¿Cuál será el formato en que se están escribiendo los libros durante la cuarentena? En un mundo en el que estamos conectados como podemos, no parece probable que el libro recupere sus antiguos resplandores. El whatssap y su corrector se presentan como una nueva máquina de sentido.

Te pensás que porque me salvé de la pandemia soy un otario? Rajá, turrito, rajá”. Las letras sonaron duras en la pantalla del celular y supuso que, cuando recibiera el whatssap con la respuesta, la cara roja del jefe de editores se tornaría más roja. El desconcierto que provoca la literalidad en las pantallas, con su ausencia total de enjundias, gestos, entonaciones, ademanes, revoleo de ojos, sonrisas de coté, modismos, etcétera, etcétera, eso que tanto despreciaba a la hora de leer, ahora le permitía jugar en base a los malentendidos que genera: ¿lo estaba diciendo en serio o lo estaba diciendo en broma? Mejor dicho: ¿lo estaba escribiendo en serio o lo estaba escribiendo en broma? El pedido había sido igual a las decenas y decenas que le habían llegado en los últimos seis meses: un aluvión de novelas, cuentos, poemas, aforismos, ensayos y otras yerbas con el mismo eje central siempre, una y otra vez, repetido hasta el paroxismo, brutal, infrahumano: la vida en cuarentena.

Leyó de nuevo la respuesta y dudó con el dedo sobre el mousse antes de cliquear el envío. Se levantó, caminó hasta el equipo de música (siempre se negó a las bondades promocionadas por spotify a cambio de un puñado de dólares que una vez fueron mínimos y que con el tiempo y los virus ascendieron a cifras exorbitantes, cercanas al default, quiera decir lo que quiera decir la palabrita). Sabía qué disco buscar (Punc, de Leo Maslíah), qué tema seleccionar (“Qué papelón”) y qué actitud tomar cuando empezara a sonar la música: sentarse frente a la pantalla de la computadora, tomarse la cabeza con las manos y hundirse mansamente en la angustia.

La voz monocorde, como de autómata, de Leo Maslíah empezó después de los invariables tres o cuatro acordes de piano: “Era un poeta muy menor. / Se creía un gran valor, / pero como un profesor / bien le dijo su poema no valía ni siquiera el tiempo que para leerlo tardaría un corrector.”

Se quitó las manos de la cara con cierta premura (a pesar de que se había levantado la prohibición de tocarse, la sensación de estar autocontagiándose no se le había retirado del todo y pensó que nunca más se le quitaría). Levantó los ojos parpadeando un par de veces como para quitarse algún rastro absurdo de virus y los enfocó en la pantalla, en las palabras que parecían bailar bachata, cuartetazo o algún otro de los ritmos que se habían transformado en la música de fondo de la vida, así como en otro momento –hace mucho, muchísimo, mucho más– “Verano porteño” era el sonido que pertenecía de modo irrevocable a caminar por la avenida Corrientes después de las seis de la tarde.

Leyó: “yo quede que hoy me escribían pero si ya sabemos de antemano q no queremos yo les digo que no”. Intentó encontrarle algún significado, pero la ausencia de acentos, signos de puntuación y algunas que otras letras lo volvió a desorientar y comprendió que, por irracional que le pareciera, recién estaba en la mitad del segundo párrafo de la novela (24.614 palabras; 139.643 caracteres con espacio). Comprendió, de esa manera en que se comprenden sólo las cosas terribles, que los términos “novela”, “palabras” y “caracteres” correspondían a otras épocas. Siguió: “sisis por eso confio cuando mandan ustedes, porque, porsup podemos equivocarnos, pero hay chequear diez veces”. El ojo izquierdo, ese que siempre le temblaba al ponerse un poco más nervioso que lo correspondiente, amenazó con comenzar a hacerlo: el cosquilleo repentino, como un anuncio o, mejor, como el aleteo imperceptible de una mariposa, como la calma chicha que precede a la tormenta.

Maslíah sonó con la segunda estrofa: “Era un poeta fanfarrón. / Pese a ser romanticón, / en lugar de al corazón, / su poesía más lograda no llegaba más que al páncreas, o con suerte un poco más arriba, contra el esternón”.

Pensó en la salida de otras pandemias, guerras, crisis, grandes quilombos, bah. Siguiendo un impulso que no supo muy bien de dónde provenía, se levantó y caminó hasta la biblioteca tratando de recordar cuántos textos le habían mandado para que leyera desde que se levantó la prohibición y el virus pasó a ser un mal recuerdo. Sacó unos libros y los llevó apurado hasta la mesita de la computadora, apilándolos a un costado de la pantalla en un precario equilibrio. El estribillo de la canción retumbó en toda la casa: “Era un poeta desastroso. / Mi abuela en sus ratos de ocio escribía mejor que él”.

