Hijo sufrido del viejo Sur aristrocrático estadounidense, padrazo de la modernidad literaria made in USA, premio Nobel si eso fuera necesario, a William Faulkner se ha dejado de leerlo. Ante semejante pecado, Socompa ofrece una semblanza de su vida y el bonus-track de una guía de lectura.

Cada vez menos leído, sobre todo por la generación Tik-tok que tiene grandes dificultades con las frases largas, sin puntos ni comas y con cualquier texto que exija gran concentración, y mucho menos traducido –gracias a la tiranía de las grandes casas editoriales que tienen bajo llave sus derechos de autor y no se molestan en invertir en nuevas versiones de sus textos; William Faulkner es en el siglo XXI una influencia remota que adora una minúscula secta de fanáticos y un bocado para paladares negros que es muy difícil de encontrar en el menú de nuestras castigadas librerías. Vaya pues aquí una semblanza en su honor, ¡para que no decaiga!

Faulkner nació un 25 de septiembre de 1897, en Oxford, Mississippi, cuando ya la gran guerra civil había terminado y con ella el universo del majestuoso Sur que sería su casa emotiva y literaria. Su familia, heredera de la vieja aristocracia que ya nunca volvería a ser lo que una vez había sido, pronto le enseñó que había que burlarse del tiempo porque era infinito y no tenía límites y siempre podían volver los viejos fantasmas derrotados por la muerte y la guerra y todo era circular en el mundo, todo menos el Mississippi, ese rio/eje que habría de transformarse en protagonista de tantas de sus novelas.

Tal vez porque nadie tiene más conciencia de los límites que un aristócrata derrotado por la guerra, pronto tuvo que aprender a vivir sin los viejos esplendores, dejó los estudios y comenzó a trabajar en el banco de su abuelo, hasta que llegó la Primera Guerra Mundial y William se quiso sumar pero el ejército de EEUU lo rechazó por su baja estatura. Entonces se fue a Canadá, terco como todos los de su raza, y se incorporó a la Fuerza Aérea, como si volar en el tiempo en que los aviones eran apenas un experimento, fuera el modo más fácil de decirle a todos que él no era ese hombre tímido que todos veían, ese joven que hacía un terrible esfuerzo para hablar y que apenas si podía conectarse con los demás. No, él era un soldado, un soldado que volaba. Cuando la guerra acabó él no había entrado todavía en combate.

Cuando regresó todo había cambiado, aunque los suyos aún seguían hablando con admiración y nostalgia de ese otro mundo desaparecido más de medio siglo atrás, ese mundo de esclavos, plantaciones y mansiones afrancesadas que estaba destinado a transformarse pronto en “su” mundo, ese que lo necesitaba a él para que lo contase de una vez y para siempre. Él también había cambiado. Aunque seguía siendo el joven tímido que apenas alzaba la voz para hablar, ahora escribía poemas y leía todo lo que encontraba a su paso y no quería trabajar. “Una de las cosas más tristes es que lo único que puede hacer un hombre durante ocho horas al día, un día tras otro, es trabajar”, le escribe a su amigo el crítico literario Malcom Cawley “No podemos comer ocho horas al día ni beber ocho horas al día ni hacer el amor ocho horas al día – todo lo que se puede hacer ocho horas al día es trabajar. Esa es la razón que hace que un hombre sea él mismo y haga a los demás miserable e infeliz”.

Un escritor de Oxford, su pueblo, le consigue trabajo en Nueva York, en la librería de Elizabeth Prall, la que más tarde sería la esposa del escritor Sherwood Anderson, y decide abandonar el Sur. Pero la Gran Manzana lo intimida y entonces regresa a probar suerte en Nueva Orleans. En 1925 se instala en el Vieux Carré, donde comienza a escribir frenéticamente, entre los viejos balcones de hierro forjado y el aroma del trópico que le recuerda su casa natal. Anderson lo ayuda a publicar su primera novela, La paga de los soldados, un ejercicio de realismo atroz que plasma sus recuerdos de la guerra y que le abre la puerta a una pelea histórica con el ya célebre Sherwood, y en unos meses él está ahí, sentado sobre su opera prima y ya sin amigos, otra vez, el gran padre William, solo con sus fantasmas sureños.

