Ascensor para el cadalso, Jules y Jim y Diario de una camarera; o su encuentro con Louis  Malle, François Truffaut y Luis Buñuel. Films que no podrían imaginarse  sin ella. Cuando la actuación es parte de la historia del mejor cine.

El plan de Florence y Julien sale mal: él ha podido matar al marido de ella en su oficina, pero cuando sube al ascensor, cortan la electricidad y queda atrapado. Florence ignora el destino de Julien, y anda por las calles de París en busca de su hombre. Es una de las mejores óperas prima de la historia del cine: Ascensor para el cadalso, de Louis Malle.  El peso de la acción pasa en gran medida por los esfuerzos de Julien para salir del ascensor. También por la historia de los dos adolescentes que se llevan su auto. Pero Malle le dio brillo propio a la tercera historia: la de Florence en busca de Julien.  Y allí es donde Jeanne Moreau se roba la película.

Sólo ella podría haber encarnado a la mujer que, íntimamente, tiene la certeza de un crimen cometido, el de su marido, pero que no se le pasa por la cabeza que Julien no pudo salir del edificio. Malle se encargó muy bien de que el rostro de la Moreau fuese el compañero exacto de la música de Miles Davis. Todo estaba por cambiar, y aquella película lo prefiguraba en 1958. La Nouvelle Vague estaba a la vuelta de la esquina, Davis se aprestaba  grabar Kind of Blue. Y la Moreau iba a ser uno de los rostros de la turbulenta década que se venía.

La Florence que vaga por Paris reaparece, a su modo, en el cameo de Moreau en Los 400 golpes, otra ópera prima histórica. Y punto de arranque para otro encuentro memorable: Jules y Jim. Catherine, su personaje en el triángulo amoroso de Truffaut, es la antítesis de Florence: extrovertida, suelta, no sería capaz de llegar al asesinato como en el film de Malle.

Si en Ascensor para el cadalso la clave de la Moreau pasaba por la banda sonora de Davis, aquí el eje es la lacerante música de Georges Delerue, una de las mayores partituras del séptimo arte.  La película fue el momento perfecto para que Moreau coincidiera con Truffaut y quien estaba llamado a ser su actor fetiche por fuera de la saga de Doinel: Oskar Werner. El resultado fue uno de los más grandes films del director y de esa década. En el medio, la rubia ya era una de las figuras del cine mundial. Para la posteridad quedaría la imagen de ella corriendo con Werner y Henri Serre, o su no menos famoso momento en bicicleta, con un Delerue aportando otro bellísimo momento del score.

 

Entonces llegó el tercer momento a destacar: Célestine, la protagonista de Diario de una camarera. Buñuel regresaba a Francia, dando punto final a su  periplo mexicano. En rigor, habría otro film en México posterior a Diario…, que sería el formidable mediometraje Simón del desierto, pero la adaptación de la novela de Mirbeau era la instalación del director en suelo galo. Fue su única colaboración con Moreau: más adelante llegaría Catherine Deneuve como musa, pero es inimaginable el personaje de la mucama sin la cara de Moreau en un film cuya clave pasa por un femicidio similar al planteado por Bergman en La fuente de la doncella, y que el director aragonés resuelve a partir de la astucia de la camarera.

Buena parte del universo buñueliano por venir está anticipado en el film de 1964: la burguesía y sus secretos, sus vergüenzas, su pacatería, su doble moral. Todo en la figura de esa familia decadente (el viejo, la hija y el marido), donde el inmenso Michel Piccoli parece ser el único coherente. Y donde Célestine se abre paso. Dicho de otro modo: la mucama que gana posiciones es una versión femenina y proletaria de Frank Underwood, y nadie más que Moreau podía personificarla.

 

Antes, pero sobre todo durante y después de estas películas, llegarían otros papeles para la actriz: La novia vestía de negro, La noche, Catalina la Grande, El proceso, Moderato cantábile. La web IMDb, una de las más completas en cuanto a base de datos, le certifica 145 apariciones en la pantalla. Vaya un pequeño homenaje en tres momentos.