El artista acababa de presentar una muestra de dibujos y Briante, quien supo mezclar la precisión periodística con la búsqueda de la palabra perfecta que obsesiona al escritor, se reunió con él. Hablaron de pintura, claro, pero también de la situación del arte argentino en el mundo, de política, del dolor de lo perdido y de los consuelos de lo recuperado.
Definir a Carlos Alonso, a esta altura de su carrera en la plástica argentina e internacional, es una tautología, en la que siguen operando las simplificaciones más o menos cantadas: ilustrador (para algo dibujó El matadero de Echeverría, El romance del río Seco de Lugones, el Martín Fierro de José Hernández); pintor, con muestras realizadas en casi todas las ciudades argentinas, en Europa occidental y en América Latina; dibujante de un dramatismo especial en aquellas muestras (recordadas entre muchas otras recordables) como Lo ganado y lo perdido y Vida de pintor. Alonso -nacido en Mendoza en 1929– volvió del exilio en 1983, y ahora está asentado en la tranquila localidad de Unquillo, Córdoba. De ahí bajó, hace unos días, para inaugurar una muestra con sus últimos dibujos, compartiendo la sala de la Fundación Banco Patricios junto con un dibujante joven y excepcional, Ariel Mlynarzewicz, en una actitud de generosidad no muy común en los maestros. Alto, imponente como un actor acostumbrado a los protagónicos, Alonso no acepta que le digan que “está hecho un pibe”. “Me quedé en los ochenta”, cifra, sonriendo.
-Y sin embargo está exponiendo con un chico joven.
-Eso no significa que no me haya quedado. Tal vez porque siento que el tiempo ya empieza a apretar. En lo único que sigo firme es en el trabajo. Al irme de Buenos Aires, decidí ponerme al costado de muchas cosas, salir del centro de la actividad y ponerme en el centro de mi trabajo. En Unquillo, allá en la sierra, somos unos cuarenta.
-Y ahí nomás vivió Spilimbergo. Casualmente vengo de ver unos dibujos desconocidos de Spilimbergo llenos de humor. Algo que también pasa en su muestra actual. Su obra está cargada de dramatismo. Y ahora, sin embargo, hay un humor marcado, una ironía nueva.
-Es que, al comienzo, cuando yo empecé a dibujar, tenía humor. Después, la evolución de mis propios dibujos me llevó a descreer del humor como una faceta que me impedía llegar a la realidad, a lo cotidiano, de manera directa. Tuve todo un periodo, del setenta al ochenta, en el que prácticamente viví sin humor.
-Bueno, pocos vivieron con humor.
-Por supuesto. Hoy hablábamos con unos amigos, recordando el exilio; sentíamos que habíamos perdido el humor.
-Ahí, por esa época, usted se jugó antes que nada a la pintura.
-Sí. Pero todo empezó con la muestra Lo ganado y lo perdido, que fueron todos dibujos. Se presenta en Buenos Aires, dos meses después del golpe de Estado del ’76, y eran unos cuarenta y cinco dibujos en los que el tema anunciaba la gran carnicería nacional que se desarrolló después. Entonces seguí cargado de otras imágenes, de otro tipo de búsqueda, y sobre todo de las pérdidas. Creo que con el renacer de la democracia me renació la esperanza y se me prendió la velita dormida del humor.
-¿Por qué, siendo un maestro, expone con un chico nuevo?
-Mire, son cosas que hago con total naturalidad. Así me lo enseñaron los maestros que yo tuve: Spilimbergo, Gómez Cornet, Castagnino, Berni, que no se creían maestros. Yo, cuando estaba con ellos, era un pibe igual que Ariel, y me parece fantástico este encuentro que nos hace bien a los dos.
-Usted, que dice que se quedó en los ochenta, ¿qué ve en la muestra de este joven? ¿Qué ve en los jóvenes?
-Mire, si hay algo que detesto es hacer crítica. Si él me lo pregunta yo le hablo como un colega, con todo pudor y respeto le tengo que decir cómo veo yo las cosas. Lo mismo cuando vienen a verme a Unquillo los chicos de Tucumán, Mendoza, Santiago. Sobre todo, cuando uno sabe que los jóvenes para crecer necesitan romper con el lenguaje de los viejos, o de alguna manera descubrir su propio camino, su propio lenguaje. Este tema del lenguaje es el que veo con más potencia en Ariel, tratar a fondo los materiales, el grabado, el dibujo, la pintura.
-En este joven y en los maestros que nombramos hace un rato, Spilimbergo, Berni, hay como una línea que podría definirse como más próximo a lo argentino, sin caer en el chauvinismo. Un lenguaje más cercano. La pintura argentina ¿pasa por algún lado?
-Yo creo que sí, que tiene que pasar. El hecho de que no estemos con nuestra mejor música en el concierto internacional de la pintura no quiere decir que no tengamos valores sólidos y pintores personalísimos. Pero en cuanto al principio de la pregunta, se me ocurrió algo que es más o menos lo siguiente: a pesar de la presencia de la imagen, de la presencia de la realidad que se da en algunos pintores figurativos, la aspiración final es encontrarse con la pintura. Yo creo que tal vez la única experiencia está en que a los pintores figurativos nos pone en marcha, nos calienta la máquina, y la sangre y el corazón y la cabeza la figura humana. Es decir, lo que posiblemente reúna los conflictos humanos que compartimos con toda una sociedad. Ese es el arranque, pero todo lo demás es el mundo de la pintura, del dibujo, del grabado. Por eso, a veces, a mí me produce cierto dolor ver que se marea a la pintura figurativa de una manera literaria, se la signa como ilustrativa, se la define por tema. Yo lo sé, lo he vivido, y creo que se vive en todas las generaciones. Lo único que necesitamos de la imagen, es la potencia que queremos rescatar de ellas para ponerlas en secuencias pictóricas o gráficas.
