmediata, yoísmo y comodidad a esa ancha ola de jóvenes de ¿20 a 35?, más bien clase media, de los que también se habla poco en los medios, esos que si son pibes van masivamente a hacerse la vasectomía o se lo están pensando, mientras que las pibas se niegan a la maternidad o son reticentes con argumentos tales como no voy a traer a un bebé para que sufra en un mundo ya superpoblado, no le hago ningún favor al mundo. O bien, simplísimo y cruelmente comprensible: no tengo/ tenemos la guita para mantener un pibe, no llego ni a medio alquiler. O bien: no quiero perder mis libertades. O sencillamente: no tengo el deseo de “maternar”, ese deseo normalizado (¿y si lo que pasa es que estás tristona y se entiende?). O bien, como supe personalmente, el pibe que dijo no quiero tener hijos, no quiero perder el foco en mí. Literal.
Mundos afectivos, pesimismo y política. Qué sé yo. ¿Y si resulta que detrás de ese priorizarse a uno mismo y no tener la suficiente alegría de vivir como para proyectarse (¿mandato cultural o biológico?) en un hijo eventual hay una componente no solo de insatisfacción, de mundo del orto, sino también de egoísmo de época? Esos pibes y pibas te pueden votar al FIT, a Grabois, en blanco, a Massa, al Pelado y de pronto, quién te dice, te hacen la gran Milei con sus vidas y a la vez te censuran con mil reglas de corrección política: feministas, multigénero, poliamor, mega diversidad, multiprocesadora, 5×1, te cancelo.
-¡Pá! ¿A vos te parece escribir estas cosas? ¿Te parece, en medio de una nota, y con la excusa de contar una peli, escribir mal sobre la gente obesa? ¿Qué sos? ¿Gordofóbico?
¿Serían tan amables de permitir escribir estas cosas y no lanzar obuses cargados de corrección política?
La corrección política, otro fenómeno que normativiza, que reprime, que censura, que nos hace perder sentido crítico, que aburre un montonazo, ya irrita y nos achancha. No hubiera existido el comediante Leny Bruce con corrección política, ni Urdapilleta, ni Monty Python, ni Arlt ni nada de nada y somos tan políticamente correctos, tanto nos achanchamos y aburguesamos, mientras la derecha nos garcha trasgrediendo al menos en las formas (el graznido), no el fondo. Y nosotros, incapacitados para levantarnos, para hacernos escuchar como sí Milei, inútiles como los pasajeros gordos del crucero Axioma, en la película WALL.E.
Obesos, sí
Obesos estamos, como los pasajeros de aquel crucero espacial. Chanchos estamos, de un lado y del otro. Pesarosos. Temerosos de votar en blanco pese a la bronca para no favorecer al enemigo. Grasas estamos. Grasa militante. Esperamos a que Cristina nos diera todas las respuestas, muy cómodos nosotros. Y enfrente trincheras odiosas con alambres de púas. Bullrich con casco, Milei con casco, Rodríguez Larreta con casco. ¡Va a ser hermoso reprimir! ¡A por sangre! Todos ellos también con su egoísmo, y su odio, su ceguera, y sus ideas ya cargosas, ideas marchitas. Vayamos y repriman. Así votamos. ¿Esto es “político”? ¿Esto es “ideológico?
Todos, ya fofos y marchitos, crepusculares. Consumiendo distopía a lo pavo, distopías como hamburguesas chorreantes, en las plataformas, como los obesos de Axioma. El cerebro como lo imaginó Orwell: temblando en una sandwichera de vidrio, como la ciudad de Kantor, salvada de culo del planeta Krypton, la ciudad miniaturizada que Superman vigilaba de tanto en tanto en la Fortaleza de la Soledad (casi escribo Trantor, la ciudad planeta de Asimov, capital del Imperio Galáctico).
Aquellos sobres de votación con mortadela o papel higiénico (usado) del post-2001 nos dieron la pista: votamos como cerdos.
