Maestro de la parodia, lector atento de tradiciones populares y cultas, Roberto Fontanarrosa es, casi fatalmente, objeto de toda suerte de simplificaciones, desde aquella que lee parte de su obra en clave futbolera hasta la que ignora la multiplicidad de las referencias de las que se vale a la hora de hacer humor. Escritor agudo, notable historietista, sigue siendo alguien para releer y volver a disfrutar.
Era un genio. A diez años de su muerte, sólo nos queda extrañarlo y releerlo. Y rediscutirlo, que para eso estamos.
Porque las lecturas de su trabajo son una serie de equívocos. La obra del Negro Fontanarrosa es un buen ejemplo de algunos de los desaguisados que comete nuestra cultura –o con más precisión, que cometen los que interpretan esa cultura. Reviso la única tesis de doctorado dedicada a su obra, la que presentó y defendió Cristian Palacios –hoy Investigador del CONICET: algo de justicia hay en que el único fontanarrosólogo de la academia argentina sea reconocido por el sistema científico. En una de sus páginas, cita a Oscar Steimberg, nuestro mayor historietólogo, que lamentaba uno de esos equívocos: “Murió Fontanarrosa, y me parece que las notas de despedida saludaron mucho al escritor pero poco al historietista. Estaban sus temas, sus gustos, sus opiniones… Sobre todo sus opiniones. Creo que faltó bastante lo demás, y fue una pena, porque no hay tantos historietistas y humoristas gráficos como escritores y Fontanarrosa, como historietista, hizo cosas que vale seguir viendo y leyendo”. Primer equívoco: el escritor y humorista que oculta a un historietista mayúsculo. Fontanarrosa mismo lamentaba alguna limitación (“Manejo muy mal el color”), pero su dibujo era espléndido, aunque haya que buscarlo especialmente en las primeras décadas de su trabajo, no en la última, donde lo había economizado (recomendación de lectura: los primeros tomos de Inodoro Pereyra y de Boggie el aceitoso, el primer volumen de Los Clásicos según Fontanarrosa). Aunque organizadas por el costumbrismo y la parodia, los ejes más fuertes de su humorismo, las historietas del Negro tenían vuelo propio también por el dibujo. Vuelvo obsesivamente sobre uno de los primeros Inodoro, en el que se enfrenta a la partida asistido por un “sargento Cruz” (y regreso más tarde sobre esa página): el trabajo sobre la mirada de Inodoro es perfecto.
Segundo equívoco: el “futbolero” que opaca al juguetón cultural. Fontanarrosa ayudó a este desvío, cuando aceptó entrar a la crónica deportiva con sus coberturas en varios Mundiales. Clásica tentación del futbolero: si a mí me ofrecieran cubrir un Mundial, también salgo disparando a verificar la vigencia del pasaporte. El Negro amaba el fútbol como todo aquel que lo ha jugado –recordemos que él mismo decía que sus dos problemas como jugador eran su pierna izquierda y su pierna derecha– y aceptó ese deslizamiento con el placer del conocedor: pero su No te vayas campeón, una celebración de equipos inolvidables, es un texto menor en su bibliografía, porque justamente se trata de una celebración. Y Fontanarrosa no solía celebrar nada. Estadística: los cuentos futboleros ocupan un porcentaje menor de su obra, apenas superior al quince por ciento; cuando se compilan, ocupan un único volumen (entre quince libros de cuentos, más tres novelas, aunque una de ellas es futbolera). Entre las historietas ocurre lo mismo: las Semblanzas deportivas, que ni siquiera son únicamente futboleras (aunque entre ellas están “El Conejo Fumetti” y “El chancho volador”, la estremecedora historia de la Chancha Torómbolo, que muere cuando saca una pelota al ángulo; dos obras maestras de la ficción futbolera), y sólo un par de tomos de viñetas. De acuerdo: posiblemente uno de sus mejores cuentos, una obra maestra de la oreja y el lenguaje coloquial, es “19 de diciembre de 1971”, que como es sabido hilvana la memoria de ese día en que Rosario Central venció a Newell’s Old Boys por una semifinal del extinto Campeonato Nacional y así, una semana más tarde, ganó su primer título. Y sin embargo: justamente ese cuento, tradicionalmente leído como celebración del fanatismo –es el primero en el que aparece la mención de la OCAL, la temible Organización Canalla Anti Lepra– es al mismo tiempo el más borgiano de toda su obra, que abunda en guiños borgianos. No quiero decir con esto que el cuento es mejor por ese pliegue: quiero decir que el cuento cobra todo su sentido cuando funciona como eco y reescritura (¿popular?) de “El sur”, ese cuento memorable que cierra Ficciones.
