Víctima del paso del tiempo, de las mareas, la geología, víctima del turismo masivo, más bien bestial, la ciudad de Venecia decae y decae sin perder su belleza. Aquí va una mirada sobre el pasado y presente ostentoso de la ciudad, tan exhibicionista como las masas de millones turistas que hoy ayudan a la destrucción.

Siete de la mañana, única hora diurna en la que se puede caminar Venecia con relativa calma, sin colapsos no de tránsito sino de hordas humanas, turismo mega masivo. En el barrio de Dorsoduro, de relativo bajo perfil, un viejo laburante municipal hace la limpieza empujando su carro. De siete a nueve y pico hay extenso ruido de carros de limpieza en la ciudad, carros con mercaderías que llegan en cientos de lanchas por los canales hacia cientos de destinos, estruendo de ruedas en las calles estrechas y las escaleras de los puentes infinitos. Más exactamente: los 455 puentes de Venecia. El viejo laburante –hombre se ve que versado en historia clásica- alza una mano solemne e irónica.

Le da el buen día a un colega con el antiguo saludo que los gladiadores dedicaban a los emperadores en el Coliseo:

Morituri te salutant.

Los que van a morir te saludan, amigazo César.

Del dialecto veneciano apenas se entera uno escuchando las tonalidades de los más pobres. En cuanto al morituri del viejo –aquello o aquellos que van a morir- más o menos así anda Venecia, siempre muriendo en su belleza espléndida y ruinosa, con algo de crepuscular. Se parece al mundo.

Hace por lo menos siete siglos, o más, que a Venecia se la pinta en decadencia, casi en agonía. Los años de esplendor de la Serenísima República, primera ciudad en la que se construyó un gueto para los judíos, datan del 1200, 1300, 1400. Las grandes leyendas e historias de corrupción; los carnavales orgiásticos; los nobles, curas y obispos cogiendo a lo pavo; corresponden a esos siglos, pero quizá más al 1500. Luego, en 1630, llegó la peste. Entre la peste y el ascenso de nuevas potencias navales –España, Portugal, Holanda, luego Inglaterra- se aceleró la decadencia de la antigua, rica y lujuriosa Venecia comercial, las de las flotas de navíos audaces con tres hileras de remos. Ya Venecia no podía saquear Constantinopla como lo había hecho en tiempos bizantinos ni afanar de su hipódromo cierto día del año 1204 la famosa cuadriga griega de caballos de bronce y cobre que adornan la basílica de San Marco. Tampoco esculpir e instalar leones –símbolo de su poder- en las ciudades dálmatas y en casi todo el Adriático. Venecia había sido nexo y rival del imperio otomano.

Pasaron los siglos. Sin que Venecia perdiera eso que es su esencia: la ostentosidad y la decadencia. Su belleza se resume en lo que sucede apenas se sale de la estación de tren, aquello que se aparece a la vista: el escenario majestuoso, bellísimo, medieval, renacentista, manierista, del Gran Canal y sus edificios milagrosos que se mantienen en pie. Es ver, alucinar, transportarse en el tiempo, sentir el esplendor y una cierta congoja. Es la primera vez que el que escribe visita la ciudad.

Se sabe, se ha dicho: desde hace siglos, Venecia muere. Y más está muriendo en las últimas décadas. Para mediados del siglo pasado la ciudad-archipiélago estaba habitada por 175.000 personas. Hoy son apenas 50.000. La ciudad de Pergamino tiene más del doble. Los augures que estudian el fin de Venecia anuncian que en 2030 ya no habrá venecianos en Venecia. Sus habitantes emigran porque la ciudad, con una lentitud presunta y exasperante, resistiendo en su belleza, se hace difícil de habitar. Porque es carísima, porque perdió sus industrias y parte de su comercio, porque en los meses de invierno la inundan y arruinan cada vez más las mareas, porque habitantes de origen chino compraron el 13 por ciento de las viviendas –se ven pancartas colgadas de las ventanas que dicen “No a la mafia china”- y en las últimas décadas el turismo en hordas hace de Venecia una ciudad invivible y la destruye. Mareas de agua, mareas de humanos, mareas de contaminación.