Estamos ultra exagerando a posta, descuiden. Es un ejercicio, simulacro.
Es que el voto de ese domingo nos tiene raritos.
Vivimos una vida de mierda, sedentaria, grasosa, alta en colesterol. Vivimos felices/infelices como chanchos chinos alimentados con soja argenta.
Esto ya parece un panfleto de Enrique Symns.
Así votamos, bostezando panfletos o indiferencias rabiosas.
¡No me quites el control remoto!
Aunque las cosas pueden remontarse al año 1898 y Nicolás Tesla, o al París de 1903 y un dispositivo curiosamente llamado telekino, el primer control remoto diseñado para manejar la tele fue desarrollado en los primeros 50 del siglo pasado por Zenith. Aquel primer artilugio se unía a la tele con un cable largo y la gente angloparlante lo llamaba Lazy Bones, lo que literalmente significaría “huesos perezosos”, pero más coloquialmente sería “vago del orto”. Y aunque los consideramos nacidos con el Big-Bang, los controles remotos que hoy conocemos y con los que criamos panza, solo se generalizaron a fines de los 70 o más. Antes de eso había que discutir pesadamente en familia quien se levantaba para cambiar de canal o darle más brillo a la pantalla o mover la antena, ponerse de pie, tocar la tele y que la tele, para colmo, te diera una patada (de ahí la vieja expresión “guarda que patea”).
¿Qué sería de nosotros, chanchos del orto, que no queremos ir a votar este domingo por indiferencia, fiaca o bajón, si de un saque nos quitaran, ponele, el control remoto, el delivery de la pizzería que está a media cuadra, si volviera el teléfono de baquelita (otra a vez a levantarse al grito de ¡¡¡Riiiiing!!!”, “¡¡Teléfono!!, “¡¡¡Che, alguien que conteste!!!”), y qué sucedería si en lugar de contar cada uno con mil megas de wi-fi volvieran a casa los primeros módems telefónicos con aquel largo crepitar metálico –criiiiiii- que demoraba diez minutos para conectarte. Nos derrumbaríamos como sociedad, infarto de masas.
Venimos muy frágiles, muy golpeados.
De un lado y del otro.
El villero, el cana, el cuentapropista, el precarizado, el profesional con 30 años de laburo y ninguna flor, el médico y la psicoanalista a los que OSDE y demás prepagas les cagan la vida, el estatal, los docentes, el ciclista esforzado de Rapi, el cartonero, los del call-center, el que quiso dedicarse (y vivir de) a alguna forma de las bellas artes, el vecino con alguna guita que de veras le tiene terror al fierita con visera, la jubilada hecha percha, aterrada ante la pantalla del cajero automático.
Todos encerrados en su sórdido mundo interior, todos ensimismados, todos desqueriendo al prójimo, repudiando a Dios, Moisés y la Biblia.
Esto que no es amor, esto con lo que votamos, ¿es político? ¿Es ideológico?
Qué pena por los pibes, por nuestros hijos.
Hubo un tiempo que fue hermoso (y fui libre, ¡de verdad!): el amor vencía al odio.
-¿Votamos a Miriam Bregman?
-Si fuera como diputada, pero la boluda se postula a presidente.
Civilización o barbarie. Massa o el Horror. ¿Massa es un horror? Flan con dulce. Fresco y batata. Martingala. Cambalache. Calla Cristina.
Dónde está la ciudad en la que alguien silbe un tango.
¿Esto es política? Izquierda, sesudos, eruditos, Cristina FK, Bill Gates, gurúes, señora directora, asociación cooperadora, diputado que me precedió en el uso de la palabra: ¿esto es política? ¿Cómo salimos?
Pregunta Amado Fernández-Sánchez:
“¿Cómo vamos a reactivar hoy la potencia de un Eros social, en medio de las ruinas que deja la guerra cotidiana de todos contra todos? Es políticamente la pregunta más difícil, más urgente”.
Suponiendo que fuera política.