Porque, tercer equívoco: se celebra, permítanme la redundancia, a un celebrador de la cultura popular. Pero lo que la obra de Fontanarrosa celebra es el encuentro de muchos niveles culturales al mismo tiempo: describe una cultura riquísima, hecha de cine y literatura e historieta y artes plásticas y música y también fútbol, una cultura en la que sus lectores podían pasar del fútbol a Borges y de allí a la serie negra y luego al tango para abrevar en el folklore del nuevo cancionero y regresar por Hugo Pratt u Oesterheld antes de llegar al cine de aventuras –para apenas proponer un recorrido entre muchos. La obra de Fontanarrosa es la gozosa celebración de una cultura riquísima y sin muchos complejos a la hora de la mezcla y la exploración: posiblemente, una cultura más democrática y que ya no parece existir. Una celebración de la hibridación antes de que García Canclini la descubriera –no en vano, la ejemplifica con Fontanarrosa en Culturas Híbridas, llamándolo “autor liminal”, el que conecta ambos lados de una frontera, no el que los congela y ratifica. El Negro viola las jerarquías porque antepone su condición de lector y disfrutador, de Homero o de Shakespeare, de Tejada Gómez o de Manzi. (No hay vanguardia en Fontanarrosa, porque es difícil que la haya en la cultura de masas, el territorio de circulación de la mayor parte de su obra: pero deberíamos volver a mirar el primer Boogie o, como dice Cristian Palacios, el primer Ultra, su antecesor, donde el absurdo y el humor negro le permiten coquetear con el límite).
Cité antes ese episodio de Inodoro en que se enfrenta a la partida. Todos conocemos esa página, o debiéramos hacerlo: la partida lo intima a rendirse, Inodoro se resiste, un proto-sargento Cruz no consiente “que se mate así a un valiente”. En el cierre, el aliado propone irse a las tolderías: Inodoro se niega, porque eso “ya lo leí en otra parte”, para que luego “dos lagrimones le rueden por la caripela”. Pero junto a la cita hernandiana, leída a través de una parodia que confía en la capacidad de sus lectores (la cláusula “Martín Fierro” no se pronuncia), el texto apunta al folklore sesentista, nuevocancionerista: “Inodoro era una lanza, un alarido de coraje, un tubérculo ancestral”. (Un par de episodios antes, Inodoro se roba a la Eulogia, obviamente, carnavaleando). Por supuesto, esto es ilegible para el crítico culto, que no puede pasar de la cita “gauchesca”.
En esa crítica, en esa celebración cómoda de textos que no eran cómodos, se condensan todos los equívocos. Un “celebrador de la cultura futbolera y de los ritos masculinos”: porque esta lectura reductora de Fontanarrosa es funcional a una cultura que se limita a celebrar futboleramente el fútbol, que futboliza todo lo que toca y que se organiza en la reproducción masculina del poder y el lenguaje masculino (a su vez, futbolero). Esa lectura olvida que los ritos masculinos son sometidos, en sus cuentos, a una crítica implacable que, mientras se deleita en un trabajo fenomenal con el registro de la conversación y el chiste, exhibe lo fundamental: que esa conversación es pura cháchara, es mero chamullo. Que los tipos, en toda la obra de Fontanarrosa, hablan hasta por los codos de cojer, pero no pueden cojer. (Incluso; que hablan de fútbol, pero casi no lo juegan).
Permítanme, provocadoramente: la nuestra es hoy una cultura que reduce el espesor crítico de la obra de Fontanarrosa a la chatura de un film de Campanella o de Taratuto con guión de Sacheri –trátese del bodrio de “Metegol” o del espanto de “Papeles en el viento”, films basados en la abundancia de testículos y en la ausencia de cualquier talento o hálito crítico. Los pocos críticos que se ocuparon seriamente de Fontanarrosa, antes de su panteonización broncínea y de la futbolización de nuestra cultura, fueron Eduardo Romano y Juan Sasturáin. Lo que ambos hallaron es aquello que todos estos equívocos ocultan: el poder depurador de la parodia, esa mezcla irreverente y carnavalesca donde lo popular desafía a las jerarquías culturales, pero que también puede someterse a crítica a sí mismo. (Pequeño homenaje a dos maestros: es lo mismo que encuentro yo).
Fontanarrosa sometía su trabajo a esa misma crítica. Hace veinte años, Romano se lo encontró en un congreso en Colombia al que ambos habían sido invitados; le contó que estábamos por dictar un programa de Literatura Argentina en la Carrera de Letras de la UBA, en la mítica calle Puán, donde presentábamos su obra, por primera vez, como objeto de análisis para los futuros críticos literarios. El Negro se sonrió y dijo: “es un gran ejemplo de la decadencia de la educación argentina”.