Un falso secuestro y, en la desesperación, una idea luminosa para facilitar las relaciones intra familiares, neutralizar ciertos sonidos, ciertos ruidos puede que abominables. Escribe Pedro Lipcovich.
Todas las voces desesperadas se parecen. Lo descubrí hace unos años cuando, como tantos vecinos de esta ciudad, fui víctima de un falso secuestro con fines extorsivos: una mañana, una voz de hombre en el teléfono me dijo que tenían a mi mujer y me exigió dinero; la nombró, le ordenó que me hablara y la escuché, yo escuché una voz que era la de mi mujer y suplicaba. Los acentos de la desesperación son tan pregnantes que borran las diferencias entre las voces humanas. Yo le creía todo pero ella cometió un error, dijo algo que mi mujer no podía haber dicho, un detalle, supe que era otra y colgué el teléfono.
Cuando se lo conté a mi mujer, ella tuvo una idea: utilizar esa característica de las voces desesperadas para facilitar la relación con mis chicas. Después de haber tenido inconvenientes en nuestra anterior residencia, nos habíamos mudado a esta casa en un barrio tranquilo, pero la propiedad no tenía sótano ni habitación alguna que pudiera ser acondicionada a prueba de ruidos. La propuesta de mi mujer era neutralizar los sonidos, no por bloqueo físico sino por legitimación.
Un par de días después el vecindario se alarmó: mi mujer había prorrumpido en gritos desesperados. Salió al jardín y a la calle y yo tras ella, tratando de calmarla con dulzura y firmeza hasta que sus gritos cesaron. Mi mujer reclinó la cabeza en mi hombro y volvimos a entrar.
Al día siguiente nos presentamos ante los vecinos para explicar que mi mujer sufría de una enfermedad neurológica que, afortunadamente, no la afectaba más allá de algunos ataques imprevisibles. Les pedimos disculpas por los gritos de ayer, nos avergonzamos un poco y ellos sonrieron amables. Desde entonces, todas las prácticas con mis chicas quedaron habilitadas, ya que, para los vecinos, como todas las voces desesperadas se parecen, los gritos desde el interior de nuestra casa sólo podían deberse a la enfermedad de mi mujer.
Y un día tuve una idea, arriesgada pero interesante. Consulté con mi mujer y decidimos llevarla a la práctica. Permití que una de mis chicas se escapara; salió al jardín, llegó a la calle y allí la capturé, ella gritaba pero yo, con firmeza y dulzura, la llevé adentro. Al día siguiente les explicamos a los vecinos que, desgraciadamente, nuestra hija había heredado la enfermedad neurológica de su madre. Desde entonces expongo así a mis chicas ante el vecindario, que en cada una de ellas ve a mi hija doliente porque también las caras desesperadas se parecen, aunque, a esta altura, ya no es por eso sino por simpatía y buena vecindad.
Imagen de apertura: H.R. Giger.