Recordó, o creyó recordar, que deberían ser unos cincuenta y pico de textos. Recordó, o creyó recordar, que algunos se habían publicado a pesar de los informes negativos que semana tras semana le enviaba al jefe de editores. Y recordó, o creyó recordar, que algunos hasta habían tenido buenas críticas en los suplementos literarios, que no paraban de anunciar el comienzo de una nueva narrativa (o una nueva poesía o una nueva ensayística o una nueva vaya a saber qué cosa) post-pandemia.

Trató de continuar con el tercer párrafo: “se acomodo en el sillon de mimbre, descalza acaricia el pasto verde oscuro, el lago traia el perfume pino de los montes, tenia las manos apoyadas sobre sus piernas, el viento suave llevaba su pelo gris a su cara. Ella levanto la vista, lo miro y lesonrio”.

El ojo izquierdo ya era como un semáforo en amarillo, alerta, y comprendiendo que debía frenar lo inminente, abrió el primer libro y leyó, como si se tratara de un bálsamo, una vacuna milagrosa, un barbijo aunque más no fuera o una buena friega de jabón entre las manos cantando dos veces que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas feliz con sus espacios y silencios insólitos: “Digo, por tanto, que habían ya llegado los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la soberbia ciudad de Florencia, bellísima entre todas las de Italia, se despertó una mortífera peste”.

Las pestes no tenían nada que ver, recapacitó. Al fin y al cabo, las diferencias entre una peste y otra son patrimonio de los científicos y los periodistas que todo lo saben y todo lo dicen. Había algo más, algo que se había hecho carne (con el perdón de la palabra) en la sociedad como la ingesta de hamburguesas de porotos o el uso desmedido de la palabra “obvio” o la interrogación retórica “¿es joda?” y el no menos inapropiado “me jodés”. Algo que tenía que ver con el cambio perentorio de los objetos de escritura. Trató de recapitular cómo se había modificado la literatura cuando la pluma de ganso reemplazó al cincel, y cuando la estilográfica y después la nacional birome condenó a la pluma a habitar solamente el prosaico intersticio que queda entre la pared y la heladera en formato plumero. Y luego las primeras Remington. Y las sucesivas.

Pensó con qué otro instrumento más que con la máquina de escribir se podría haber escrito En el camino. No, no –se dijo–, si Kerouac no era ningún pelotudo: cazó la Remigton (o la que fuera), le zampó un rollo de papel continuo y en tres semanitas palo y a la bolsa.

Y después las eléctricas, que casi casi marchaban a la par con el cerebro. Luego de los mismos tres o cuatro acordes del principio, la voz de Maslíah emprendió la segunda parte del tema: “No era un poeta del montón / porque la comparación / de lo de él con un millón / de obras de las más mediocres de su tiempo lo dejaban mal parado o mejor en penitencia en un rincón”.

Dejó el Decamerón al costado derecho de la computadora y agarró un nuevo libro de la pila de la izquierda. Camus, La peste. “Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194… en Orán. Para la generalidad, resultaron enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera vista, Orán es, en efecto, una ciudad como cualquiera otra, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más”.

La pantalla frente a él tenía la extraña combinación de rechazo y atracción que suelen tener las serpientes o las arañas pollito. En cristiano: que te cagás de miedo pero no podés dejar de mirarlas, algo así. Se frotó el rabillo del ojo izquierdo ligeramente con el dedo chico de la mano, con todo el protocolo que le había quedado de las instrucciones de médicos, científicos y periodistas de uno y otro lado de la grieta, y enfocó el siguiente párrafo: “la revolucion francesa a fin de cuentas fue una época, de terror en la cual participa un mienvro de una secta que guillotinaba a la gente de la realeza”.

Maslíah continuaba: “Era un inepto, un anormal. / Su poesía no era tal, / porque estaba toda mal. / No pegaba una palabra y, con perdón de los caballos, escribía en el estilo a la manera de un bagual”.

El ojo pasó de estado de amenaza a latido incipiente. Lo sintió, lo vio venir. Apretó los puños en tren de maniobra dilatoria como para tratar de disuadir la convulsión, pero supo que todo esfuerzo sería en vano. Apresurado, tomó el siguiente libro y en el mismísimo movimiento de tomarlo desbarató el equilibrio lastimoso de la pila produciendo el cataclismo. Miró los libros desparramados a sus pies y le restó importancia. El ojo izquierdo ya era un llamado de atención mucho más importante que el desorden.

