Cuando todos los discursos son simulacros del parecer sin ser, volver a la literatura es un buen camino para pensar el estilo, el modo de narrar del subsuelo, de la roña que hay que barrer, o convertirla en diamantes. Sin palabras impiadosas, la liberación seguirá siendo un espejismo, una engaño en manos de tahúres de la política y de la cultura.
Nuestra narrativa en tanto estilo, en tanto escritura que hace, sí, hace a este nuestro país que tenemos, porque él es lo que proponemos en torno a la palabra, tuvieron -sí, tuvieron, la escritura y el país, que son lo mismo- su primera fundación más trifurcada que bifurcada como los senderos, según enseñaba el maestro David Viñas, con El Matadero (escrito entre 1838 y 1840, pero publicado en 1871), de Esteban Echeverría y en tiempos de Juan Manuel.
Ese texto/país nació/nacieron con una violación, la del unitario como víctima entre las faenas de bestias carneadas, después de la cuales, la negras esclavas recogían del suelo encharcado las inmundicias que allí quedaban, es decir algunos de nuestros manjares nacionales, que son tripas, tetas, riñones, hígados y mondongos de vaca, a los cuales todos se hace referencia aquí casi como una invocación materialista, pues imposibles son lo seres individuales y colectivos por fuera del circulo de lo tangible y lo simbólico que conforma nuestra dependencia de la energía como forma y existencia, círculo que el mismo relato del editor de La Moda, emblema comunicacional de elite de la llamada generación del ’37, expresa e inscribe en cruentos modos de la lucha de clases, por entonces entre bombines y galeras o rebusque para comer entre las mierdas mismas de un matadero primitivo.
Y se hacía referencia por aquí a un carácter más trifurcado que bifurcado en los orígenes de la tradición narrativa que nos hace lo que somos, porque se trata de un especie de parto con intenso dolor que se prolonga, digamos, que durante un siglo, porque es imposible soslayar al Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento y a El idioma de los argentinos (1928), de Jorge Luís Borges. Y antes de continuar una aclaración, quizá alterativa de ese triple alumbramiento, pues también imposible resulta entender los modos en que los argentinos nos contamos a nosotros mismos, y ese contarse a sí mismos comprende un capítulo capital de todo el discurso, que es la narrativa política desde la cual se dirime el poder; surge en este intersticio del propio texto/vida Una excursión a los indios ranqueles (1870 y por entregas en el diario La Tribuna), de Lucio V. Mansilla, la más lograda crónica jamás contada antes ni después, del periodismo argentino.
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Aquí Echeverría: “A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183…Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y los estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo. Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero los novillos necesarios para el sustento de los niños y los enfermos dispensados de la abstinencias por la bula, y con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo (…).”
Ahora Sarmiento: “El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún caballo o una muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la desgracia y la disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida, y las puñaladas que en su defensa dio, cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo: tal era la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el caballo, y echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes después, se veía salir de las profundidades del Paraná el caballo, sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola, volviendo la cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus ojos divisaron”.
Y Jorge Luís Borges: “El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers, de Saavedra, de San Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera de casas bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates – la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las coimas – va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las Heras y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y un patio con plantas. Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los puentecitos de tabla sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro de las varas al aire en el callejón. Arrabal es demasiado contraste para que su voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna frecuencia, el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica – lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general- puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por el slang ni el español de España por la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes a la germanía o jerigonza delincuente española del mil seiscientos”.
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Quedarán para otra oportunidad y textos algunos de tanta importancia como los que se abordarán más adelante, escribidores enormes de Argentina, como Roberto Arlt y Julio Cortázar, por ejemplo; pero para el objetivo de este provisorio ensayo de ideas, vaya uno saber si logrado o no, que consiste en un apelación desgarrada sobre lo que adolece el territorio de los justos, por sintetizar con una casi idea aquello que los politólogos, colegas periodistas y analistas varios definen como campo nacional y popular, izquierda, progresismo, hemisferio contra hegemónico, o gozosa obstinación libertaria, como prefiero subrayar.
¿Qué adolescencia matricial es esa, la que nos impide la subversión creativa y definitiva aunque en movimiento y en dialéctica confrontación permanente, la soñada por el subsuelo de la patria sublevada, la de la pasión tumultuaria hecha voluntad política, la de la toma orgiástica del palacio de la gobernación acometida por los rebeldes santos de El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier?
Estilo revulsivo y propio de los sublevados, de los justos, que por ahora y con dolor puede constatarse que tan sólo ha sido cuanto mucho opositor, lo que equivale a afirmar que apenas pudo y puede pasar de negativo a positivo o al revés, al sistema adjetival y adverbial del enemigo de clase. Esa es nuestra adolescencia sufrida, porque para suturarla como herida no bastan leyes ni medios de comunicación y factorías culturales dizque propias. Es urgente, indispensable y casi sagrada la construcción del estilo propio de los de abajo y dolientes, siendo el estilo aquello que se define por los modos estéticos de la palabra y de la narración, sea un tratado o una noticia policial, y hasta un parte meteorológico, para disputar temas, nudos y sus voces.
