La periodista uruguaya María Esther Gilio, que hizo un arte del género de la entrevista, conversó con Manuel Puig en Río de Janeiro en 1986. Un año antes, el autor de La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) y The Buenos Aires affair (1973), había realizado la adaptación para cine de El beso de la mujer araña (1976). El resultado, una entrevista imprescindible que Socompa rescata bajo su título original.

Cada vez que pasaba por Río de Janeiro, por tres años, llamaba a Manuel Puig para hacerle una entrevista. La respuesta era siempre la misma: “No me siento bien, estoy muy resfriado”. O “Estoy con angina y fiebre”. Hasta que encontré el argumento definitivo: “Me quedo hasta que se le pase”. “Mire que a veces me dura 10 ó 15 días.” “No importa, yo espero.” Tres días más tarde estaba subiendo las escaleras de su departamento en Leblon, a dos cuadras de la playa, en una calle ciega sombreada de viejas mangueiras.

–Si le toca un periodista testarudo, su argumento puede resultar peligroso –le dije.

–¿Y si yo no me hubiera mejorado en un año? –dijo con aire paciente.

–Le estoy mirando la cara y sé que no habría podido vivir de la culpa. Fíjese que apenas aguantó tres días.

–¿Qué le parece si empezamos por su infancia, en esa lejana provincia que para muchos es La Pampa?

–No, no. No quiero hablar de mi infancia. Ya hablé mucho.

– Resulta difícil hacer una entrevista a un escritor sin hablar un poco de su infancia.
–Sí, yo entiendo. Pero es que no quiero, no quiero ir para atrás, tan lejos. No quiero.

–Lo único que me puede convencer es que ir para atrás lo ponga triste.

–No sé, no sé si es eso. No sé –dijo con una voz tan melancólica que para mí fue evidente que era eso. Luego supe que ese tono que usa muy a menudo nada tiene que ver con el dolor sino con una especie de cansancio y desinterés en hablar sobre sí mismo.

–Está bien, dejemos su infancia. ¿Cuándo descubrió que quería escribir?

–Después de que tenía empezada la primera novela.

–Eso es muy extraño. ¿Y cómo empezó?

–Yo quería hacer cine. Hacía guiones con temas muy escapistas en general que, además, copiaban películas de Hollywood y que, además, no gustaban a nadie.

–Salvo a usted.

–No, a mí tampoco. Menos que a nadie.

–¿Y por qué los hacía?

–No sé. Mientras los hacía me gustaban. Pero cuando los terminaba me daba cuenta de que había algo que no funcionaba.

–¿Eso le ocurría siempre? ¿Por qué insistía?

–Porque escribía rememorando películas que me habían dado mucho placer.

–¿Cuáles eran las películas?

–Aquellos grandes dramas de fines de los treinta y principios de los cuarenta. Rebeca, por ejemplo.

–¿Algunas francesas?

–No, esas no llegaban allá.

–La mujer pantera, claro.

–Esa es posterior. Con aquella actriz que tenía cara de gata, Simone Simon. En esa época alguien me aconsejó que hiciera guiones sobre experiencias más personales. Ahí pensé en una historia de mi adolescencia y también de mi infancia, los amores de un primo mío.

–¿Qué edad tenía en ese momento?

–Ya era grande. Estaba por cumplir 30 años y tenía que resolver mi situación económica. Vivía en Roma y estaba cansado de lo que hacía.

–Quiere decir que tomó el oficio de escribir para resolver su economía. Eso es muy curioso. Es común a los escritores que pasen hambre, antes de vivir de lo que hacen.

–Tenía un buen manejo del lenguaje porque mi trabajo consistía en hacer traducciones de subtítulos para cine. Confiaba en que podría escribir y vender. Traducir para cine no es fácil. Hay que acortar los diálogos guardando la esencia, adaptar el humor de un país al otro y otras cosas. Toda mi actividad estaba vinculada al cine, pero nada de lo que hacía en cine era lo que realmente hubiera querido.