París era una fiesta (de la vanguardia)

Harto de ser y parecer un extraño en un mundo ajeno, se marcha a Europa, emulando esos viajes de los intelectuales aristócratas del siglo XIX que siempre soñó ser y que nunca pudo. Viaja por Italia, Inglaterra, Francia y se instala en París donde bulle la gran vanguardia del siglo, donde lee a Joyce y se fascina con el gran irlandés al que ve con frecuencia en un café del Barrio Latino, pero al que no se anima ni siquiera a saludar.

Cuando regresa a casa el mundo que se ha construido fatigosamente desde la Gran Guerra se vuelve a derrumbar. Corre 1929 y las bolsas de valores queman las viejas y las nuevas fortunas, cuando él publica Banderas sobre el polvo, (con el título de Sartoris, una de las grandes familias de su mundo literario) una novela cuyo escenario es el Sur, ese Sur con mayúsculas que ya se transformará en su territorio literario. El libro logra que los críticos descubran al gran escritor que asoma por primera vez, poseído, endemoniado por ese torrente de palabras que no puede parar. Y bajo ese influjo, que nunca lo abandonará, en apenas unos pocos y endemoniados meses, escribe ese íntimo homenaje al Ulises de Joyce que es El sonido y la furia y que, ahora sí, los pone a todos de rodillas, porque el gran genio del modernismo norteamericano ya está ahí.

Faulkner dándole a la máquina. Hombre de pocas palabras habladas y de torrentes de las escritas.

 

Él no se conforma ni se detiene con el éxito y en los próximos dos años produce dos nuevas obras que contribuirán al nacimiento del mito: Mientras agonizo (1930), la historia brutal de una familia de pobres desgraciados que lleva a su madre muerta en un carromato en medio de una inundación del Mississippi, construida sobre los monólogos cortos y certeros de cada uno de sus miembros y Santuario, que publica en 1931, un policial negro, negrísimo, que escribe sólo con fines comerciales pero que pronto se transformará en un clásico de su género.

Bourbon y Hollywood, un roto corazón

Entonces llega Hollywood a golpear su puerta y el gran Howard Hawks, el célebre director de cine, le pide que escriba para él. En esos años comienza a beber. Bebe como si fuera el rio el que entra por su boca, de a periodos, como si se tratara de apenas una temporada de lluvias, bebe y bebe sin parar hasta caer en coma, hasta dar lástima y pelearse con todos, incluso con su flamante mujer, Estelle Oldham, su novia de juventud con la que se ha casado en 1930, y de cuyo vientre nació Alabama, una niña que apenas vivió unos días y cuya muerte le produce una desazón que ahonda sus problemas de alcoholismo.

La catástrofe familiar le impone una pausa que aprovecha para madurar la próxima obra maestra y para volver a nacer, gracias al nacimiento de su hija Jill, que le traerá de nuevo fe y esperanza, dos materiales de los que están hechos también sus mejores textos. De esa vida y esa muerte surge Absalón, Absalón, la novela que le confirma a los aún incrédulos que el gran padre William ha llegado y que está en el Sur pariendo la gran literatura americana del siglo. En ella cuenta la historia de la familia Sutpen, una dinastía maldita de “nuevos ricos” del siglo XIX, una obra que tendrá una gran influencia en los años siguientes en escritores como Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez, que se quedarán fascinados con el modo en que Faulkner va construyendo ese universo total que es el condado de Yoknapatawpha, escenario de la mayor parte de sus obras.

La experiencia en Hollywood acaba mal. Estelle se entera de sus amoríos con la secretaria de Howard Hawks, Meta Carpenter y él responde con litros y más litros de alcohol, que lo llevan a internarse en 1936 en una clínica de desintoxicación y a sentir que el gran torrente de tinta y sangre se ha detenido y que, aunque puede seguir escribiendo obras magníficas, ya no volverá a aquellos años dorados en los que en apenas 24 meses parió tres monstruos literarios sagrados, ya no.

