De cómo una novela de (mucho más que) miedito, en este país, con nuestra historia, se convierte en muchas otras cosas, generalmente oscuras.

Toda gran novela cuenta otra cosa que aquello que está contando. Moby Dick no es un relato acerca de la caza de ballenas de la misma manera que Nuestra parte de la noche, el último libro de Mariana Enriquez, no es (sólo) una historia sobre logias secretas, magia negra y ritos de iniciación.

Los estructuralistas analizaban el chiste a partir de la idea del principio constructivo y de la palabra valija, la que portaba varios significados y permitía unirlos. Josefina Ludmer aplicaba ese principio a “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar. Allí era la posición del personaje, la enunciada por el título, la que unía realidad y alucinación (aunque sin decir cuál era cuál).

En Nuestra parte de la noche, novela eruptiva premiada con justicia con el Herralde, son algunas palabras, algunos tópicos propios de un género, el de terror, los que, como algunos de sus personajes, abren puertas secretas y unen mundos sólo aparentemente dispares. Magia a la vera de los ríos y las selvas del noreste argentino y psicodelia londinense, David Bowie y los andróginos mágicos, San La Muerte y los poetas malditos, la muerte joven, allí y aquí, resultan tan cercanas como sólo pueden estarlo las obsesiones de una escritora argentina crecida en –y educada sentimentalmente por– las décadas finales del siglo pasado.

Y es que “terror”, “pozos de huesos”, “encierro”, “desapariciones”, “silencios”, “apropiación de cuerpos” y, desde ya, “poder”, tienen un sentido muy diferente en la Argentina que, digamos, en Maine. Y palabras como podredumbre, desintegración o pestilencia, tan caras al universo de Stephen King, cobran un sentido totalmente diferente aplicadas, por ejemplo, a una clase social en particular.

La estructura de esta novela es, como la de los rompecabezas infinitos, perfecta. Varias micronovelas van encastrando, guiadas por la investigación y el descubrimiento de los propios personajes, hasta configurar un fresco que no es otro que el de la sociedad argentina (y, claro, el de su literatura). El gran acierto de Nuestra parte de la noche, más allá de personajes de los que cuesta –y, supongo, costará durante mucho tiempo– desprenderse al terminar la lectura, es invertir el principio constructivo de los estructuralistas y, finalmente, contar, donde parecía que se trataba de dos historias, una sola. Los “malos” del terror, la Orden Secreta, aquellos para quienes cualquier crimen se justifica si se trata de alimentar a un dios tan cruel como voraz –y, como describe acertadamente uno de los protagonistas, igual a sus sacerdotes– son también los malos del Terror político y social. En uno y otro caso, los guardianes, los militares, son apenas servidores. Los agentes del orden y de la Orden. Los yerbateros, los “dueños del país”, los que multiplican sus negocios en los campos argentinos, son, en todos los órdenes del orden, el Poder, con mayúsculas.  La Oscuridad y, de este lado de las puertas, los tiempos oscuros.

Pero esta es, también, una historia con héroes. Contradictorios, en ocasiones violentos y, casi siempre, incapaces de entenderse a sí mismos. Ellos, aún sin saberlo del todo, irán encontrando el sentido de a poco y, muchas veces sacrificando lo más amado, se convertirán, como corresponde al terror à la King–y a lo que, además de todo, es un nuevo clásico del género–, de niños en guerreros. Novela madura y de iniciación, de género y de géneros, Nuestra parte de la noche cuenta una rebelión. Y se erige sin dificultad como el gran relato argentino de la era post Saer.

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