Para terminar con el Antiguo Régimen la burguesía contó primero con La Filosofía en el tocador (1795), del Marqués de Sade, y después con Madame Bovary (publicada por entregas en 1856 en La Revue de Paris), de Gustave Flaubert). Y en el mundo del Siglo XX, el del Imperio de Estados Unidos, que comenzó a ser potencia no acto tras el fin de la Guerra de la Secesión (1861-1865) impactaron y aun impactan tres catedrales del estilo, dialogantes entre ellas a veces en forma pública otras en claves de secta y encriptadas: Moby Dick (1851), de Herman Melville, obra de la cual quizá emane lo portentosa narrativa estadounidense de los últimos ciento y más años; el Ulises (1922), de James Joyce, el camino de quiebre y ruptura aún pendiente entre nosotros; y Paradiso (1966), de Lezama Lima la condensación absoluta del barroco latinoamericano (¿y en este correlato entre estilos y política que garabateo por qué no arriesgar? Fue cubana esa condensación barroca y fue cubano el gran escribir de lo real maravillosa, de la misma fuente; y fue Cubana la única Revolución que alguna vez fue conclusa en nuestra América).
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Y retomo a James Joyce, el camino de quiebre y ruptura aún pendiente entre nosotros, porque para dejar atrás tanta adolescencia matricial, la que nos impide la subversión soñada por el subsuelo de la patria sublevada, por la pasión tumultuaria hecha voluntad política, aquí entonces nada de bifurcaciones ni trifurcaciones, sino un solo punto de encuentro entre el aquí manojo de ideas y proposiciones y tres textos y autores de esta orilla, peronistas para más datos, quienes considero concurren de forma intempestiva en auxilio de nuestro intento interpretativo.
“Y ahora te hallas en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no sea en exclamación o balbuceo:
En el corimbo rojo de la mañana zumban tus abejorros, Maravilla.
¿Qué viento extraño (providencia o azar) ha reunido esa falange de hombres a la que ahora perteneces, esa mazorca de hombres musicales que han llegado, como tú, de climas distintos y sangres diferentes? Estos regresan del mar, y traen entusiastas misivas de otro mundo; aquéllos han dejado sus provincias, embajadores de una tierra y de una luz; otros llegan de la misma ciudad, nerviosos como ella y ágiles y nocturnos. Y no bien se han reunido todas aquellas voces, empiezan a combatir y a combatirse, hermanas en el fervor, pero enemigas ya en el rumbo y en el idioma. El mismo nombre de la falange: “Santos Vega”, tiene un valor simbólico que no se define todavía. ¿Trátase de rescatar una música robada, un noble canto prisionero? Sí. Pero este cántico y aquella música deben salir enriquecidos de su cautiverio, si es verdad que Juan sin Ropa, el vencedor, ha triunfado con el número de lo universal. ¿Recuerdas las noches del “Royal Keller”, las polémicas junto al río, y aquellos retornos, al amanecer, con el espíritu en ascuas y los ojos desvelados? Escuchas todas las voces amigas que se combaten; pero callas aún, porque el silencio y la reserva son estigmas que se adquieren en la llanura, donde la voz humana parece intimidarse ante la vastedad de la tierra y la gravitación del cielo. Y cuando logras hablar por fin, lo haces en un idioma que se cree bárbaro y en un tropel de imágenes que se cree desordenadas. Tus partidarios elogian: “Una poética virgen, sin número ni medida, como los grandes ríos de la patria, como sus llanos y sus montes”. Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal.
Desempleado / buscando ese mango hasta más no poder / me faltó la energía la pata ancha / aburrido hace meses, la miseria busco ahora trabajo en la era atómica / dentro o fuera del ramo si es posible.Todos los días abro el mundo / un jardín de esperanzas / en la sección empleados / voy clasificándome / atento este aviso me pide. / Entonces a escribir con pasión y buena letra / adherido con lealtad / -ser claro -/ escucho el ruego del ruiseñor / uniendo lo primitivo a lo culto / la inspiración a la escuela / trato de seducir/ con mis antecedentes. / Solicitud detállame / el que suscribe / práctico en desorganizar / está deseando / ganarse un pan en tu establecimiento / hombre de empresa / casilla de correos. El solicitante descolocado (1971), de Leónidas Lamborghini.
En ese golpe bajo, en la bajez / de esa mofleta, en el disfraz / ambiguo de ese buitre, la zeta de esas azaleas, encendidas, / en esa obscuridad / Hay Cadáveres / Está lleno: en los frasquitos de leche de chancho con que las / campesinas / agasajan sus fiolos, en los / fiordos de las portuarias y marítimas que se dejan amanecer, como a / escondidas, con la bombacha llena; en la / humedad de esas bolsitas, bolas, que se apisonan al movimiento de / los de / Hay Cadáveres (…). Verrufas, alforranas (de teflón), macarios muermos: cuando sin…/ acribilla, acrisola, ángeles miriados’ de peces espadas, mirtas / acneicas, o sólo adolescentes, doloridas del / dedo de un puntapié en las várices, torreja / de ubre, percal crispado, romo clít …/ Hay Cadáveres. Cadáveres (1987), de Néstor Perlongher.
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De salida ya. La necesidad de un verso y de una prosa que saquen a la superficie todo el pus verbal con el cual el poder se reproduce sobre sí mismo, con la malignidad del monstruo. Es una cuestión de estilos revulsivos, sin concesiones a la lectura o mirada boba, en tiempos de tecnologías, imágenes y algoritmos. Operaciones masacre al revés, por decirlo de algún modo, que sin esa violencia en patas no habrá salida del laberinto, sólo ensoñaciones y puestas en escenas; sin esa metralla sólo comeremos mejor de tanto en tanto, pero nuestro destino será el basural. Con ellos, sí hasta con Sarmiento, Echeverría y Borges; con Joyce y Melville; con Marechal, Lamborghini y Perlongher, con muchos otros, para encontrar el ritmo del decir que nos lleve a un baile desenfrenado de orgiástica liberación, con la misma que por unos días se emborracharon los sublevados de El reino de este mundo.
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