La consagración

En los próximos años los norteamericanos dejan de leer sus libros y hasta parece que lo han olvidado hasta que llegan los europeos a rescatarlo. En 1949 gana el Premio Nobel de Literatura y sí, ahora sí, el gran padre William ya está en los cielos. Sus amigos fatigan para convencerlo de que vaya a Estocolmo a recibir el premio y cuando llega y comienza a leer su discurso lo hace en voz tan baja que nadie lo oye. Pero cuando el texto se publica todos caen rendidos ante su genio. Los que escriben, dice en ese célebre discurso, “hoy olvidan los problemas del corazón del hombre en conflicto consigo mismo que es el único modo de crear una buena literatura, porque sólo eso merece la pena ser objeto de la literatura, sólo eso merece la agonía y el sudor”.

Con el dinero del Nobel pone en pie la Fundación William Faulkner con la que otorga becas a estudiantes pobres de Mississippi y a escritores latinoamericanos y la influencia y la palabra del gran padre comienzan a esparcirse por el mundo. Hasta que un día de junio de 1962, cuando tiene apenas 64 años, sale a dar un paseo a caballo y se cae. Se cae un 17 de junio de 1962 y comienza a sentir un profundo dolor, un dolor que le sube por el pecho y se instala durante varios días, un dolor viejo como los muros de las mansiones de los Sutpen y los Sartoris, como las casas miserables de los Snopes y de los Coldfield y de los Compson, sus más célebres personajes, un dolor que ya no se va, y el 6 de julio de 1.962 el gran padre William muere, si es que puede llamarse muerte a ese ataque de corazón que acaba con su vida, y el mundo de la carne y la sangre y los huesos se derrumba ya para siempre, sólo para que el otro viva y se instale y se quede ahí con nosotros.

Poco antes había expresado un deseo acerca de cuál quería que fuera su epitafio. “Mi única ambición, como persona reservada que soy, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y a mi epitafio, sean ambas: Compuso libros y murió”. Amén.

Guía de lectura para neófitos

Al universo de Faulkner sólo se puede entrar en secuencia. Aquellos desafortunados que por desconocimiento comenzaron con El sonido y la furia terminaron huyendo despavoridos. Por eso en Socompa nos permitimos hacer una pequeña guía para no perderse en esas pantanosas tierras del gran Sur.

Para hacerse una idea del estilo y el ambiente, vaya pues de primer plato la monumental Santuario. El género policial ayuda a simplificar la estructura y prepara el terreno para lo que vendrá. Ya dispuestos al deslumbramiento, vale la pena meter nuestros ojos dentro de Luz de agosto. Si el plato fue bien digerido, se puede continuar con Mientras agonizo (evitar la traducción de Anagrama, tratar de conseguir la de Cátedra. Son el día y la noche).  Y hablando de traducciones, a continuación, bien vale la pena tratar de obtener Las Palmeras Salvajes en la inolvidable versión de Jorge Luis Borges (una joya casi extinta en las librerías pero que algún amigo fanático seguramente tendrá).

Y ahora sí: si llegaron hasta aquí y están embalados, le toca el turno a la más grande todas (a mi modesto entender, claro está): ¡Absalón, Absalón! Si pasan la prueba, ya están listos para El sonido y la furia, la más compleja de sus obras, sobre todo por ese inextricable capítulo inicial y su famoso monólogo. Y ya vueltos expertos, no se puede uno perder esa joya que es la trilogía de El villorrio, La Ciudad y La Mansión, en la que se cuenta la historia de una de las más célebres familias del pago. El Réquiem para una mujer, una rareza que mezcla la técnica del teatro con la narrativa y que es una especie de epilogo de Santuario, escrito muchos años después, es tal vez la mejor frutilla que se le puede poner a este postre faulkneriano.

Buen provecho.