Lo abrió, recordando eso del grupo de riesgo que lo hacía deambular por las calles luego de la veda siendo observado y, peor, señalado acusatoriamente, como un sarcophilus harrisii, o, hablando otra vez en cristiano, un Demonio de Tasmania. Leyó: “Lunes, 23 – miércoles, 25 de junio. Isidro Vidal, conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo”.

 

La cara de Bioy Casares y algunos sucesos de fines de los ’60 se le aparecieron en un aquelarre frenético, como una película pasada a velocidad de espanto. Cerró el Diario de la guerra del cerdo. Ya no había retorno. El ojo izquierdo adquirió vida propia cuando la pantalla de la computadora le descerrajó un nuevo párrafo: “Creo que, estaba a punto dedes vanecerme no se si pq estoy cansado del viaje los nervios o el cambio de clima”. Hizo click rapidito en la x de la punta del documento y volvió la paz del salvapantallas: una imagen de la película El sacrificio donde el personaje Alexander sostiene un árbol cachuzo mientras su hijito mudo momentáneamente por la operación de amígdalas lleva un balde repleto de agua para jugar a volverlo a la vida. Ni eso atenuó la erupción del ojo.

“Era un poeta lamentable, / cretino, burgués, panfletario, copión, sensiblero y gil”, sonó el tema en la desolación de la casa.

 

Tratando de espantar la película vertiginosa o el texto que le había mandado el jefe de editores o vaya a saber qué cosa, hizo un ademán delante de su cara sacudiendo la mano. Como si una mosca impertinente zumbara una y otra vez frente a él con la proverbial escasez de memoria de las moscas, que reciben un cachetazo y vuelven y otro cachetazo y vuelven y otro y vuelven,. Trató de volver sobre eso de los instrumentos de escritura. Había quedado en la máquina de escribir eléctrica. Siguió, entonces, con la computadora. Y después con el celular. El ojo saltaba compulsivo, despiadado. Ni siquiera se detuvo cuando llegó a la conclusión, como un satóri, de que ahí estaba la cuestión, en el celular como secreto de la nueva escritura. Y, peor aún, del celular en modo whatssap, convertido en único medio de comunicación con el otro, la otra, le otre durante la pandemia.

Como un Arquímedes sin bañadera, gritó “eureka”. Era eso: la clave de la nueva literatura, el desuso de puntos y comas y dos puntos y tutti i fiocchi, la pérdida de cualquier tipo de acento, la negligencia ortográfica, el apócope despiadado, el nefasto arreglate como puedas o entendé lo que se te cante y si no entendés me ne frega un cazzo porque no escribo para que entiendas sino porque se me canta el forro de las bolas. Ahí estaba la cosa. Sonrió a pesar de que el ojo disparado a su entero arbitrio amenazaba con caer sobre el teclado de la computadora. Lo había estado buscando desde hacía decenas y decenas de textos que el jefe de editores le mandaba para informar. Se lo había preguntado a sí mismo cada vez que uno de esos textos se transformaba en libro a pesar de sus informes. El whatssap y la pandemia como paradigmas de la nueva literatura nacional.

Cerró los ojos (el derecho; el izquierdo hacía lo que se le cantaba) y escuchó dos estrofas de Maslíah de un tirón: “Cuando apretaron el botón / y se vino la reacción / en cadena que un neutrón / expandió por el planeta, no quedó ningún poema de los grandes escritores de la civilización. // Nuestro poeta se murió / y mirá lo que pasó: / su poesía se salvó / y fue lo único que de nuestra cultura rescataron los extraterrestres cuando visitaron la región”.

Pensó en Sarmiento, Echeverría, Hernández; pensó en Arlt, Borges, Cortázar. Pensó en Piglia, en Saer, en Castillo, en Fogwill, en Soriano, en Aira. Hasta pensó en Andahazi (en realidad casi nunca pensaba en Andahazi o cuando pensaba no lo hacía en relación a la literatura dada su poca inclinación al oxímoron, pero por esas cosas de superar la grieta que dejó la pandemia, pensó en él). En realidad pensó en el laburo que casi todos –o, mejor dicho, todos menos uno, ya se sabe quién– se habían tomado por el lector. Trató de imaginarlos escribiendo con whatssap y no pudo. Hizo fuerza, pero no pudo.

Abrió nuevamente el documento (el ojo, poco a poco, recuperaba su lugar), leyó un parrafito: “l aorta ves dijo q le mandaron meno cupo”. Hizo clik en aprobar. Se sintió un poco mejor y un poco peor, todo al mismo tiempo. Y envió el informe al jefe de editores: la nueva literatura ya era un hecho”.

La voz de Maslíah retumbó en toda la casa: “Y en bibliotecas de galaxias /  lejanas, / lo único que hay de nosotros es la obra de él”.