Realizada en 1975, el mismo año de su asesinato, Pasolini habla en esta entrevista, como suele suceder en toda su obra, de cine, de literatura y de su entramado con la realidad social. Y cuenta aquello que quedó trunca, una película al estilo de Pajarracos y pajaritos y una nueva novela.

En el verano de 1975, y por encargo de la revista neoyorquina Antaeus, Eugenia Wolfowicz entrevistó a Pasolini en los estudios de Cinecittà, donde el poeta y cineasta colaboraba en el montaje de Saló o los 120 días de Sodoma. Esta fue la última entrevista que, sobre temas literarios, concedió a un periodista no italiano. Pasolini sería asesinado el dos de noviembre de ese mismo año.

 

-Hace una docena de años, abandonó usted la literatura por el cine. En varias ocasiones ha explicado que había cambiado para protestar contra la situación de la sociedad italiana. Sin embargo, ahora resulta que ha escrito usted seis obras de teatro en verso. Y no parece que usted haya cambiado de actitud frente a la sociedad. ¿Cómo explica ese regreso a la escritura?

-En realidad, nunca he abandonado la literatura. Lo único que he hecho es dejar de escribir novelas. Durante los doce o trece años que hice cine, he continuado escribiendo poemas, y sobre todo ensayos y crítica. He publicado dos libros de ensayos y uno de crítica, así como las seis tragedias en verso que usted ha mencionado. El año pasado reescribí enteramente mi libro de poemas publicado en 1942 en dialecto friulano, empleando casi las mismas palabras, los mismos metros, las mismas rimas y los mismos títulos, le he dado sin embargo un sentido totalmente diferente. Y creo que es lo mejor que he escrito de poesía. No, no he renunciado a la literatura. Lo que he abandonado por completo es la novela. Simplemente, no podía escribir o incluso pensar en una página de relato. Es evidente que contar historias utilizando el cine me impedía escribirlas.

 –Hace algún tiempo declaró usted que el teatro había muerto. Luego se dedicó a estudiar la semiología y encontró un vínculo teórico entre el teatro y el cine. ¿Ese descubrimiento explica que haya usted escrito seis obras de teatro?

-En uno de mis ensayos sobre el cine en que utilizaba la semiología un poco como un aficionado, puesto que no soy realmente un experto en la materia, establecía efectivamente un paralelo entre el teatro y el cine. Se parecen en el sentido de que los dos representan la realidad mediante la realidad. Sus técnicas son muy diferentes pero su estructura esencial es la misma. Los dos expresan la realidad mediante signos vivos y representativos, no simbólicos o convencionales. Sin embargo, el teatro hacia el cual yo he vuelto es un «teatro de la palabra» que me permite escribir poesía, hacer literatura en estado puro. De hecho, nunca he aceptado que mis obras sean interpretadas. Las pocas veces que se me ha pedido me he negado a ello. No creo en el teatro italiano. Si mis obras fuesen convenientemente traducidas al inglés o al francés me gustaría, quizá, verlas representadas; pero en italiano no.

 –¿Por qué en italiano no?

Porque mis obras de teatro se basan enteramente en la palabra. Son obras totalmente habladas. Su estructura es la misma que la del teatro griego. Ningún acontecimiento, ninguna acción, ni siquiera gestos aparecen en la escena. Los personajes se contentan con hablar. La acción tiene lugar siempre entre los actos, exactamente como en las tragedias griegas. Y como todo en estas obras depende de las palabras, esas palabras deben ser perfectamente pronunciadas. Sin embargo, el italiano hablado no existe. No existe porque hay tantas variedades de italiano hablado como de italianos. En Italia no hay una lengua nacional como en Francia, España o Inglaterra. El italiano estándar no lo hablan más que los presentadores de la televisión y algunos viejos actores: en total cuarenta o cincuenta personas.

-Cuando comenzó usted en el cine, le sorprendió la ausencia de metáforas en el vocabulario cinematográfico. De ahí que estuviera usted de acuerdo con la definición de Jakobson y de Barthes sobre el cine como arte metonímico. Sin embargo, recientemente ha aparecido un artículo sobre Saló o los 120 días de Sodoma en el que Luisa Spagnoli caracterizaba la película como «una metáfora de la crueldad del poder». ¿Qué piensa usted de la aparente contradicción que existe entre esas declaraciones?

-Cuando yo pensaba como Jakobson que el cine era más metonímico que metafórico, enunciaba una regla general y hablaba de metáfora en el sentido convencional, casi retórico, de la palabra. Sin embargo, hay una clase de metáfora —la alegoría— que se adapta magníficamente al cine. De hecho, yo he realizado dos películas, Teorema Uccellacci e Uccellini, que son cada una de ellas una gran metáfora, pero metáfora en el sentido de alegoría. O una parábola, si usted prefiere.