–¿Qué pasó cuando se enfrentó a un material real como los amores de su primo?

–No me ubicaba. Decidí entonces hacer una especie de bosquejo previo de cada personaje a fin de aclarármelos. Ese bosquejo tampoco sabía cómo hacerlo. Lo que sí tenía claro en la memoria era la voz de los personajes. No sabía tampoco si quería hablar de los personajes en tercera persona.

–¿No sabía?

–No. Hablar en tercera persona significaba juzgarlos y esto me resultaba antipático. Lo que sí me pareció posible fue comenzar a registrar la voz de cada uno de ellos.

–Quiere decir el habla, las palabras.

–Sí, sí. Las palabras, y los pensamientos. Para empezar pensé escribir una hojita con las cosas que decía una tía mía, pero esa voz empezó a dictarme y ya no pude parar. Escribí de un tiro treinta páginas.

–¿Y qué cosas decía la voz de esa tía?

–Cosas de entrecasa, banalidades, cosas cotidianas. ¿Qué hacer con esto?, pensé. Extractar algo, tal vez. Sin embargo, no. Lo que resultaba expresivo era la suma de las banalidades. La acumulación. Y eso no era un material cinematográfico. Eso era literatura. Así seguí haciendo hablar a algunos personajes hasta que pasé a otras formas de expresión.

–Siempre evitando la tercera persona.

–Sí, decididamente me chocaba la tercera persona.

–¿Por la razón que me dijo, únicamente?

–También era algo que tenía que ver con la pérdida del idioma español.

–¿La pérdida en qué sentido?

–En el sentido del español castizo. Se me planteaba el problema de cómo pasaría el lenguaje argentino de los personajes al español castizo de la tercera persona.

–¿Usted piensa que debía hacer ese pase, que debía abandonar su lengua?

–No, no sé, creo que en el fondo eran pretextos. Creo que la verdadera razón era una resistencia a juzgar a los personajes colocándome en el lugar de la autoridad.

–Más que un dios creador quería ser un testigo.

–Sí, quería saber por qué habían sucedido ciertas cosas en mi infancia.

–Y la manera de saber era relatarlas.

–Sí.

–Es decir que registraba la historia a fin de entenderla. Entonces lo que llega primero es la historia.

–Más que la historia, los personajes. La anécdota se deriva del carácter de los personajes. Si se colocan varios personajes juntos y se los conoce bien, uno sabe qué hará cada uno de ellos.

–¿Cómo trabaja? ¿Con regularidad, con horarios, sólo cuando tiene ganas?

–Con regularidad. Y no puede ser de otro modo. Cuando uno hace novelas tiene que ser así. Trabajo todos los días. Y todos los días tengo la misma resistencia a sentarme y seguir.

–Quiere decir que, para usted, escribir es un trabajo.

–Por lo menos me demanda un enorme esfuerzo. Creo que hay allí, en esa resistencia a empezar, cada día, el terror a la página en blanco, el terror de equivocarme. La cuestión es que hay, antes de sentarme, una hora o dos, en que doy vueltas y vueltas y vueltas. Todos los días es lo mismo, desde hace 20 años. Más, hace 21 años que escribo y esto no cambia. Al contrario, cada vez se hace más difícil.

–Habló de “la página en blanco”, “el temor a equivocarme”.

–Se necesita un grado de concentración muy profundo para tocar la zona que uno quiere. Entonces hay que hacer un gran esfuerzo para no escuchar la primera voz que se oye. En general, la primera voz es la de las influencias, la del conformismo. Hay que tratar de llegar a otros sustratos.

–Debe ser muy difícil eso, saber cuándo la voz que se escucha es la verdadera.

–No, no es difícil. Cuando la escucho la reconozco, sé que es ésa. Con todo, hay veces en que caigo en la facilidad. Es tiempo perdido.