La pesadilla turística

El turismo, la eterna fuente de riqueza desde mucho antes del siglo XIX, hoy es uno de los peores enemigos de la ciudad. Cifras de hasta 29 y 30 millones de visitantes al año. 600 turistas por cada residente. Entre las autoridades nacionales y las municipales, desde hace años, intentan aplicar políticas desmayadas para combatir al turismo. Mientras que los pocos venecianos de origen que quedan cuelgan con odio cartelitos bajo ventanas de celosías viejas, al pie de los puentes húmedos, en rincones oscuros. Esos carteles hechos a mano dicen: “Este no es un espacio de pic-nic”, pretendiendo disuadir a los visitantes que se sientan a comer un pedazo ya frío de pizza o tallarines con salsa metidos en una caja, a los estadounidenses gritones, a los borrachos, a los que mean, a los que intentan resguardarse de los picos de calor de veranos ardientes –cambio climático- cerca de los 40 grados. En toda Venecia no hay bancos para sentarse. Un solo banco haría colapsar el tráfago humano. De tropezarse alguno en un banco caerían las hordas de humanos como fichas de dominó. Prohibido sentarse, prohibido comer en las escaleras de los puentes.

Ya es tarde, dicen los augures, para salvar a Venecia. Las autoridades intentan quitarse de encima a los turistas no adinerados –son legión- amenazando con aplicarles tasas por solo pisar la ciudad. Pero los turistas siguen atascando calles, morfando porquerías en manada, haciendo imposible sortear en paz el puente de Rialto, buscando desesperados un espacio para asegurar la selfie, y de ahí a Instagram: miren, estuve, qué lindo/a salí en la selfie. Atascos largos porque todos, millones, se sacan la selfie con largas demoras y mucho ensayo de poses y de gestos. Muchos llegan con lo justo. De 30.000 o 40.000 personas permanecen cada día solo unas pocas horas, 14 millones anuales. Ni siquiera duermen, parecería que van para obtener la selfie, no para contemplar el arte o la historia. Apenas dejan plata a los comerciantes y a la ciudad.

Foto: Verónica Morvillo.

Todo eso sucede en la ciudad que se hunde. Se hunde por las mareas. Se hunde por efecto de la subida del nivel de los mares. Se hunde por razones geológicas, de miles de millones de años: la ciudad está construida sobre una placa tectónica que también se hunde. Venecia se hunde también por las olas que genera el paso de cruceros turísticos del tamaño de grandes edificios. Esas olas carcomen los cimientos de construcciones de siglos, cimientos de milenios, generan sedimentos indeseables en los mil canales. Hace muy poco tiempo, casi que ayer, al fin se prohibió la circulación de cruceros por el Gran Canal. Eso solo sucedió en 2019 cuando uno de esos cruceros, imposibilitado de contener su inercia, haciendo sonar a todo trapo su bocina poderosa, se estrelló contra un muelle y dejó cuatro heridos. Ese mismo año, otro crucero de la empresa MSC chocó contra un barco turístico. Cuatro heridos más.

Hay que recordar que, aunque construida en una zona de lagunas que ya tenía abundante actividad comercial en tiempos del imperio romano, Venecia se alzó de emergencia como refugio ante la llegada de esas poblaciones que la historia sigue llamando bárbaras. Sobre agua, arena y sedimentos fluviales, en islotes, fue que los primeros pobladores clavaron troncos enormes, verticales sobre suelo blando, clavando luego más troncos y tablones horizontales para hacer de esas estructuras subterráneas –miles y miles de árboles tronchados- cimientos de sus casas de madera. Venecia sigue enclavada sobre esos cimientos vegetales, medio que fosilizados. Está ahí como quien dice poderosa y a la vez pinchada con alfileres, con todo su lujo, con toda su belleza.