-Refiriéndose a su Trilogía de la vida (El DecamerónLos cuentos de Canterbury y Las mil y una noches), ha dicho usted que había querido hacer «cine cine» y «ontología o narración», películas sin ideología evidente o sin tesis. Pero cuando se lee que el título de su nueva película procede de Saló, la sede del Gobierno dependiente de los nazis que Mussolini había establecido en el norte de Italia hacia el final de la guerra, es difícil no preguntarse si no ha hecho usted, una vez más, una película ideológica.

-Cuando rodé la trilogía, un gran desastre se había abatido sobre Italia. En seis o siete años nuestro país ha recorrido un camino que otras naciones europeas han recorrido en un siglo o un siglo y medio. La llegada de la sociedad de consumo ha destruido Italia. Mi primera reacción a esta tragedia fue evocar con nostalgia la vieja Italia campesina y proletaria. De ahí que hiciera la Trilogía de la vida. Ahora he comprendido que el tiempo de los recuerdos y de la nostalgia ha terminado. Me he adaptado a la nueva realidad en todo su horror. Esa es la razón por la que, mientras que la trilogía era viva, humana y alegre incluso en medio de un periodo de represión, Saló, en cambio, trata de nuestra época, que se caracteriza por la total comercialización del cuerpo. El sadismo descrito en esta película no es más que una metáfora de la comercialización del cuerpo humano, de la reducción del cuerpo humano a un objeto.

-Dice usted que la trilogía era la evocación de la Italia campesina y proletaria. El Decamerón es una obra italiana y sucede en Italia, pero Los cuentos de Canterbury son ingleses y Las mil y una noches está situada en Oriente Medio. ¿Cómo se sirvió de esos ambientes no italianos para lograr sus fines?

-Pienso que lo que he querido describir es común a todas las sociedades campesinas preindustriales. A decir verdad, el resultado es más satisfactorio en El Decamerón Las mil y una noches, pues esas historias sucedían en un mundo preindustrial que conozco bien, el de la Italia del sur, el de los países en vías de desarrollo. Creo que el defecto de Los cuentos de Canterbury fue que intenté describir al pueblo inglés, que no conozco. La película quizá valía algo desde un punto de vista cinematográfico, pero por lo que respecta a su contenido y significado, fue un fracaso.

 –Hace tiempo, la lectura de El Decamerón de Boccaccio me dejó —a pesar de la crueldad de ciertos episodios— el recuerdo de gente alegre y jocosa. Los personajes de su Decamerón dan la impresión de una humanidad despiadada y horrible. ¿Su transposición fue consciente y deliberada como la de El Evangelio según San Mateo, donde podría decirse que reconstruyó usted la vida de Jesucristo, más veinte siglos de mito?

-Sí, no quise simplemente filmar el libro. Yo quería hacer una obra original conservando la estructura de los cuentos de Boccaccio, que me gustaban mucho, toda la belleza de las intrigas, y su vitalidad, su maravillosa vitalidad. Los personajes de Boccaccio formaban parte de la burguesía ascendente que proclamaba los valores nuevos en oposición a los valores clericales de la Edad Media. Estaban llenos de alegría y de vida precisamente porque eran revolucionarios. Hoy, la burguesía en Italia está envilecida, es horrible y decadente. Trasladé, pues, el escenario al lumpenproletariat napolitano. De ahí que no haya encontrado usted los personajes de Boccaccio, pues los he reducido a un esquema y ese esquema lo he llenado de realidad napolitana, la realidad de un mundo subproletario y no de un mundo burgués.

-Recuerdo haber leído en una obra conocida, la Historia de Europa de H. A. L. Fisher, que el relajamiento de la moralidad en la mayor parte de los personajes de Boccaccio y la intensidad con la que vivían eran debidos al hecho de que la peste diezmaba entonces a la población, amenazando con acortar la existencia de la mayoría de la gente.

-No, no estoy de acuerdo con esa explicación. Yo creo que la peste no era más que un resto de la Edad Media. Lo importante era que un nuevo mundo nacía alrededor de Boccaccio. Esa evolución, de hecho, acabó muy pronto en Italia con el Renacimiento, mientras que en Inglaterra continuó hasta el siglo XVII y en Francia hasta el XVIII.

– Usted ha hablado frecuentemente de su amor por la realidad y ha declarado que realizar películas era para usted una explosión de ese amor por la realidad. Pero el proceso de realización de una película —el reparto, el rodaje, el montaje—, ¿no conduce inevitablemente a una violación, a una distorsión de la realidad?