–Pero todo no puede ser esfuerzo. Tiene que haber también el momento del placer.

–Cuando logro establecer un contacto con la zona que me interesa, ahí, ahí…

–Está el placer.

–Sí, porque llegué a la verdad, llegué a las esencias. A lo que para mí son la verdad y las esencias. Ese momento es muy remunerativo.

–García Márquez dice que él nunca deja de trabajar hasta que no llega el momento en que sabe perfectamente cómo va a seguir. Allí deja. Ese sistema me parece que le haría ganar tiempo.

–Tengo bastante poca resistencia. Me canso muy rápido. Si estoy cansado tengo que dejar esté donde esté. A la mañana corrijo. A veces corrijo traducciones. A la tarde, entre cuatro y ocho, escribo.

–La traducción al portugués de “Sangre de amor correspondido” me pareció fantástica.

–Lo que ocurre es que largos párrafos fueron tomados directamente de la cinta que grabé.

–Quiere decir que el protagonista está tomado de alguien que conoce de aquí, de Brasil.

–Sí, se trata de un obrero brasileño. Alguien con quien tuve una enorme empatía a pesar de ser tan diferente.

–Cuénteme.

–Se trata de un albañil. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma de hablar. Despertó muchísimo mi curiosidad. Siempre había en su lenguaje un desvío, un trabajo metafórico.

–Sí, recuerdo que en un momento le dice a la mujer a la que había pasado un tiempo sin ver: “Las flores de mi jardín te están precisando”, o algo parecido.

–Sí, eso me llamó la atención y quise registrar su habla, tratar de captar su lenguaje, sin pensar que además había en ese hombre una historia. Y menos aún que esa historia podía transformarse en una novela.

–¿Qué dijo cuando leyó el libro?

–No lo leyó, no sabe leer. Lee sólo algunas palabras separándolas en sílabas.

–¿Cómo imagina su vida sin la literatura? ¿La imagina como algo posible, se ve haciendo otra cosa?

–No soy un lector ni un devorador de libros. Tengo un problema muy serio con la ficción, con la novela.

–Usted está hablando de usted mismo como consumidor de literatura, no como productor.

–Sí, tal vez, debido al hecho de que trabajo en ficción me cuesta muchísimo leer. Llega la noche, estoy cansado, busco una novela y la leo como si estuviera revisando un texto.

–Es decir que novela no lee jamás.

–Se me ha hipertrofiado el gusto por la ficción. No sé cómo explicarle, pero mi conducta es siempre crítica. No puedo acercarme a un texto con actitud inocente. Siempre me implico.

–Una lectura así es un martirio.

–Me agota. A las tres o cuatro páginas caigo muerto de cansado. En cambio puedo leer biografías. Tomo una biografía y de pronto me doy cuenta de que son las tres de la mañana y me cuesta parar.

–Esto le ha cerrado toda un área de placer.

–Sí, recuerdo con nostalgia la época en que leía novelas y me gustaba.

–¿Lo angustia que sus libros no sean bien recibidos?

–Me angustia cuando siento que en la crítica hay mala intención.

–Siempre se habla de ser uno mismo. Esta parece ser una búsqueda constante de los seres humanos. Pienso que esta búsqueda debe ser más intensa o desesperada en el caso de un escritor. Porque cuanto más adentro de sí mismo llegue más rico será lo que haga. Usted hablaba hace un rato de “llegar al centro”.

–Sí, a aquello que no está contaminado por las influencias y las ideas fáciles.

– ¿Cómo sería el proceso por el que llega a lo más auténtico de usted mismo? Hay algo que dice Céline: “Tal vez la razón de vivir sea sufrir lo más intensamente posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”.

