Hay muchos aspectos de su humor que hoy serían más que cuestionables. Pero eso no opaca que fue un actor fuera de lo común, que representó como nadie muchas zonas del imaginario argentino. Además de un maestro de la improvisación que mantuvo relaciones peligrosas con el poder.

Todavía conservo algunas muletillas como “¡Éramos tan pobres!” o “Savoy, Savoy”, señal que no pasó en vano la figura del Negro Olmedo por mi infancia. La semana pasada la frase era “Se murió la Muerte”, para referirse al sádico Menéndez. Hace treinta años, la tapa de Diario Popular decía “Murió la risa”. Olmedo entronca con los militares por aquello de su “primera muerte”, aquella ocurrida recién instalada la dictadura, cuando un locutor anunció su “desaparición”. Se comió dos años en el freezer, sin TV. La serie “SWAT”, acorde a los nuevos tiempos, ocupó su lugar. Dicen que nunca fue un acomodaticio del Proceso, que, a diferencia de muchos compañeros suyos de la farándula, no hay fotos suyas con algún jerarca militar y que era muy crítico puertas adentro.

Incluso hay quien recuerda que estuvo frente a frente con Massera, a quien le comentó que su hijo mayor debía hacer la colimba. “Me parece muy bien, hay que dar el ejemplo”, le respondió el amo y señor de la ESMA. La respuesta de Olmedo: “Usted dice eso porque es almirante, si fuera capitán como yo, el pibe se salva”. Por cierto que, tras el impasse de dos años por la falsa desaparición (que, como bien recuerda Camilo Sánchez en La Feliz, ocurrió la misma noche que un grupo de tareas secuestró para siempre a Haroldo Conti), Olmedo hacía del Capitán Piluso en el Canal 13 manejado por la Armada, y para no herir susceptibilidades militares, lo autodegradó y lo convirtió en superhéroe, aprovechando que Superman había llegado a la pantalla grande: Pilusman.

Alguna vez, en un sketch de Borges y Alvarez, se acordó del cumpleaños de Ernesto Sabato y lo definió en cámara como “un gran hombre”: junio del 87, Sabato criticando la Obediencia Debida y con la imagen de la Conadep. Dicen que hoy no resistiría el embate feminista. Es cierto. Como también es cierto que le puso el cuerpo a Mi novia el…, una película que critica como ninguna los peores vicios del machismo y el cancherismo insoportable de los porteños (y que en una escena tuvo, guión de Oscar Viale mediante, una alusión velada al accionar de las patotas de la Triple A). También es cierto que el Olmedo en la cresta de la ola, ese que se cayó del balcón, era el Olmedo del “destape” en democracia, algo que excedía su figura, si bien hubo chabacanería, como en su última película, Atracción peculiar, una remake vergonzosa de la película de John Hurt y Ryan O´Neal infiltrados en una comunidad gay, plagada de chistes homofóbicos a más no poder.

Más que de la generación que llegó a ver a Olmedo antes de su muerte (me llevaron al cine a ver un par de comedias ATP en vacaciones de invierno, tampoco había mucha oferta), soy de la camada que padeció la larga sombra de Sandrini mitificado tras su fallecimiento. Críticos que por la tele lo ensalzaban al nivel de Chaplin o Cantinflas, cuando lo suyo fue el melodrama mal hecho (aquello de que un rato te hace reír y otro rato te hace llorar) y había que padecer por la tele la saga del profesor secundario, el Felipe repetido hasta el hartazgo, ya fuese como suboficial del ejército, como artista de circo y hasta como cura, con el insufrible “¡La vieja ve los colores!” como mantra.