Hace décadas que la ciudad espera que se ponga en marcha un sistema de contención de las mareas mediante diques. Se construyeron cinco, monumentales. Ahora dicen que lo proyectado quedó obsoleto. El mega proyecto se llevó puesto a un alcalde por corrupción. Hay documentales que muestran los intentos desesperados por salvar Venecia. Infiltración de materiales especiales para consolidar los cimientos, grandes piezas de hierro haciendo de refuerzos por todas partes, enormes piezas de cemento puestas entre las fachadas de los edificios en las calles angostas para que unas se sostengan contra las otras, soluciones prodigiosas y tecnologías extraordinarias para mantener columnas esbeltas, esculturas, a toda la ciudad… ¿por cuánto tiempo? ¿50 años? Dice la Unesco que, de todas las ciudades del mundo, Venecia es la mejor candidata a perecer bajo las aguas. Venecia muere, un poco como Occidente, con millones de turistas bárbaros comiendo pizzas, repintados, sacándose selfies, pegando gritos, sonriendo ante las cámaras de los teléfonos celulares.

Cuánta guita que tengo

Venecia, se sabe, dijimos, es una ciudad bella y ostentosa, algo triste sucumbiendo en su desmenuzamiento y el turismo salvaje. Uno se pregunta cómo los mercaderes venecianos podían hacerse de tanta riqueza en la Edad Media, la Edad Oscura. Cómo construían tanto palacete elegante, cómo hacían tanta guita en una era que uno imagina desolada los mercaderes de entonces. Lo mismo cabe para otra ciudad de la orilla de enfrente, algo más al sur, en lo que hoy es Croacia, casi frontera con Montenegro. Cómo hacían tanto dinero en la estrechísima república de Ragusa –astuta en sus manejos diplomáticos como para arreglárselas con los otomanos y zafar de los venecianos- que en su momento cumbre contó con una flota de 200 barcos, o más prolijamente carracas, un invento ragusiano. Ragusa, la hoy orgullosa Dubrovnik, allí en Croacia, que apenas si se extendía unos pocos kilómetros hacia el sur y hacia el norte de esa ciudad, y que también fue pequeño imperio.

Sentir la historia al ver los palacios, iglesias y basílicas de la ciudad, más la plaza San Marco, más los museos exuberantes, es preguntarse por ese poder económico, percibir una suerte de nuevoriquismo competitivo entre los nobles, los dogos, los obispos. Una ciudad orgullosa de exhibir de manera algo repulsiva su riqueza magnífica, sus lujos y obras de arte. No alcanzan los ojos ni el alma para verlo todo, más los mil detalles de cada edificio, cada relieve, los adornos hermosísimos de los capiteles, las colecciones de armaduras y espadas resplandecientes. El corazoncito de uno admira, se asombra y disfruta, pero también dice el corazoncito ideológico: malditos ricachones, malditos nuevos ricos ordinarios.

Entonces sucede: esa contemplación con algo de distante se hace contemporánea, se convierte y funde con la berretada global del presente. Exhibición de ropas nuevo ricas de los turistas, miles de mujeres operadas con idénticas bocas deformadas, idénticas narices, de nuevo los gritos, y el maldito asunto de las selfies convertido en fenómeno de degradación cultural. Las poses largamente estudiadas y luego a estudiar durante largos minutos cada resultado por cada selfie. No acaban nunca las contorsiones de los cuerpos al hacer la selfie, las mujeres mostrando sus siliconas, los saludos de artificio, la alegría forzada, el exceso de cremas faciales emulsionando las caras. Degradación cultural globalizada mientras Venecia muere. De todas las edades, etnias, nacionalidades y credos. Italianos, coreanos, japoneses, árabes, latinoamericanos, suecos, yanquis: todos se hacen las selfies entorpeciendo el tránsito walking dead. Entonces, ahora, escribiendo, tratando de hacer memoria de viaje, se viene a la cabeza Chico Buarque y su tema Construcción: Agonizou no meio do passeio náufrago/ Morreu na contramão atrapalhando o público.

Selfies en las góndolas, selfies de recién casados con ropas blancas de casamiento, vestidos largos de noche que se arrastran por los suelos, zapatos aguja, trajes –escribiría Caparrós- llenos de brishitos. Zapatos negros lustrosos, capelinas anchas, escotes soberbios y más operaciones quirúrgicas en las caras destrozadas a veces gruesas, y más bocas gruesas infladas como neumáticos, reproducción en pesadilla de las mismas bocas operadas, los mismos labios, las mismas tetas.