–Sí. Creo que sí, porque el sufrimiento nos acerca a la muerte. Para apartarnos de ese abismo buscamos lo que hace posible la vida. Nos defendemos de la muerte recurriendo a las fuentes del deseo de vivir. En cuanto a su pregunta sobre el proceso por el que se llega a uno mismo… veamos. Cuando empiezo a trabajar en una novela es porque he encontrado un personaje con el que siento una afinidad especial.

–Sería a través de ese personaje que usted intenta el análisis.

–Es a través de ese personaje que planteo cosas que no podría plantearme en mí mismo directamente. A través de él me planteo problemas míos no resueltos.

–Deme un ejemplo.

–Pensemos en un caso extremo, el del albañil de “Sangre de amor correspondido”. Aparentemente nadie más alejado de mi realidad. Se trata de un muchacho mucho más joven, con una salud rebosante, muy físico, sin la menor educación, muy imbuido de machismo, de otra clase social y de otra raza.

–¿Qué raza?

–El tiene mucha sangre india. Yo soy europeo por todos lados. Parecería que no habría nada que pudiera acercarme a él. Sin embargo sentí esa necesidad que él tenía de transformar las cosas, de envolverlas en poesía.

–Eso lo acercó.

–Me acercó y me provocó una inmensa curiosidad. Deseos de conocerlo a fondo haciéndolo hablar.

–Lo atraía esa gran semejanza en medio de tantas diferencias. Vamos a suponer que conoce a un ser muy perverso. ¿También sentiría curiosidad?

–No, porque no he desarrollado mi perversidad para nada.

–Es decir que realmente no se interesa por los que son, en esencia, totalmente diferentes a usted.

–No, no me interesa porque alrededor de un ser así no puedo construir nada. ¿Sabe por qué? Porque no consigo entenderlo. Un torturador, por ejemplo, nunca podría ser un personaje mío, porque lo rechazo de tal manera que no consigo penetrar ni sus razones ni sus sinrazones.

–Recuerdo un diálogo de “El beso de la mujer araña”, una discusión entre los dos personajes (me refiero al teatro, no a la novela). Sentí allí, muy claramente, que usted era cada uno de ellos, y no porque fueran muy parecidos ya que eran muy diferentes.

–Puedo ser los dos personajes, ambos son posibilidades mías.

–¿Cuál es, según usted la razón que mueve al revolucionario a acostarse con el homosexual en esta pieza? Es evidente para mí que la obra de teatro resulta más impactante que la novela. ¿Piensa que es el deseo?

–No, en su comienzo no. Lo que lo mueve, para mí, es la necesidad de dar algo, a cambio o en pago, de lo mucho recibido. Se siente muy pobre, no tiene otra forma de responder a toda la bondad del otro. El factor inicial es la piedad. Luego, claro, juegan otros factores. Pero es la piedad la que hace superar los prejuicios.

El productor David Weisman, Sonia Braga, Manuel Puig y Raúl Julia, durante la filmación de “El beso de la mujer araña”. (1985)

–Me gustaría que recordara las experiencias que marcaron en su vida un cambio, un viraje.

–Un momento muy importante lo marcó la entrada como interno a un colegio de Buenos Aires, a los 12 años. Allí conocí a un chico de 13 años, del primero del Nacional, que ya leía y vivía en un mundo de fantasías literarias, así como yo vivía en un mundo de fantasías cinematográficas. El me reveló La sinfonía pastoral, que fue un hito en mi vida. Antes y después de La sinfonía pastoral. Yo hasta ese momento había creído que tenía que esperar mucho más para empezar a leer, me parecía una cosa de grandes, casi de viejos, leer. Con este chico se me abrieron las puertas de un mundo totalmente nuevo. Justamente en un momento en que el cine me empezaba a decepcionar. Era el año ‘46, ‘47, plena crisis de Hollywood, comienzos del neorrealismo italiano y del cine francés, más intelectual, mientras Hollywood intentaba repetir fórmulas, pero sin acertar. Lo que habían hecho en los años 30 y en los años 40 ya no tenía cabida. Todo eso me perturbaba, era un mundo que se venía abajo.