No mucho antes de la muerte de Olmedo, por la tele rescataron a, quizás, la otra cara del humor del Negro: Biondi. Si Olmedo era el tipo zafado, Biondi era el humor blanco, un bufo fenomenal, con juegos de palabras y la comedia física clásica (la torta en la cara convertida en cachetada sobre la humanidad de Pepe). Como fuese, ahí había dos tipos por encima de Sandrini para emparentarlos con Chaplin o Cantinflas. Por cierto,  se cuenta que Cantinflas conoció los sketches de Olmedo y se los hacía ver a la familia. Y que cuando Sacristán vio en una gira por Buenos Aires el sketch de Borges y Alvarez y comprendió el sentido último de esa media hora de corrido que hacía Olmedo con Portales (un actor más grande que lo que se suele creer), esto es, el grado de improvisación que alcanzaban sentados en un sillón, lo quiso conocer.

Creo que la primera vez que quedé confrontado con la muerte fue con la imagen de Olmedo tirado en la calle ese sábado horrible. Varias veces oí que cuando apareció esa imagen, hubo quienes por TV pensaron que era una joda, como aquel episodio del 76. Cada vez que aparece ahí, con los ojos abiertos, dan ganas de decirle que se levante, que ya está, que no es divertido…

La muerte tan absurda dio pie a innumerables hipótesis. La que más prendió en las primeras horas, antes de la leyenda de la bolsa rosa, fue la del suicidio. En YouTube hay videos del fatídico 5 de marzo. Por Canal 13, Gerardo Sofovich aventuraba que “murió jugando” y que “no tenía alma de suicida”. En un especial del flamante Canal 2 de Héctor Ricardo García, Jorge Jacobson dio por sentado que el capocómico decidió quitarse la vida. Página/12 también sostuvo eso, al informar en tapa sobre el hecho. Los amigos, con Tato Bores y Hugo Sofovich a la cabeza, dieron por sentado que fue un accidente. En uno de los mejores libros biográficos de las últimas décadas, Negro querido, Juan José Becerra reconstruye la escena, pero no puede, como casi nadie (salvo, quizás Nancy Herrera), dar cuenta de qué fue lo que llevó a Olmedo a salir al balcón y montarse sobre la baranda. Unos días antes, César Betrand y su hijo René visitaron al bufo. Cuando el hijo del partenaire se asomó al balcón del piso 11, Olmedo lo frenó en seco con el argumento de que la baranda estaba floja. Una pequeña anécdota, insignificante, que luego tendría un recuerdo funesto.

Ahí anda una galería de sketches de TV (siempre fue mejor el Olmedo de la tele que el del cine, salvo contadísimas excepciones: “Mi novia el…”, “El hombre del año”, la del Manosanta, “El rey de los exhortos” aun con ese título, “Susana quiere, el Negro también” en otro registro nada habitual, las que hizo con Tato Bores): Borges, antes Grotowski y Stanislavsky, el mayordomo Perkins, Rucucu, el operario cordobés, la saga de personajes históricos ambientados en Córdoba, Costa Pobre, el Manosanta, Chiquito Reyes, Rogelio Roldán, el arrastrado Pérez que se sacrificaba por su jefe, Niki Longo, el psicoanalista (su personaje más cuestionable, sobre todo hoy), el Pitufo, el nene Punk, su versión local de Tootsie (no menciono a Piluso y al Yéneral González porque son anteriores y no los conocí), más algunos unitarios que ponían en escena la canchereada porteña de mesa de café, sobre todo con César Bertrand y Vicente La Russa, otros dos grandes partenaires. La canción de Michel Fugain sigue siendo inescindible de Olmedo, se la escucha y se la asocia con él. Y por ahí anda alguno que, a modo de santo y seña en una conversación tira un “¡De acá!” o “Siempre que llovió, paró”, con tono de resignación, o “¡Dice que se la reeeeeeebusca!”, con marcado acento cordobés y ya se entabla un código compartido. O sea que pasaron tres décadas, sigue en la memoria colectiva y, si se lo engancha en la tele, todavía hace reír. No es poca cosa. Y eso que, así como el accidente de 1959 que se llevó a Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Booper es llamado “El día que murió la música”, acorde a aquella portada del 6 de marzo de 1988, aquí podríamos hablar del día que murió la risa.