-Sí, en un cierto sentido sí. En cada medio de comunicación existe una distancia cualitativa entre la idea y su expresión. Ahora bien, existe una diferencia esencial entre la literatura y el cine. Para expresar la realidad en literatura, las ideas deben ser representadas por símbolos convencionales, es decir, por letras y palabras. En el cine se utiliza una técnica diferente, la realidad es representada por signos vivos y significativos de la realidad. Si en una película yo quiero mostrar este árbol que hay aquí, tengo que venir con la cámara a filmarlo.

– ¿Cómo decidió transponer la acción del libro de Sade Los 120 días de Sodoma a la República de Saló?

-Al principio había preparado un script basado en el libro de Sade para otro realizador, Sergio Citti, a quien no le gustó mucho. Luego tuve de repente la idea de transponer el libro a la República de Saló. Pensé en ello durante cierto tiempo y cuanto más pensaba en esa idea, más me gustaba. Total, que me enamoré del proyecto y decidí realizarlo yo mismo. La película es una parábola de lo que la gente que está en el poder hace a sus conciudadanos, de lo que los explotadores hacen a los explotados. Sacan de ellos lo máximo que pueden, les manipulan totalmente y cínicamente, son gente despiadada e inhumana. Pero lo que yo quería mostrar es que el poder es totalmente anárquico, la anarquía del poder. Yo creo que Sade es el gran poeta de la anarquía del poder. Las personas que nos gobiernan parecen representar el orden, la legalidad, las leyes y los códigos, cuando, en realidad, lo que hacen es dirigir todo de manera arbitraria y, como ha dicho Marx, practican la explotación del hombre por el hombre. Nunca el poder, en nuestra época, ha sido tan anárquico, tan arbitrario y por tanto tan violento como en la República de Saló. De ahí que situara en ella la acción de la película.

 –Sin embargo, cuando se piensa en el régimen de Mussolini, se asocia con reglamentos rígidos, métodos brutales, con una obediencia ciega. La palabra anarquía parece un poco extraña para caracterizar la República de Saló de Mussolini.

-Únicamente al principio. Piense en Hilter, por ejemplo. Su disciplina era la locura pura, ¿no? Hitler es la encarnación misma de la locura, es decir de la anarquía.

-Sí, de la anarquía mental.

Pero también de la anarquía ideológica.

-Muy bien organizada, sin embargo, en un nivel operacional.

Eso no quiere decir nada. A veces, esa clase de gente funciona eficazmente porque está muy bien organizada. Porque cuanto más organizada, planificada y estudiada está la locura, más locura es, ¿no?

-Desde ese punto de vista, sí. Usted mismo ha tenido dificultades con el poder, con la justicia italiana.

Sí, se me procesó en 1963 por la película La ricotta y fui condenado a cuatro meses de prisión con libertad condicional. Peor aún fue que un fiscal confiscara la película y la cortara, es decir, la destruyera. Por cierto, que fue Di Gennaro, el mismo que acaba de ser secuestrado en Roma. Es un horrible fascista clerical.

 –Así pues, como en Alemania, ¿los jueces que formaban parte del sistema fascista siguen aún en ejercicio?

-Exactamente. No ha habido purga entre los jueces. El código fascista sigue en vigor, igual que los hombres que sirvieron al régimen fascista. Por supuesto, la mayoría hoy ha muerto, pero su mentalidad ha perdurado a través del sistema judicial. Algunos —se llama la justicia democrática— se han alejado de él, pero constituyen una pequeña minoría.

– ¿Piensa que sus películas reflejan la sociedad de consumo de la misma manera que, según usted, el neorrealismo reflejó el movimiento de resistencia contra Mussolini?

-Es difícil responder a esa pregunta dado que no existe hoy un concepto equivalente al de la resistencia en la época de Mussolini. Yo no diría que hay verdaderamente un paralelismo. Como le intentaba decir antes, Italia ha cambiado radicalmente. La revolución burguesa reaccionaria representada por la llegada de la civilización de consumo ha invadido el mundo entero. Pero en ningún lugar ha sido tan completa, profunda y violenta como en Italia. Porque cuando esta revolución surgió, Italia no era un país realmente burgués. En Inglaterra y en Francia, donde existía una antigua burguesía, la gente, incluso la pobre, había adoptado ya los valores burgueses imperantes. De ahí que París, Londres y quizá algunas ciudades del norte de Italia estuvieran más o menos preparadas para esta revolución de las derechas, mientras que el centro y el sur del país no lo estaban en absoluto. El modelo burgués aún no había penetrado en los barrios periféricos de Roma, en la lejana Puglia, en Sicilia. La gente continuaba viviendo de la misma manera.

-¿Quiere usted decir que la sociedad de consumo ha invadido incluso Sicilia?