–La literatura era un buen sustituto.

–Sí… este chico, que me metió en ese mundo, se reía de las películas de Hollywood, las encontraba tontas. Y yo, en algunos casos, quería defenderlas, pero no tenía instrumentos para hacerlo. Luego, más tarde, en Roma, un amigo al que aún veo, me llamó la atención sobre la falta de realismo de las cosas que yo escribía.

–El quería que usted hiciera realismo partiendo de la realidad.

–No, él entendía que procuraba hacer una cosa de otro orden, algo vinculado con lo poético. Pero para eso debía partir de mis propias experiencias, no de experiencias prestadas.

–Y usted lo escuchó.

–Sí, lo escuché. Encontré razón en lo que decía. Y es allí que empezó, también, una nueva etapa.

–Fíjese que las etapas en su vida están más vinculadas al trabajo que al amor.

–¿Sí? No lo había pensado.

–Usted tuvo mucho éxito ya con su primer libro: “La traición de Rita Hayworth”. ¿No habrá allí otra etapa? Debe haber sido importante para usted el sentimiento de que podía vivir de escribir, ¿o ese sentimiento lo tuvo recién más tarde, con “Boquitas pintadas”?

–”Boquitas pintadas” fue el libro que me hizo conocido. Pero esa primera etapa no es tan satisfactoria. Hay cierta amargura. Cuando entré al mundo de la literatura venía del mundo del cine, tan difícil. Donde expresarse implicaba la movilización de medios fenomenales. El cine era de pesadilla en oposición a la libertad que me daba la literatura. Durante los años de escritura del primer libro me sentía en un terreno muy especial.

–¿Que luego perdió?

–Sí, que luego perdí. Sentía que eso que escribía iba dirigido a un lector especial. Que mi palabra llegaría directamente, sin transferencias, a la gente. Pero luego, al intentar publicar, y al publicar, descubrí todo ese mundo de interferencias que existe en la literatura.

–No sé a qué se refiere, ¿tal vez a la crítica?

–Sí, a la crítica, a la prensa mal intencionada, al lector mal predispuesto.

–Es decir que con esa primera publicación usted se sintió como arrojado a un mundo enemigo.

–No sé si tanto, pero a la primera sensación de haber encontrado un medio noble de expresión que me permitía corregir, revisar y que, a diferencia del cine no tenía cortes ni censura, se sobrepuso la realidad. No podía, como lo había creído, comunicarme directamente con mi lector.

–¿Cómo ve ahora sus primeros libros?

–Me parecen escritos por otro. Hay cosas que no entiendo de dónde pueden haberme salido.

–Para algo está el inconsciente. Tal vez sólo para sorprendernos.

–Y…. ése es el punto. Cuando digo que siento haber tocado una verdad, es que logré contacto con algo mío muy profundo y en relación con un inconsciente colectivo. Ahí, si consigo deslindar mi inconsciente del plano del inconsciente colectivo, lograré una visión de la realidad que será mía, única.

–¿Por qué piensa que es tanto mayor el número de homosexuales hombres que el de mujeres?

–Por la mayor libertad sexual que tiene el hombre. Aun las sociedades más represivas dan libertad sexual al hombre. El hombre va al prostíbulo y tiene relaciones fuera del matrimonio como algo permitido. La mujer no. Aunque creo que la homosexualidad no existe. Existen personas que llevan a cabo actos homosexuales. Pero como considero las actividades sexuales totalmente intrascendentes, no admito que la identidad pase por la sexualidad.

–¿Cómo habrá conseguido el hombre esa mayor disponibilidad de sexo en comparación con la mujer?

–Lo que supongo es que en el patriarcado se pasó a dar peso a la sexualidad.

–A la sexualidad femenina.