-Eso, en Argentina, está logrado. Buena calidad en la figuración, en la abstracción, en otras expresiones. Pero, ¿por qué no tenemos presencia internacional?
-Hay países que tienen menos pintura que nosotros pero tienen una potencia como país, una personalidad. Además, una conciencia de país mucho más sólida, como México. De pronto, a cada autor, a cada artista, le ponen al país detrás. Estados Unidos es un país joven que se impuso con sus pintores en el mundo, así como se impuso su economía y su habilidad para hacer negocios. Han puesto a sus pintores a la altura de los pintores de valor histórico. Nosotros no tenemos ni la potencia de Estados Unidos ni la conciencia de México. Para la solución, hay casos muy claros, ya no de intervención de todo un Estado, sino de los organismos provinciales. Por ejemplo, han venido de Galicia, España, y han comprado cuatrocientos cuadros de Laxeiro, que es un pintor de Galicia que ha vivido la mayor parte de su vida en la Argentina. Y eso es un estado provincial. Lo mismo están haciendo con muchos pintores españoles que andan por el mundo. Esa es una voluntad de recuperar los valores, los patrimonios, parte de su memoria. Eso es un impulso para arrancar, también. No simplemente mostrar qué buenos pintores tuvimos, sino mostrar cómo pudieron hacer ellos en las grandes dificultades como las que están pasando ahora los jóvenes. Porque, como a veces recordamos con los amigos, todos ellos fueron empleados, fueron pintores después del trabajo y sábado y domingo. Igual hicieron una obra sólida, desencajada del mercado, sin ningún tipo de presión de ese mercado que puede incluso influir de alguna manera en la producción.
-Hablando de mercado, el dibujo, en general, está como devaluado en la Argentina. ¿Por qué, entonces, hacer una muestra de dibujo?
-Claro que está devaluado, y el grabado también. Hay muchos grabadores que se pasan a la pintura porque no pueden subsistir con su oficio. En el caso de esta muestra, que tenía que ser de grabados, la comencé el año pasado; uno propone y lo único que puede hacer es lo que le sale, para lo que está preparado y con ganas. Yo hacía mucho tiempo que no dibujaba; incluso tal vez no dibujaba porque esperaba esto, esperaba encontrar el ánimo y la libertad, y entonces estar dispuesto a jugarme en el dibujo de esta manera. Encontrar los signos ésos que estaban dispersos, para juntarlos en el dibujo.
-¿O sea que la democracia no le entró enseguida? ¿Hubo un largo reacomodamiento después del exilio?
-Sí, ese reacomodamiento es todavía como una transición. Porque una de las quebraduras que se producen, a los que trabajan con la imagen, es esa degradación de la persona humana que instalan las dictaduras. Cuando uno dibujaba la carnicería puede salir indemne y de pronto está incluso sano hasta para dibujarlo. Recuerdo que lo hice antes, como una premonición. Ahora, cuando a la carnicería la ves, es muy difícil dibujarla. Esa manera premonitoria es la única forma de hacerlo. Porque ya no me siento dando testimonio, sino más bien pulsando ciertas presiones internas, ciertas percepciones internas que aparecen en el dibujo de una manera casi automática.
-Digamos que usted no es el cronista ni testigo posterior. Pero le tocó en carne propia.
-Desde luego, yo perdí una hija, en el Proceso. Paloma. Quiero decir que entonces esa recuperación de poder volver a dibujar al hombre, esa nueva posibilidad, te cuestiona toda la estructura de tu ideología, tu concepción del hombre, tu fe en la vida. Yo pienso que empecé a pintar árboles en el momento en que no podía pintar más a una persona. Con la democracia puedo volver a pintar personas, siento que puedo ejercer mi oficio otra vez, con esta muestra, estos dibujos son como apuntes de la punta de un ovillo, vuelvo a tocar el dibujo con esa libertad, con esas ganas que era necesario para sentirlo vivo.
-Es como si en la democracia las personas, pudiendo moverse con libertad, volvieran a existir y pudieran volver a ser tema de sus dibujos. Y con ello volviera ese humor del que hablamos, el que es capaz de ponerle a un dibujo, en el que se ve una mesa poblada de gente viva, Camaturca, en relación con Kamasutra.
-A veces los dibujos nacen del encuentro de una palabra. Que es, a veces, como el encuentro de dos líneas. Cuando yo pensé Lo ganado y lo perdido se me produjo la revelación de un bagaje interno de imágenes que estaban ahí, esperando la llavecita. Ahora, menos trágico, pensé que la cama turca es como el Kamasutra del subdesarrollo.
Este reportaje integra el libro Entrevistas, de Miguel Briante. Editorial Mil Botellas, 2019.
Aparecido originalmente en Página/12 el 30 de junio de 1989.
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