De Tiziano a Bond, James Bond

Todo eso entre las estrellas callejuelas atestadas –y menos mal que estuvimos al final de la temporada alta- que se atraviesan todavía con algún miedo al Covid, la peste. Entre imágenes de santos del medioevo, levantando las cabezas para apreciar lo hermoso de los campanarios, agotados de ver relieves y frescos renacentistas, pasmados ante la variedad de los mármoles, algo asqueados los ojos del viajero y ahora cronista ante tanto oro y dorado. A la vez uno obligado a sacar fotos y fotos en cada puente, aunque se repitan las vistas, porque todo es muy bello. O encontrando de pronto una tarde un momento de sosiego al borde del barrio de Cannaregio, a la altura del Ospedale. Un momento de epifanía en el que puede verse el cementerio en una isla, y otras islas más lejanas y más cúpulas de iglesias con sus santos y sus cruces. Una tarde ya avanzada y entonces apreciar al fin con alguna serenidad los colores del mar, del cielo, de las nubles. Son los colores de los cuadros del Renacimiento.

Las ventanas ojivales, los arcos de medio punto, las columnas delgadas góticas o no, las otras gruesas y altísimas, las cúpulas, torres y balcones, colores ocres y rojizos, fachadas bizantinas, íconos bizantinos que conmueven, el adorno esmeradísimo de los arcos en las bóvedas, los pisos hechos de ínfimas e infinitas piezas en los mosaicos de las iglesias, las estatuas de bronce o de hierro cagadas por las palomas y el tiempo, la famosa máscara de piedra por cuya boca teatral se denunciaba al prójimo en secreto, las mil esculturas en los alto de la basílica de San Marco y el uso en combinaciones audaces e imposibles de mármoles distintos, la pata de hierro de un león puesta sobre una suerte de Tabla de la Ley, las nubes sobre los canales, los cambios de luz.

Foto: Verónica Morvillo.

La exhibición de mil frescos (Tintoretto, Veronese, Tiziano, Bellini, Tiepolo) y la Escalera de Oro del Palacio Ducal. Estucos y frisos y más mármoles y más dorados en ese palacio. También esa enormidad un tanto abrumadora como horripilante, el Mayor Fresco post Renacentista de la Historia (o eso dicen: más de ocho metros cuadrados), es decir El paraíso de Tintoretto, apodado Il Furioso. Una cosa como de abigarramiento de grasas de masas de hombres musculados, muchos bebés, todos apoyados o planeando entre nubes y las nubes hechas de grasa de querubines. Si ese es el Paraíso, cambiemos de destino. Hablando de destino, a través del Puente de los Suspiros salido del palacio Ducal, se llega a las mazmorras extensas, de construcción más tardía. Impresionan: los calabozos oscuros, las puertas de hierro gruesísimo más bien petisas, los ventanucos para pasarle a los presos y denunciados alguna comida podrida. En algo el mundo no cambió: las cárceles siguen siendo iguales de malditas.

Por último, o primero, la hermosísima Piazza San Marco con su vista al mar, sus columnatas, la basílica, la torre del reloj, las esculturas. Por las noches inmigrantes africanos o asiáticos echando al aire unos artefactitos luminosos para venderlos. O literalmente tomando del cuerpo y los brazos a los turistas en pareja para venderle flores. Los dos bares enfrentados y –siempre por la noche- dos banditas de muy buenos músicos curtidos en todos los géneros: clásicos del cine, Piazzolla, clásicos ochentosos, algún precioso Vivaldi. Y en promedio, desde esos estrados en los que tocan los músicos, un aire general de banda sonora de los años ’60, aires de películas banana, de James Bond luciendo su descapotable, de viajes en aviones de Pan-Am, de Alain Delon de jovencito, de la película Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966. Anouk Aimée y Jean-Luis Trintignant para los nostálgicos).

La gente se emociona de noche con algunos de esos temas y a nosotros nos pasó, cantamos. Sin dejar de pensar que Europa se quedó dormida en aquellos años descapotables, tan ligeros, tan modernos, y Venecia muere.