–Sí, a la femenina, claro. Se le dio un peso negativo para que el hombre pudiera tener a su disposición a la santa en la casa y a la puta en la calle. Si la sexualidad no hubiera tenido ese peso, la mujer también se hubiera liberado. Así fue que la sexualidad fue perdiendo el carácter inocente, inicial, con lo cual pasaron a crearse los roles del explotado y del explotador. El orificio pasa a identificarse con el terreno a ser explotado, y el falo con el instrumento de la explotación. Se crean entonces los buenos explotados y los malos explotadores. Y no hay para los seres humanos, o no había, otra posibilidad de elección.

–¿Qué opina sobre los movimiento de liberación de la mujer, de los homosexuales?

–Admiro los movimientos de liberación que han conseguido igualdad en terrenos laborales. Pero esos mismos movimientos han ayudado a crear ese otro gueto: el gueto gay.

–Es decir que el movimiento gay habría errado el objetivo.

–El error está en no ver que la especie humana no es ni heterosexual ni homosexual. La homosexualidad no es incuestionablemente diferenciable de la heterosexualidad. Ambas actitudes no son irreconciliables como el aceite y el vinagre. Creo que son actitudes que tienen más que ver con lo cultural, por ejemplo. Tienen que ver con las presiones que las sociedades represivas vienen ejerciendo desde hace siglos. Si la elección del rol sexual no fuera coercitiva en nuestra sociedad, si la sexualidad gozase de toda la libertad que su carácter de juego presupone, no habrían existido los personajes caricaturescos que hasta hace pocos años, resultaban ser el macho, la hembra y el homosexual o la homosexual, típicos de nuestra sociedad.

–¿Cómo vivió la experiencia de ver una de sus obras en teatro o, como dice Vargas Llosa, en posición vertical?

–Frente al texto de la obra de teatro ya tenía una sensación de mutilación y empobrecimiento. Pero no había contado con el aporte de la presencia física de los actores y con el director.

–¿Cómo es la relación con sus personajes? ¿Semejante a la que tiene con la gente real?

–Es una relación totalmente paternal, me siento sobreprotector.

–¿Le duele hacerlos hacer cosas que los hagan sufrir?

–Siento que no decido nada, siento que les jeux sont faits. Tal tipo de personaje, frente a tal otro, en determinada sociedad, desencadenarán una acción que yo, desgraciadamente, no puedo modificar.

–Mientras escribe, ¿cómo inciden en su obra los hechos de la vida? ¿Llega a ser más importante lo que escribe que lo que vive?

–Mis novelas surgen siempre de personajes reales que me las sugieren, de modo que mi ficción nunca está aislada de la realidad.

Después de hacer la nota, le pedí dejar el grabador en su casa hasta el día siguiente por temor a que me lo arrancaran de las manos, como suele ocurrir sobre todo de noche en las calles de Río. Al día siguiente pasé a buscarlo. Por la ventana me gritó que no subiera, que él me lo bajaba. Bajó los cuatro pisos corriendo. Su expresión era más alegre que la del día anterior. Vestía short y camisa blanca y no representaba más de 40 años. “Venga, sentémonos un poco”, dijo sentándose en el muro del jardín. “Quiero decirle algo más sobre la sexualidad. Tome nota: la sexualidad, como le dije anoche, es algo intrascendente. Algo opuesto a la afectividad que sí es trascendente. Lo que ocurre es que se confunden esos dos planos cuando no se deberían confundir. Por eso, para mí, el concepto de hombre es un concepto reaccionario”, dijo, y enseguida comenzó a prestar atención a algo que ocurría lejos de nosotros en la esquina.

–¿Qué pasa?

–Nada. Que deben ser las 11 porque allí llega el cartero. Este es uno de los mejores momentos de mi día: las cartas.

–Entonces usted dice que “el concepto de hombre es un concepto reaccionario”.

–Sí –dijo, dirigiéndose al encuentro del cartero.