-No sólo la ha invadido sino incluso destruido. Y en pocos años. Si hubiese estado usted allí hace diez años y volviese ahora, no la reconocería en absoluto. Todos los jóvenes han emigrado. Puede usted recorrer la región de Madonia en coche durante horas sin encontrar ni un solo joven. No verá usted más que ancianos, algunos niños y gallinas. ¿A dónde se han ido los jóvenes? A Alemania, a Francia o al norte de Italia, donde llevan una vida totalmente alienante que destruye su sistema de valores y lo sustituye por otro que, para ellos, es falso y absurdo. Esos valores les son impuestos por los horrores de la televisión, de la radio y de los demás medios de comunicación, y por la infraestructura, la moda, etc. Yo mismo me he visto obligado a vivir en medio de este horror, durante todos estos años. Al principio, como ya le he dicho, reaccioné reafirmando los antiguos valores que estaban siendo reemplazados y destruidos. Ahora que la situación no tiene ya remedio —a no ser que me suicide o me vaya de Italia— debo adaptarme a lo que sucede. Como puede usted ver, mis películas reflejan la nueva y horrible realidad italiana.

-El movimiento de protesta de 1968, ¿tuvo algún efecto sobre el desarrollo de la sociedad italiana y sobre su propio trabajo?

En 1968 asistimos a un desbarajuste de todos los comportamientos, de las tradiciones académicas en la universidad y hasta de las maneras de estudiar. Ignoro si el efecto ha sido positivo o negativo. En 1968 sucedieron cosas extraordinarias, pero que también tuvieron resultados catastróficos. Por ejemplo, el descaro, la irrisión que los jóvenes manifestaron entonces frente a la autoridad estaba justificada. Yo, que siempre he adoptado esa actitud, estoy de acuerdo con ella. Pero, tras haber llegado a un cierto punto, esta nueva actitud ha perdido su originalidad. Se ha vuelto mecánica, automática. Ha proporcionado un modelo a la nueva criminalidad. Mientras un joven intelectual, actuando en su propio nombre, se burle de sí mismo, de sus padres, los desmitifique y desenmascare, está en el buen camino. Pero cuando semejante actitud se convierte en la actitud de miles, de decenas de miles, de millones de jóvenes, se vuelve automática, se deshumaniza.

-¿Significa eso entonces que sólo grupos reducidos de personas pueden hacer algo?

-No, no he querido decir eso. Lo que quiero decir es que el individuo puede realizar algo, pero únicamente en una sociedad que todavía le respete. En una sociedad regida por una cultura de masas, el individuo se convierte inmediatamente en un alienado, es laminado por la máquina cultural. Si yo protesto solo o con usted, mi gesto es auténtico, pero si lo hago en la televisión, deja de serlo.

 Aún no me ha explicado cómo los acontecimientos de 1968 han influido en su obra.

Desde 1965, yo estudiaba semiología. En 1968, ya no fue posible hacerlo seriamente, pues parecía evidente que la revolución podía estallar de un día para otro. No se puede leer tranquilamente un ensayo en las barricadas.

– ¿Qué proyectos tiene tras Saló?

-Voy a hacer una película sobre el concepto de ideología. Será una película divertida, un poco como Uccellacci e Uccellini, con Eduardo de Filippo y Ninetto Davoli que siguen a un cometa, pues Eduardo de Filippo es uno de los tres Reyes Magos, pero trasladados al mundo actual. En un momento dado, uno de los modernos Reyes Magos ve un cometa que anuncia el nacimiento de un Mesías en Nápoles. Y lo sigue, durante un largo viaje. Ese cometa es una pura locura, una abstracción ideológica, y mientras está siguiendo al cometa, De Filippo adquiere una experiencia de la realidad.

– ¿Y pierde entonces sus ilusiones?

-¿Las pierde? No, no, continúa siguiendo al cometa hasta que muere. La película, como puede ver, trata de la disociación entre el cometa mismo y la experiencia que aporta al hombre. Él piensa que el cometa le llevará al Mesías, digamos al Cristo que nació en Belén. Pero el cometa no le lleva allí. Le enseña más bien a conocer la realidad tal como es. La película muestra, en suma, la relación entre la ideología y la realidad. Parece algo muy complicado pero en realidad me gustaría que fuera una comedia alegre y divertida.

 –¿Y su obra literaria? ¿Tiene usted nuevos proyectos?

Sí. En esta etapa de mi vida, estoy a punto de abandonar el cine por la literatura. Hace tres o cuatro años tuve la idea de una nueva novela en la que he comenzado a trabajar. Pero antes quisiera terminar la película de la que le acabo de hablar. Luego me consagraré por entero a esa novela. Quizá no la publique. No lo sé. Sin embargo, intentaré escribirla.